La solidaridad es tomar partido: apuntes sobre “La política de todes”

Podemos seguir rompiéndonos la cabeza discutiendo en internet y en revistas autorreferenciales sobre la cuestión del sujeto, o podemos implicarnos en las luchas reales que están, de hecho, construyendo el sujeto

La solidaridad es tomar partido: apuntes sobre “La política de todes” / Julia Cámara:

Hace ya tiempo que los debates sobre el sujeto político enervan a todo el mundo dentro de la izquierda. La derrota del ciclo, la descomposición de la izquierda, una desorientación estratégica generalizada y problemas reales de falta de reconocimiento y autonomía política han derivado en un activismo de feudos emocionales e identitarios, donde lo que se es (o lo que cada cual imagina ser) importa más que lo que se hace. Si a esto sumamos este vivir aisladas, esta desaparición de la política carnal (la de los cuerpos que se encuentran) que durante el último año ha impuesto la pandemia, el resultado es desastroso: el ruido de Twitter parece serlo todo.

Como título inaugural de su nueva etapa, Bellaterra acaba de publicar La política de todes, de Holly Lewis, un libro que busca respuestas a la cuestión del sujeto ampliando la mirada e introduciendo el debate dentro del marco general de la reproducción social. La intención de la autora de poner en diálogo la tradición de pensamiento marxista con las inquietudes de activistas feministas, LGTBI y antirracistas da forma a una obra muy particular, con algunas apreciaciones discutibles, pero valiente y tremendamente útil para pensar y actuar sobre el presente. Lo que sigue son algunas reflexiones en torno a los falsos debates y a la aparición de posiciones excluyentes, potencial o directamente reaccionarias, dentro de los movimientos sociales y la izquierda. Están motivadas por la lectura del libro, pero también por un montón de horas de asambleas online, por conversaciones telefónicas con amigas y compañeras, y por un anhelo muy grande de volver a llenar las calles demostrando que lo que se hace condiciona y da forma en un proceso no estático a lo que colectivamente somos.

1. El activismo puede ser un camino en el que reconciliarnos con nosotras mismas y crecer en autoestima y confianza, pero no hacemos política para sentirnos mejor ni para calmar nuestras inquietudes morales: nos implicamos para cambiar las cosas. En un momento como el actual, donde parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo y donde los ataques nos llegan tan rápido y por tantos flancos al mismo tiempo, parece tentador abrazar un repliegue al cuidado colectivo como fin en sí mismo, abandonar la disputa pública para refugiarnos en nuestros espacios seguros. Pero esto, como dice Holly Lewis, no tendría nada de político. No siempre las prácticas que más nos reconfortan son las necesarias para transformar el sistema; de hecho, en muchas ocasiones acaban siendo consolidadoras del actual orden de cosas. Hay una contradicción permanente entre la resistencia vital y la superación colectiva, que el feminismo ha sabido ver (no siempre resolver) y que se aplica también a los sindicatos y otras organizaciones. Una contradicción entre construir espacios seguros y ser capaces de romper sus límites para influir sobre el mundo. Recordarnos periódicamente a nosotras mismas que el objetivo final de lo que hacemos no es sentirnos individualmente bien sino acabar con la explotación e instaurar relaciones sociales de justicia y solidaridad (lo único que puede hacernos sentir a todas, colectivamente, bien) es una vacuna necesaria para no acabar confundiendo la terapia personal con la acción política.

2. La clase social no existe como identidad estanca, sino que es el resultado históricamente situado de las relaciones sociales de explotación. La diferencia marxista entre “clase en sí” (la posición social que ocupamos) y “clase para sí” (la toma de conciencia de dicha posición social y sus implicaciones) depende de la existencia de luchas y conflictos reales que nos hagan ver como evidentes los antagonismos de clase. Y en los últimos años, en el Estado español, el mayor proceso de subjetivación de clase (de construcción de un sujeto de clase, de una clase para sí) ha sido la Huelga Feminista. El antagonismo entre género/orientación sexual y clase puede que sea real en las actitudes de algunos y algunas activistas, pero desde luego no lo es en el entramado de las relaciones sociales. Es imposible encontrar un conflicto relacionado con la opresión de género (la lucha por la depuración de la judicatura, por ejemplo, o por los derechos de las temporeras de la fresa) o con la diversidad sexual (el reconocimiento familiar, el acceso a la atención médica) que no se encuentre articulado por la clase. Y viceversa.

Hace ya tiempo que el feminismo de la reproducción social y otras corrientes señalaron los límites que la metáfora de la intersección tiene para explicar el modo en que funcionan las distintas opresiones. Llevando al extremo la máxima de que lo que no se nombra no existe, la interseccionalidad popularmente entendida parece haber asumido que lo que no tiene un sistema de opresión propio no existe. O lo que es peor: existe pero en menor medida, por detrás de las opresiones realmente importantes. Esta interpretación acaba llevando a una competencia sin sentido entre niveles de opresión y violencia, donde cualquier afirmación sobre el potencial político de un sector social es sospechosa de despreciar la veracidad del resto de experiencias. Partiendo del trabajo de Lise Vogel, La política de todes muestra cómo la clave no está en multiplicar los sistemas de opresión como vía para reconocer la realidad y la importancia de nuestras vivencias de violencia y discriminación, sino en entender el modo en que el sistema capitalista funciona de manera integrada. El género, la raza o la orientación sexual no pueden estar reñidos con la clase porque la clase se construye, entre otras cosas, a través de procesos de racialización y de asignación de género. Y viceversa.

El género, la raza o la orientación sexual no pueden estar reñidos con la clase porque la clase se construye, entre otras cosas, a través de procesos de racialización y de asignación de género

3. No todo lo que nos hace bien y nos da confianza es revolucionario; tampoco todo aquello que despierte reacciones en contra. Que sea funcional para el sistema tenernos tristes y acomplejadas no convierte en cierto lo contrario: que el dejar de estarlo sea por sí mismo una amenaza para el sistema. La provocación y el desacato a la moral conservadora han sido siempre actitudes necesarias para el activismo LGTBI y, en parte, también para las feministas: nuestra sola existencia ya provocaba esas reacciones. El lema “nuestra existencia es resistencia” ha sido un bote salvavidas para muchísimas personas que se veían y se siguen viendo arrinconadas entre la autorepresión y la exposición a niveles de violencia social fuertísimos. La subversión de las normas de conducta social puede ser algo realizador y divertido o incluso un acto comprometido de consecuencias peligrosas. Pero el escándalo, por mucho que ayude a concienciar a personas concretas y que funcione como catarsis de la autoexpresión, no es en sí mismo una herramienta de transformación de las relaciones sociales de explotación y opresión.

En este sentido, la postura de Holly Lewis sobre una de las piezas centrales del discurso de los feminismos hegemónicos y del sector más radical de los movimientos queer y LGTBI –la familia– es interesante y reveladora. Recogiendo parte de las ideas de la tradición marxista al señalar cómo el capitalismo ha atacado de manera directa la institución familiar cuando le ha sido conveniente (no le es, por tanto, necesaria) y encontrándose en el camino con las críticas de las feministas negras, para las que la familia adopta otras muchas formas aparte de la nuclear y es espacio de resistencia colectiva al racismo antes que lugar de opresión machista, Lewis expone la ambivalencia de una institución que es al mismo tiempo fuente de violencia y de apoyo. Lewis demuestra que, aunque el rechazo a la familia nuclear sea clave para la supervivencia de muchas personas, su cuestionamiento es transgresor pero no revolucionario. Pero esto no debería entusiasmar a los izquierdistas nostálgicos del orden de género: una visión de familia que acepta e incluye como válidos diversos agrupamientos vitales de convivencia en base a la afinidad afectiva (¿no son también las parejas heterosexuales eso?) es mucho más útil a la hora de pensar la familia como espacio de cuidado y de autodefensa frente al sistema.

La solidaridad no se ejerce por compasión ni por reconocimiento de un gesto que hacia ti ha hecho el otro, sino por comprensión de que nuestros futuros están enlazados

5. La solidaridad no puede basarse en preceptos morales ni en declaraciones abstractas. “La solidaridad es tomar partido”, nos dice Holly Lewis. No se trata de apelar a la empatía humana universal sino de construir alianzas reales que necesariamente implican el reconocimiento de antagonismos. “La solidaridad no es el fin de la división; es el reconocimiento de la división, de ahí viene el viejo lema sindical: ¿de qué lado estás?”. Podemos seguir rompiéndonos la cabeza durante muchos más años discutiendo en internet y en revistas autorreferenciales sobre la cuestión del sujeto, o podemos implicarnos en las luchas reales que están, de hecho, construyendo el sujeto. Si, en vez de idealizar un modelo sindical que no existió nunca, algunos pregoneros de la verdadera izquierda echaran un vistazo a las luchas sindicales actuales con más capacidad de empuje colectivo y de acumulación de poder obrero, se encontrarían con sectores laborales ocupados por mujeres y por personas migrantes; sectores que además juegan un importante papel en la construcción social del género y en los procesos de racialización.

La solidaridad no se ejerce por compasión ni por reconocimiento de un gesto que hacia ti ha hecho el otro, sino por comprensión de que nuestros futuros están enlazados. No hay emancipación sectorial posible. Una política emancipadora, revolucionaria o como queramos llamarla, implica ser capaces de establecer alianzas con el resto de sectores oprimidos y explotados, incluso aunque a priori ellos no comprendan tu situación específica de opresión y violencia o crean que es posible el bienestar universal dentro del capitalismo. La solidaridad no es un premio por haber abrazado la línea correcta.

La política de todes es un intento de romper con la lógica de la fragmentación para reivindicar una política de la solidaridad activa basada en análisis concretos de las relaciones sociales y de sus manifestaciones económicas (en un sentido amplio), que comprenda que ser queer o trans no es en sí mismo ni revolucionario ni reaccionario, que quien aspire a la emancipación no puede dejar a nadie fuera y que la centralidad de la clase en la lucha política (una clase articulada por procesos de racialización y de asignación de género, entre otros) es táctica, no moral. Una reivindicación práctica de la única guía de actuación que posiblemente merezca la pena.


Fuente → ctxt.es

banner distribuidora