La policía, en el punto de mira

Los abusos y la extrema violencia en las intervenciones hace crecer el debate sobre el abolicionismo policial en una parte de las sociedades europeas y de los Estados Unidos. Hablamos de ello con juristas, organizaciones de derechos humanos y voces especializadas en seguridad y cuerpos policiales

La policía, en el punto de mira
Anna Celma

“Vamos a tirar a dar”. Es la orden que recibía la Ertzaintza en Donostia el pasado miércoles 20 de enero. La carga policial dejaba un joven con la mandíbula rota por el impacto de un proyectil de foam, entre otros incidentes. La misma semana, el Tribunal Supremo del Estado español responsabilizaba solo a uno de los cinco policías implicados en la muerte de Iñigo Cabacas por el impacto en la cabeza de una bala de goma el año 2012 en Bilbao. Al mismo tiempo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo imponía al Estado español la undécima condena por no investigar, de oficio y sin demora, denuncias de tortura y maltrato bajo custodia policial. De nuevo –y van seis–, la condena refería una actuación de omisión del actual ministro español de Interior, Fernando Grande-Marlaska.

“Año tras año, no hay comunidad autónoma ni cuerpo policial” que se salve de cometer abusos, constata Iñaki Rivera, director del Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos de la Universitat de Barcelona. En 16 años, la Coordinadora para la Prevención y Denuncia de la Tortura (CPDT) ha detectado más de 9.000 casos de violencia institucional, predominantemente en ámbitos de privación de libertad: comisarías, cárceles, instituciones psiquiátricas, centros de menores, CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros), traslados en vehículos y vuelos de deportación. Una amplia geografía bajo control policial y con soberanía propia.

Si bien no hay excepciones entre cuerpos policiales, sí que se dan picos motivados por el contexto social. El centro por los Derechos Humanos Irídia registró 277 casos de violencia institucional en Catalunya en 2019, intensificados después de la sentencia del Tribunal Supremo en octubre contra el proceso independentista. El 87 por ciento fueron en el marco de protestas en la calle, con graves escenas de violencia contra manifestantes e incumplimientos de los protocolos por parte de Mossos d’Esquadra y el Cuerpo Nacional de Policía, constatan en un informe.

Aunque no todos los efectivos participan en las malas prácticas, la abogada Anaïs Franquesa destaca que lo más grave es que “si el resto de agentes, mandos e incluso responsables políticos le dan cobertura, no persiguiéndolas, investigándolas o depurando responsabilidades, se crea sensación de impunidad y reafirma el corporativismo”. David Martín, inspector de la policía local de Fuenlabrada, señala la falta de entes independientes que fiscalicen regularmente a los cuerpos policiales. “¿Quién controla a quien controla? El Defensor del Pueblo hace muchas recomendaciones, pero después no se ejecutan”, explica.

Producción en cadena del sistema penal

Daniel Pont, activista anticarcelario desde finales de los años 70 del siglo pasado, recuerda que el concepto de «manzanas podridas» ya era recurrente en la Transición. “Lo señalan como hechos excepcionales, pero si consultas la hemeroteca, no han dejado de pasar casos. Es una práctica consensuada por parte del Estado”, explica. Para Ainhoa Nadia Douhaibi, coautora del libro La radicalización del racismo (Cambalache, 2019), el concepto “da a entender que se puede limpiar la policía. Pero el capitalismo necesita la desigualdad para la explotación de unos cuerpos determinados”, atravesados por el racismo, el sexismo o el clasismo, argumenta. “Es una guerra contra los pobres”, defiende el sociólogo Daniel Jiménez, del Grupo por los Derechos Civiles 15M Zaragoza.

Se puede entender el sistema penal como un triángulo isósceles de vasos comunicantes: justicia y policía en la base, cárcel en la punta. El cuerpo policial le “selecciona la clientela cuando va por la calle y decide actuar o no hacerlo”, describe Rivera. “La actividad policial es intrínsecamente política: impone las concepciones dominantes del orden público y privado a través de la ley y de su cumplimiento. ¿A quién se protege y a quién se persigue?”, reflexiona Douhaibi. También Jiménez cree que no hace prevención del delito ni evita la reincidencia, sino que lo organiza: delimita qué pasa y qué no a través de un abandono sistémico de las vidas sobrantes en la protección del orden socioeconómico. “Somos agentes encargados de hacer cumplir la ley, pero las leyes no las hacemos nosotros. Necesitamos legitimar el poder, porque sino, cae”, resume Martín.

Marlene Nava Ramos, estadounidense de padres mexicanos, es parte de Critical Resistance, uno de los colectivos anticarcelarios más veteranos en Nueva York. Con la lógica punitivsta en el abordaje de la pandemia, ve claro el rol policial: “No es el bienestar del pueblo, sino vigilar a determinados grupos de población”, argumenta, y destaca el papel central de la supremacía blanca. En este sentido, Dohuaibi constata el profundo racismo institucional y la creencia extendida entre la población que determinados ‘otros’ -migrantes, gitanos, refugiados, activistas…- son más proclives a encarnar la peligrosidad y el crimen que no la ‘ciudadanía europea’, los ‘nosotros’.

Cajón de sastre, pocas balas y mucho patrullaje

“El modelo gira alrededor de la persecución del delito, traducido en patrullaje preventivo e intimidatorio; una premisa equivocada de base”, explica el inspector Martín. El grueso penal es contra patrimonio (77,6 por ciento de los delitos registrados el año 2019 según el Ministerio del Interior). La mayoría de estas infracciones se dan por necesidad, argumenta Martín: “Nadie se para a averiguar por qué alguien roba. No profundizamos para ver dónde está el problema social”.

La tarea policial cada vez más deviene un cajón de sastre en la deriva hacia la “trabajo-socialización” de la represión -responder con la fuerza y la autoridad a situaciones de exclusión social. Al ser el principal agente de intervención y control del espacio público y privado, actúa en ámbitos que poco tienen que ver con sus competencias profesionales: pobreza y sin-hogarismo, crisis de salud mental, trabajo sexual, consumo de sustancias estupefacientes, procesos migratorios… “Son situaciones de exclusión social, económica o comunitaria con causas estructurales”, y la manera de resolverlas “no es desde una lógica policial, sino desde muchas otras vertientes”, argumenta Franquesa.

“Contractar profesionales de estos ámbitos supondría una inversión enorme. Y los que ya hay, no los tenemos disponibles las 24 horas del día. Por contra, ¿quién está las 24 horas? La policía”, señala Martín, constatando que acaban respondiendo a situaciones para las cuales no tienen respuestas. En el ámbito municipal, la gran mayoría de actuaciones policiales atienden conflictos privados o de convivencia. En cambio, son menores los delitos más graves o con mayor daño: el 2019, la cifra de crímenes contra personas y contra la libertad (14,9 por ciento) o contra la seguridad vial y el orden público (7,5) sumaba el 22,4 por ciento del total registrado.

Por otra parte, Pont denuncia que la actuación policial casi siempre recurre a la represión para solucionar los conflictos, ya que “el mensaje de la violencia es ejemplarizante, para infundir miedo y marcar severamente los límites del Estado”. A pesar del relato cultural y mediático de exposición al peligro, las situaciones de riesgo para los agentes son mucho menos frecuentes de lo esperado. “Principalmente lidiamos con delincuentes de poca monta”, argumenta Martín. Para el madrileño Gonzalo Gárate, interesa construir una justificación que no tiene por qué estar avalada estadísticamente por la realidad. Además, la homogeneización y la hipermasculinización de los cuerpos policiales perpetúa el cierre de filas. Martín explica que no se promueven formas de abordaje que prioricen la desescalada y la mediación pacífica. “No se usan habilidades para desactivar la tensión” que renuncien a imponer la autoridad o la fuerza”. Más aún, incluso los que sí que las usan, reciben frecuentemente la presión y el rechazo de sus iguales.

Jiménez también alerta de la «policialización» del trabajo social. Gárate coincide: “El Estado tiene una capacidad represiva que va mucho más allá de la primera línea del frente”. La policía es el control duro a través del monopolio del uso legítimo de la violencia, pero el control blando se ejerce en la lógica de cobertura o exclusión del estado del bienestar, y de la burocratización y judicialización de los colectivos vulnerabilizados. Como en los casos de la Cañada Real madrileña o del incendio mortal en Badalona, recuerda Douhaibi. Además, Pont señala que para plantar cara a todo esto “no hay un tejido social, activo y coherente de apoyo mutuo. Es el gran éxito del capitalismo”.

Reformas de raíz o tiritas temporales

Se ha intentado cambiar a los cuerpos policiales en diversas ocasiones. Una experiencia reciente la conocen de cerca David Martín y Gonzalo Gárate, como asesor del gobierno de Manuela Carmena. Eran parte del equipo que implementaría reformas en la policía municipal de Madrid. El inspector aportaba la experiencia en delitos de odio desde la creación el año 2008 del Equipo para la Gestión Policial de la Diversidad en Fuenlabrada. Se eliminó la Unidad de Antidisturbios madrileña, se inició la Unidad de Gestión de la Diversidad y se creó un programa piloto de policía comunitaria. Encontraron impedimentos de todo tipo.

Siendo cuerpos de funcionarios de carrera, es muy difícil cambiar la situación desde dentro porque las voces disonantes no tienen mucho peso. “A la hora de escoger mandos, de todos los agentes madrileños solo podíamos escoger a cinco como jefes de la Policía. Si no reconoces la enfermedad, no pondrás medios para solucionarla”, argumenta Gárate. Por ejemplo, si agentes, sindicatos y mandos niegan la práctica rutinaria de identificaciones por perfil étnico. “Se intentaron pasos mínimos. Todo fueron palos en las ruedas”, describe Martín. También constatan que una legislatura no es suficiente para hacer transformaciones: con el cambio de gobierno, enseguida se recuperaron los antidisturbios.

Para Vincent Wong, profesor de derecho en la Universidad de Toronto, “el peligro es que sea un esparadrapo que no cambia los problemas subyacentes”. Douhaibi cree que algunas reformas han servido para sofisticar, como las policías comunitarias, que han entrado en espacios donde antes no tenían acceso, manteniendo intacto el aparato del Estado y sus coordenadas. “El sistema penal ofrece lo que ofrece: cuerpos policiales y cárceles. Está pensado para castigar. No se le puede pedir que haga aquello para lo que está pensado”, constata Rivera.

Justicia restaurativa: reparar el daño y sus causas

Sobre si es posible o deseable abolir la policía, hay división de opiniones. Franquesa argumenta que no es factible en un sistema que prima el individualismo y la desresponsabilización de la vida comunitaria. Rivera alerta que, a pesar de todo, el sistema penal es un muro de contención de la vulneración de derechos o de las revanchas personalistas, difícilmente sustituible. “La lucha contra la tortura, lamentablemente, exige usar las herramientas del mismo sistema penal”, constata. Ahora bien, Rivera no quiere decir que el camino sea “otra policía”, sino introducir toda una serie de modelos de proximidad, comunitarios o vecinales de atención al daño. Gárate ve deseable una transformación radical de la policía, porque ni a corto ni a medio plazo se podrá abolir. Señala que uno de los grandes problemas es que los movimientos de izquierdas no han reflexionado sobre la cuestión de la seguridad ni sobre cómo abordarla, por lo que este tema siempre ha sido monopolio de la derecha.

A la vez, diversas voces coinciden en responsabilizar del actual modelo policial a la pasividad social. “La ciudadanía, falsamente refugiada en su zona de confort, con su absoluta inmovilidad, legitima la continuidad de la represión al no oponerse, desde la idea de que ‘no va conmigo’”, recrimina Rivera, por lo que “la mayor o menor participación ciudadana hará posible o impedirá cualquier transformación”. Martín señala que “una sociedad cohesionada e igualitaria ayuda mucho más a ser segura que no los cuerpos policiales”, a pesar de abogar por no abolirlos, ya que “siempre tendrá que haber alguien que haga cumplir las normas”.

También denuncia que, como la estructura actual se centra en el castigo, en el sistema penal no hay un acompañamiento a la víctima. “El camino ha de ser la justicia restaurativa y apostar por retornar a la situación antes del hecho traumático, sea doloso, accidental o imprudente”. “Son necesarios sistemas que puedan mediar entre partes, pero atendiendo que no hay relación de igualdad entre agresor y víctima”, alerta Rivera, y poniendo medios para proteger a quien ha recibido el daño.

Ahora bien, ya hay ámbitos en los que la posibilidad de llamar a la policía ni se contempla. Wong argumenta que, en la abolición, “los mejores expertos son aquellos que nunca han tenido la protección de la policía y que han desarrollado prácticas para garantizar el apoyo mutuo y la seguridad colectiva”, desde la necesidad o la voluntad política. Por ejemplo, Pastora Filigrana, en El pueblo gitano contra el sistema-mundo (Akal, 2019), describe formas comunitarias de resolución de conflictos basadas en la confianza en personas referentes por edad, comportamiento o valores. Los manteros, frente a la persecución policial, han puesto en marcha mecanismos de apoyo mutuo para poder vender en la calle.

Hay experiencias de los movimientos sociales en protocolos contra agresiones sexuales y violencias machistas, con aproximaciones a menudo restaurativas. En el libro ¿Y qué hacemos con los violadores? (Descontrol, 2020) se abordan los retos de probar vías alejadas del sistema penal y del punitivismo. Los textos recogidos hacen una panorámica de las dificultades, internas o sistémicas, de estas experiencias. Pont cree importante poner en marcha alternativas así, “porque no tengo ninguna duda de que vivir sin policía y sin prisión es posible. Es vital sustituir el concepto de culpabilidad por el de responsabilidad, cambiar el paradigma”. Argumenta que son necesarios los intentos, a pesar de los errores y las contradicciones, para caminar hacia una asunción responsable de los daños y de su reparación, individual y colectiva.

“La necesidad de la policía está más enraizada en la opinión pública que la de la cárcel”, argumenta Jiménez. “Es el discurso de «alguien tiene que hacerlo, es lo que hay’”. Se entiende que, sin la policía, el panorama sería peor. Pero el debate sobre la abolición de la policía no tiene nada que ver con la policía. Es un problema en el cual las soluciones están en otra parte”, asegura. Para empezar a construir convivencias que no dependan de la represión, destaca las aportaciones de los feminismos y el antirracismo, que ponen en el centro la vida y las necesidades para sostenerla. Abolir la policía, para Jiménez, será la consecuencia natural de desmantelar el sistema que la legitima.

Para Marlene Nava Ramos, “se puede conseguir si la gente tiene cubiertas las necesidades y garantizado el ámbito material. Atender la salud mental, ofrecer acompañamiento, cuidados, vivienda… A partir de la pandemia, han surgido muchos proyectos de apoyo mutuo desde la población”. Señala que las alternativas ya tienen semillas que van mucho más allá de los ámbitos activistas. Wong coincide que es necesario ir a la escala local, de barrios y comunidades, para hacerlo más abordable: desinvertir en el sistema penal e invertir en otros ámbitos para llegar al núcleo de las problemáticas sociales.

Douhaibi cree que hay mucho por aprender de activistas abolicionistas referentes –como Ruth Wilson Gilmore, Angela Davis, Mariame Kaba o Derecka Purnell. “Sí que se puede abolir, con una transformación social, política y económica de base”, y no sólo conformarse con cambiar las funciones o las formas policiales. En este sentido, se puede hacer la pregunta al revés: ¿es posible desmontar las estructuras de opresión sin abolir los cuerpos policiales? Mirándolo a la inversa, pues, si se habla de transformar radicalmente el sistema, quizás en el fondo se está hablando de construir un futuro sin policía.

Del colonialismo y la represión urbana, a Hollywood

La institución de la policía occidental arranca al amparo de los estados-nación y las grandes ciudades modernas, enraizada en el colonialismo y el auge del nuevo orden mundial del capitalismo industrial. Se crea como un cuerpo armado diferenciado del ejército para ejercer control social urbano. Los territorios colonizados fueron laboratorio de pruebas en los que aplicar técnicas y políticas represivas que después se han importado al Norte global. Alex Vitale, en el libro El fin de la policía (Capitán Swing, 2021), sitúa el origen del cuerpo policial anglosajón en la ocupación británica de Irlanda, con leyes persecutorias contra la vagancia que recuerdan a las legislaciones españolas para criminalizar al pueblo gitano o la Ley de Vagos y Maleantes de la Segunda República, reciclada por el franquismo como ley sobre peligrosidad y rehabilitación social. En Estados Unidos, la policía arranca persiguiendo a la población negra esclavizada que huía de las plantaciones y controlando al incipiente movimiento obrero. Los cuerpos policiales españoles actuales se refundan en la Transición. Al inicio de la democracia se hace un trasvase directo de agentes y mandos: la Guardia Civil dejó de ser cuerpo militar y el Cuerpo Nacional de Policía fue heredero de la Policía Nacional franquista. Cambios de nomenclatura y de uniformes, pero, “a la práctica no hubo ninguna ruptura”, constata Gonzalo Gárate. Durante estos 42 años, los efectivos traspasados han formado parte activa de los cuerpos policiales. Para Vincent Wong, profesor de derecho de la Universidad de Toronto, la policía “es una institución global”, una red supranacional que comparte información. Por ejemplo, Mossos de Esquadra se han formado con el Mossad israelí y, a su vez, han formado la policía chilena; o la Guàrdia Urbana de Barcelona ha entrenado con el Departamento de la Policía de Nueva York. Hay una fuerte influencia estadounidense, que ha marcado el camino hacia la militarización y la tecnificación de los cuerpos policiales –profundizada con el mal llamado armamento “no letal”–; la fuerte escalada de violencia en las fronteras, con la policía como punta de lanza de las políticas migratorias; la ampliación de la represión y persecución contra movimientos sociales; la guerra contra las drogas transnacional; y, finalmente, no se puede menospreciarla influencia cultural, ya que Hollywood y la maquinaria audiovisual televisiva han construido un imaginario canónico globalizado”.


Fuente → pikaramagazine.com

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