La República de Henry Buckley y la necesidad de un periodismo subjetivo

 

La República de Henry Buckley y la necesidad de un periodismo subjetivo / Olivia Camp:

Lo de la objetividad periodística ha sido una de las falacias más ignominiosas que nos han dejado los últimos tiempos. O se cuenta la verdad, o se miente. Esa es la única objetividad posible. Quienes esgrimieron el falaz principio de la objetividad del cronista tejieron el manto bajo el que ocultar la realidad. Dos versiones distintas sobre una misma cosa significa que al menos una no es cierta. Por lo tanto, considerar equidistante y plural la presentación tanto de la verdad de una cosa como la falsificación de la misma, no es objetividad, sino parcialidad y complicidad con el engaño. Por suerte, parece que el venerado tótem comienza a tambalearse. Aunque sigue siendo hegemónica una forma de contar los hechos —tanto en el presente periodístico como en el análisis historiográfico— encorsetada por la peor de las censuras, la de la distancia y la tergiversación del silencio, la que parece no existir, pero que resulta de tremenda efectividad precisamente por eso.

Una de las fuentes —a caballo entre el periodismo y la historiografía— más importantes sobre la Segunda República, es el libro Vida y muerte de la República Española, del periodista inglés Henry Buckley, testigo de primera mano de la vida política y social de España desde antes del 14 de abril de 1931 hasta la primavera de 1939, cuando abandonó el país junto a los miles de exiliados que cruzaban los Pirineos ante la victoria de Franco. Alrededor del libro de Buckley, escrito los meses posteriores a su salida de España, se forjó una leyenda de título de culto a lo largo de los años. En 1940, un bombardeo alemán incendió los almacenes donde se guardaban las copias de su primera edición, reduciendo a cenizas todos los ejemplares. La existencia del libro se redujo a unos poco ejemplares y los originales del autor. Durante los años 60, el joven historiador Hugh Thomas se valió del testimonio del veterano Buckley, como fuente excepcional, para escribir su obra La Guerra Civil española, una de las más influyentes sobre el conflicto. Asimismo, el también hispanista británico, Paul Preston, quedó profundamente seducido por la lectura en los años 60 de uno de los escasos ejemplares del libro del viejo reportero inglés, que se conservaba en la biblioteca de la Univesidad de Oxford. En el año 2004, al fin, se editó en español una traducción del libro, realizada por el hijo del propio autor. Compuesto de treinta y tres capítulos más uno de introducción, el libro de Buckley, de haber sido escrito en el presente, no hubiera sido considerado de valor, tachado de subjetivo y parcial. Por esto mismo, es un gran libro.

El libro de Buckley no es el álbum de un turista, sino el testimonio de quien ha sabido comprender la idiosincrasia de un pueblo.

Buckley llegó a España con 21 años, “virgen, antojadizo y melindroso” —según sus propias palabras—, como corresponsal del desaparecido Daily Chronicle, en el año 1929. La noche del 13 de abril de 1931 era el único corresponsal extranjero que se había apostado en las inmediaciones del Palacio Real. Aún así, constituía la mitad del despliegue periodístico, pues solo le acompañaba un reportero español que había tenido la misma feliz idea. “La noticia —escribe Buckley— allí aquella noche no era lo que pasaba, sino justamente lo que no pasaba”. El joven Buckley, al preguntarle por la situación dentro de palacio a uno de los mayordomos que pudo interceptar en un abrir y cerrar de portones, obtuvo una respuesta desconcertante pero definitoria: «Sus majestades están asistiendo a la proyección de una película en la nueva sala cinematográfica del Palacio». El relato de aquello que escribió el periodista inglés dibuja con sardónica profundidad el papel y el carácter de la monarquía española. La escena explicaba por sí sola muchos de los motivos por los que se instauró la Segunda República en España.

El libro de Buckley, compuesto de breves capítulos que combinan el retrato y la crónica con las memorias y la divulgación histórica, encuentra uno de sus principales hallazgos en la capacidad de transportación a aquella España de los años 30. No es el álbum de un turista, sino el testimonio de quien ha sabido comprender la idiosincrasia de un pueblo. No resulta extraño que Buckley se enamorara y casara con una española y viviese, después de la guerra, gran parte de su vida en España, como corresponsal y director de la agencia Reuters, finalmente jubilado en Sitges, donde falleció.

Su periodismo era de servicio público, no un informe burocrático que expusiera en el mismo número de palabras las versiones de cada una de las partes. La pasión de sus crónicas para el Daily Telegraph denotan la lealtad a una causa: la de contar la verdad, la de informar para evitar la injusticia.

Además del paisaje social, descrito en un estilo de magnífica evocación, con un ritmo y una naturalidad de lenguaje en la mejor escuela del periodismo y la «no ficción» norteamericana —sin nada que envidiar a los reportajes de gente como Gay Talese o Norman Mailer—, el libro de Buckley brilla —más de setenta años después— por una cuestión esencial: su subjetivismo. Estaría mal visto hoy día en muchas escuelas. Pero el libro de este inglés católico y de moderada conciencia progresista que terminará tentado de alistarse en las Brigadas Internacionales, narrado en una primera persona de poderosa y humilde honestidad, da una lección de verdadero periodismo —el que se compromete a contar la verdad— y constituye, por eso mismo, un excepcional documento histórico, una fuente de primera instancia para comprender el más determinante de los períodos de la Historia contemporánea española.

El desempeño de Henry Buckley como reportero durante la guerra fue privilegiado, no por cómodo, sino por acertado, consecuencia de su conocimiento de la realidad española y su compromiso democrático. Su periodismo era de servicio público, no un informe burocrático que expusiera en el mismo número de palabras las versiones de cada una de las partes. La pasión de sus crónicas para el Daily Telegraph denotan la lealtad a una causa: la de contar la verdad, la de informar para evitar la injusticia. El relato de los bombardeos sobre Madrid es emocionante, pero sin caer en el lirismo morboso de los horrores de la guerra. El dramatismo de las frases se pretendía resorte moral para el resto del mundo, porque Buckley escribía para el mundo de fuera, en particular para sus compatriotas en Inglaterra, y el tono no podía ser otro que la furibunda indignación, que el de la vergüenza ajena por un gobierno —el suyo— que estaba conscientemente permitiendo el desarrollo de la barbarie fascista en España. Condenaba, precisamente, la equidistancia, la falsa neutralidad de la “no intervención”.

Las palabras de Buckley contradicen la totalidad de las versiones, juicios personales y mitos historiográficos que se asumen hoy como válidos.

Por demás, los análisis y conclusiones políticas de Buckley serían hoy del todo censuradas por pura omisión, incapaces de vencer el ruido en este totalitarismo de falsa democracia. Durante décadas se ha sembrado —y asumido— un juicio inamovible de ciertos sucesos y personajes de nuestra Historia, sobre los cuales sólo ha sido posible una lectura truculenta. Hay muchos capítulos en Vida y muerte de la República Española, pero uno en especial entre todos ellos, que presenta con serena claridad una versión de las cosas que pone en entredicho y tambalea gran parte de los juicios que la Historia oficial —durante el franquismo y durante la democracia— ha cerrado totalitariamente. El capítulo 21, titulado El putsch de Barcelona, es un compendio que parte de los sucesos de mayo del 37, en el que Buckley retrata a los principales líderes republicanos —Azaña, Caballero, Negrín, Ibárruri— y que termina cuestionando uno de los mayores mitos tejidos por la historiografía franquista y asumidos por la actual, el que magnifica la presencia e influencia soviética en la República, convirtiendo la ayuda del único país que apoyó a la República en una maquiavélica injerencia estalinista.

Las palabras de Buckley contradicen la totalidad de las versiones, juicios personales y mitos historiográficos que se asumen hoy como válidos. En primer lugar, la caracterización de putsch de los sucesos de mayo en Barcelona, “el suceso más lamentable que se produjo en la República mientras duró la guerra”. Buckley no duda en reconocer el sinsentido de aquella rebelión interna, promovida por Andreu Nin y en la que considera “probable que los agentes de Franco estuvieran asimismo implicados en ella”. El suceso le sirve para ligar con la caída de Largo Caballero y la constitución del nuevo gabinete presidido por Negrín. El doctor Negrín, durante décadas una de las figuras más demonizadas de la República, “fue la persona más interesante que conocí en toda la guerra”, narra el inglés. “Negrín fue de los pocos intelectuales que comprendió perfectamente la situación y puso manos a la obra. La actividad de hombres como Negrín salvó Madrid —y, por tanto, a la República— en aquellos primeros meses de la guerra”. Por contra, Azaña, la figura republicana mejor presentada durante décadas por la historiografía oficial queda retratado en comparación con Dolores Ibárruri —Buckley, como tantos otros, había quedado fascinado por Pasionaria—; el periodista expresa sin contemplaciones: “Dolores es el único político “de raza” que he conocido en todos estos años en España. Tiene más carácter y temperamento en su dedo meñique que Manuel Azaña en todo su cuerpo”.

El libro de Buckley tiene el valor de buscar la verdad, sin concesiones. La primera persona narrativa “melindrosa” y sardónica toma partido, porque no hacerlo era hacerlo. «¿Dónde estaba mi puesto —escribe Buckley—, detrás de la máquina de escribir o detrás de un fusil, defendiendo las ideas en las que creía? Pensé en alistarme en las Brigadas Internacionales. Pero me faltó el valor. No soy una persona corpulenta y temía no poder aguantar los rigores del combate. Temía, sobre todo, la muerte que parece muy cercana cuando luchas en primera línea”. En la honestidad y la crítica con que se retrata a sí mismo está parte de la garantía de veracidad sobre los hechos históricos, el seguro de que estamos recibiendo una información que refleja sin filtros pertubadores la realidad. Por esto, por su poderoso subjetivismo, este libro se ha convertido hoy en un referente ineludible e incómodo sobre una historia, que comenzó el 14 de abril de 1931, y que aún no se ha cerrado.


Fuente → drugstoremag.es 

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