El gran error de la República. Entre el ruido de sables y la ineficacia del Gobierno
El pronunciamiento de julio de 1936 y la guerra civil no fueron inevitables. La República pudo prevenir el golpe de estado y desarticular la conspiración que había ido tejiéndose durante años. Ángel Viñas desvela cómo los servicios de defensa interior y exterior detectaron los riesgos y amenazas de involución, pero también cómo los gobiernos de Azaña y Casares Quiroga desoyeron el ruido de sables contra la democracia. Ello permitió que permanecieran en el corazón mismo de los mecanismos de defensa republicanos elementos de la clandestina Unión Militar Española (UME), partícipes de la confabulación monárquica. Gracias a documentación procedente de una docena de archivos españoles, franceses, ingleses, italianos y belgas, este nuevo libro reconstruye tanto las maquinaciones de los futuros sublevados como, y sobre todo, el fracaso gubernamental a la hora de decapitar una conjura amparada por la Italia fascista.Se reproducen las páginas 425-438 de las Conclusiones
Ángel Viñas
La información de los «conspirados en contra»
Las autoridades republicanas se vieron atacadas en múltiples frentes, pero en este libro he elegido el operativo con un enfoque cronológico, porque la evolución pasó por diversas fases y escenarios, en una cierta sintonía con la obra anterior. He hecho hincapié en el temprano funcionamiento de los dispositivos de alerta de la República (sin querer entrar en sus antecedentes). Lo hicieron a través del aparato diplomático y de inteligencia en el exterior mientras la plana mayor de los conspiradores (en especial Calvo Sotelo) permaneció en el extranjero, y me he centrado en los dos países de interés para la evolución ulterior: Francia e Italia.
Teniendo en cuenta la documentación generada por la diplomacia española, creo haber demostrado que si bien cumplió su papel satisfactoriamente, no tuvo la capacidad ni los recursos para abordar otras dimensiones. Se limitó a las clásicas. Subrayo, sin embargo, que ya en el primer bienio no pudo quedar oculto a los responsables gubernamentales en Presidencia, Guerra y Gobernación (Azaña y Casares Quiroga, esencialmente) que los monárquicos se movían y no para bien. Los servicios de inteligencia funcionaron, si no como los equivalentes de MI5, MI6 o sus homólogos franceses, sí lo suficiente para un país como España. Por desgracia, los destellos rojos que emitieron tales dispositivos ni se procesaron ni despertaron mayor atención (que yo sepa). Ni entonces ni tampoco en la primavera de 1936. Es interesante destacar que, dentro de una continuidad institucional básica en la estructura del Estado, durante los años de paz, los cambios de Gobierno, con sus intrínsecos problemas de lealtades y deslealtades, ofrecieron oportunidades y también desventajas. He señalado el papel clave de algunos de los vigilantes de las continuidades. Lealtades e iniciativas antes de la victoria del Frente Popular se vieron interrumpidas tras ella con consecuencias del todo punto negativas.
El dispositivo más importante potencialmente fue el aparato de inteligencia e información incrustado en el Ejército y en la Marina. Correspondió al presidente del Consejo y ministro de la Guerra, Manuel Azaña, el honor de ponerlo a punto en 1932. Se dirigió contra manejos «extremistas» que, al principio, se situaron en las izquierdas. He pasado un poco por encima de él porque en realidad estas no fueron nunca el peligro que amenazase la existencia de la joven República española, afirmación que, sin duda, levantará las iras de numerosos lectores e incluso de algún estimado colega. Las algaradas anarquistas fueron reprimidas a sangre y fuego en 1931, 1932 y 1933. La tan mitificada «revolución de octubre» corrió la misma suerte. Frente a un Ejército unido y obediente a la voz de mando, no había en España fuerza alguna que pudiera hacerle frente. A finales de 1935 y principios de 1936 una parte de dicho Ejército empezó a desgajarse del correlato bajo el cual se había amparado dos años antes. En la práctica se emancipó del Gobierno. Quienes iban a sublevarse habían aprendido una lección, sesgada ciertamente, pero lección al fin. El Gobierno no lo hizo y las variopintas izquierdas tampoco.
Este libro se centra, pues, en el único peligro que, en realidad, acechó a la República. El que provino de un sector de las derechas (esencialmente monárquicos y carlistas, con la CEDA en retaguardia y persiguiendo objetivos específicos). Bajo el impulso y dirección de los primeros actuó la Unión Militar Española (UME) en el seno del propio Ejército para ir generando «anticuerpos» con los que cortar la posibilidad de que el régimen republicano derivara de nuevo hacia la izquierda y envolviendo sus actividades en el discurso anticomunista. He efectuado un recorrido, ni corto, pero tampoco prolijo, por las actividades de tal organización apoyándome en la evidencia localizada: básicamente su producción clandestina de incitaciones más o menos disfrazadas a prepararse para efectuar una sublevación (de carácter terrorista) contra la inventada posibilidad de que la larga mano de Moscú atenazara y estrangulase a España. La de Moscú y ninguna otra diferente. Sus actuaciones siguieron los pasos de sus proclamas. Que hoy historiadores conservado- res las disminuyan no quita un ápice a la influencia que sus propagadores en la época le otorgaron y que, simplemente, fue fundamental. Eso sí, la han retomado ciertos partidos políticos como si el tiempo no hubiera transcurrido, apelando a temores dejados por la dictadura en el cuerpo social español.
El amable lector habrá observado que en esa producción propagandística no aparecen denuncias sobre actuaciones gubernamentales o de las izquierdas contra la Santa Madre Iglesia católica, uno de los puntales de los sublevados en la posterior «Cruzada». Ni que tampoco se puso demasiado énfasis en la supuesta «desmembración» de España (aunque no faltó, sobre todo en Cataluña). No se mencionaron problemas económicos (reforma agraria). Siempre destacó el comunismo. Esto no se produjo por azar: la supuesta «bolchevización» de la PATRIA, de la mano de las izquierdas, fue la palanca esencial. Muy en consonancia con la propaganda de Mussolini. ¿Un injerto falangista? Lo hubo, pero no todos los sectores del Ejército a los que la propaganda sediciosa se dirigía eran falangistas. En cualquier caso, espero haber abierto un melón en el que los cultivadores de los cultural studies, tan en boga hoy en la historiografía, puedan continuar hurgando en el futuro.
Gracias a colegas mencionados en este libro, y en particular a Eduardo González Calleja y Rafael Cruz, entre otros, se conocen, para quien quiera leerlos, los actos de insubordinación y desprecio hacia las autoridades republicanas de numerosos jefes y oficiales. Muchos de ellos, aunque no todos, tuvieron respuestas que aparecieron en las páginas de la Gaceta. Ni fueron suficientes ni decisivas y el lavado de cerebros continuó. Con pleno conocimiento, todo hay que decirlo, de las autoridades civiles y militares republicanas concernidas y, me temo, quizá un tanto asustadas.
He coincidido con la impresión sobre el terreno que desarrolló Díaz Sandino al poner de relieve en plena guerra civil el papel fundamental de la UME. En sus propias palabras:
Apoyada por las derechas, inició una actuación solapada que les dio magníficos resultados. Se apoderaron poco a poco de los principales mandos […] al mismo tiempo que hacían una campaña en conversaciones y escritos […] llegando incluso a influir en los hombres del Gobierno. A la vez, empezó a lanzarse por los cuarteles el rumor de que se preparaba un movimiento comunista en el que se procedería al asesinato de los militares.1
Ni que clavado.
Los dispositivos creados por Azaña funcionaron. A la SSE aportaron información, si bien solo las incitaciones escritas de la UME parecen haberse conservado en una parte que podemos caracterizar, sin miedo a equivocarnos, de no demasiado amplia. Por fortuna, en una operación liderada por la OIE de la DGS (hasta hoy poco esclarecida y contextualizada) se infiltró un agente al servicio del Gobierno. Ocurrió en 1935 y no sabemos cuándo exactamente la SSE se enteró de ella. Desde luego el responsable ministerial de la época, Portela Valladares, pasó nota al Ministerio de la Guerra que ocupaba Gil Robles, quien a su vez es imposible (salvo que fuese idiota y no lo era) que ignorase los manejos de la UME. Como tampoco los ignoraba Franco.
No preocuparon desde luego al líder de la CEDA, pero por si acaso no dudó en tergiversar de manera adecuada en sus no siempre fiables memorias. Una forma elegante de quitarse el sambenito que llevaba encima tras haber hecho la pelota, vanamente, a SEJE después de la guerra. La tergiversación la aplicó también el propio Franco con gran entusiasmo, no en las memorias que por lo que sabemos nunca escribió (salvo sus «Apuntes»), pero sí en sus malhadados intentos de autoproyectarse Caudillo absoluto e infalible, como poco menos que la fuente y el director de la conspiración militar. Franco había montado su carrera militar sobre, en parte, una superchería, reclamando sin éxito la Laureada, y continuó su carrera política como el militar que, desde fecha temprana, habría dirigido el movimiento (terrorista) que desembocó en la «Cruzada».
Nadie ha dicho mucho de aquella operación de información y control de la DGS, salvo indirectamente Portela Valladares. De lo que no hay el menor rastro es de que los dirigentes republicanos en el ámbito militar y de la seguridad pudieran llegar a intuir la conexión entre monárquicos y fascistas italianos. Los únicos que, quizá, supieron algo fueron Goded y el propio Franco, pero no está demostrado con documentos. Con todo, el curioso episodio del marqués de Carvajal en el primer caso y el chusco intento de Franco de querer escaparse de Gran Canaria con pasaporte italiano pueden dar materia para varios relatos novelados. No historiográficos. Sin el menor deseo de colgarme una medalla (porque tarde o temprano algún historiador habría profundizado en los antecedentes y trasfondo de los contratos del 1.º de julio), creo que su conocimiento habría llevado a otros autores a la conclusión de que probablemente contribuyeron a dinamizar los esfuerzos de los conspiradores sin que el Gobierno atisbara el menor indicio de lo que se le preparaba.
En un país de fronteras abiertas, como la España de la época, pero no la de Franco hasta 1959, era imposible impedir viajes ya fuese a diputados (Sainz Rodríguez) o a ciudadanos italianos establecidos en el país para que circularan entre las dos penínsulas. Así se formó una cadena difícil de romper. Tampoco está demostrado que la DGS penetrara en los recovecos internos de un partido político absolutamente legal como Renovación Española. Y, dado que a los carlistas se les mantuvo un tanto aparte en Roma de las maniobras alfonsinas previas a la sublevación, es probable que la activación final del vector italiano también les cogiera algo de sorpresa.
En todo caso, hay que hacer de la necesidad virtud. Con parte de la información recogida por la SSE se obtiene una buena representación de la ideología y objetivos que perseguían los militares potencialmente sediciosos, una República dirigida de nuevo por la izquierda moderada, con o sin colaboración socialista, se les presentó como desagradable escenario a aniquilar a toda costa y a todo precio. He reproducido una muestra significativa de sus escritos. No hay la menor duda de sus querencias: abolir el régimen republicano, la democracia y la molesta subordinación del Ejército al poder civil. Azotaron las conciencias y las voluntades del sector más reaccionario y carpetovetónico de la oficialidad. También, con las peroratas parlamentarias y la prensa que les era fiel, insistieron de manera recurrente, consistente y permanente en el peligro comunista. Incluso les ayudaron, de forma objetiva, las izquierdas, que no preparaban ninguna revolución. Por debajo quedó siempre la necesidad de volver a la situación económica y social erosionada por las reformas. A los orgullosos sublevados, convertidos en terroristas de uniforme, llenos de hipernacionalismo y de leyendas, les llenaron la cabeza de pájaros para transmutarlos en soportes de la reacción, que por su lado apoyó un sector nada despreciable de las incipientes clases medias conservadoras y católicas.
Los gobiernos de la primavera de 1936 tuvieron abundante información en sus manos y la posibilidad de exigir más a sus funcionarios, militares y civiles. Es algo que se ha dicho desde siempre. Lo cierto es que no actuaron de forma contundente y/o en aplicación de la máxima del «conoce a tu enemigo». Aunque no se quedaron del todo paralizados, mostraron una renuencia difícil de explicar a la hora de abordar el GRAN problema que tenían enfrente y con el que Azaña tuvo que lidiar nada más hacerse cargo de la presidencia del Consejo en febrero de 1936. Es improbable que no se hubiera enterado del intento de golpe de Estado blando que prepararon Franco, Gil Robles y otros, entre ellos Cabanellas, en el mismo momento en que ya se veía la derrota de Portela en el centro y de los partidos de derechas. Por cierto, que los esfuerzos realizados por tantos historiadores de esta orientación, antes de la Ley de Memoria Histórica y después, para disminuir, aminorar, suavizar o simplemente negar el intento de la pareja Gil Robles-Franco de accionar los mecanismos militares no se compadece demasiado con lo documentable y que tampoco han documentado demasiado bien.
Ni Azaña, ni Casares Quiroga dijeron nunca nada de las informaciones que les llegaron. Sorprendente. Tampoco los ministros de la Gobernación en el primer bienio o en la primavera de 1936, con Casares Quiroga incluso ocupando las dos carteras. De los jefes del Estado Mayor Central (Masquelet, Franco) no hay ni que hablar. Quitando el último, quizá no sea de extrañar, puesto que habrían revelado que habían sido engañados como colegiales. He mostrado mis sospechas respecto al comportamiento del último jefe, el general Sánchez-Ocaña, otro ilustre desconocido que sabemos que se enteró por el propio Portela de la actividad de un espía dentro de la UME. Durante la guerra se refugió en la embajada de Bolivia y después de ella no le pasó nada. Añadamos la actuación del teniente coronel Uguet, experto en intoxicaciones. Quizá si Prieto hubiese sido presidente del Consejo hubiera cortado la ya muy avanzada conspiración. Casares fue un fracaso.
Abriendo puertas
Es posible que la SSE aflojara su actividad en la primavera de 1936. O que no se hayan conservado los papeles que recibía su jefe, un desconocido absoluto en la historiografía. Tampoco hay que olvidar que la documentación que hemos manejado es solo parte de la que cayó en manos de los vencedores tras la guerra civil. El resto es verosímil que lo destruyeran los propios republicanos o las cohortes victoriosas o que haya ido a parar a algún archivo que no he visitado. Al menos contamos con una lista de miembros de la UME que puede dar mucho recorrido para investigaciones futuras por otros autores. La historia que se hace y la historia que se escribe no son estáticas ni se detienen nunca y, por varios motivos, sigue teniendo validez aquel famoso chiste de tiempos soviéticos de que no hay cosa que cambie tanto como el pasado. Es deber de todo historiador genuino abrir puertas, nunca cerrarlas. En cualquier caso, señalo un futuro sendero a hollar si la documentación lo permite: ¿qué significa que el Negociado de Control de Nóminas del Ministerio de la Guerra y que estaba radicado en la DGS supiera que se detraían de la paga mensual las cotizaciones a la UME de los militares a ella afiliados? Es muy posible que cuando se responda a esta pregunta salgan más sapos y culebras todavía ocultos en los archivos de la época.
Hay otra incógnita fundamental para la que, desgraciadamente, seguimos sin respuesta: la documentación relacionada con la OPERACIÓN MANRIQUE procedió de la DGS. Es obvio que toda esta, y los documentos relacionados con la UME y la SSE, cayeron en manos de los vencedores. Pero el investigador debe plantearse la cuestión de que lo más verosímil es que estuvieran también en los propios ministerios de la Guerra y de Gobernación antes de la sublevación. Esto induce a pensar que serían conocidos no solo en la primavera de 1936, sino también antes. No cabe descartar que Franco y Gil Robles, a diferencia de Azaña y Casares Quiroga, hubiesen tenido una mejor idea de los resultados que arrojaban los dispositivos de protección de la República.
También habría sido posible que los obtenidos por la SSE en la primavera de 1936 los hubieran conocido los derechistas incrustados en la operación. El sabotaje de las labores de Alonso Mallol, Buzón, Casares o Moles pudo no ser el resultado solamente que todo el mundo imputa a Martín Báguenas, un sinvergüenza de tomo y lomo, sino también de mu- chos otros. Se trata de vías que no hemos considerado por falta de documentación. Debemos mencionarlas para reforzar las más importantes conclusiones operativas que podrían aducirse al explicar los fracasos a la hora de neutralizar a los más conspicuos conspiradores. En el mismo sen- tido debemos subrayar la significación de la postergación absoluta del director general de Seguridad, Santiago Hodson. Lo que escribió Azaña es, mientras no se demuestre lo contrario, totalmente inexacto. Nada hace pensar que el capitán Santiago no fuese leal a la República, pero con dicha postergación, políticamente comprensible, el Ministerio de Gober- nación perdió una baza importante que, por lo que sabemos, jamás se in- tentó aprovechar de alguna otra manera. Durante la guerra se refugió en la embajada de México y se exilió a este país.
Su sucesor, Alonso Mallol, sin duda heredó ficheros y conocimientos, pero a pesar de su buena voluntad, y por razones no documentadas, ni Azaña, ni Casares ni Moles tampoco le hicieron demasiado caso. Esta responsabilidad no hay forma de quitársela. De haber cortado la conspiración militar es posible que la República hubiera tomado una orienta- ción derechista, incluso bordeando el fascismo, pero España se hubiera ahorrado la guerra civil. Desgraciadamente, no es posible prever los contornos del futuro ni tampoco identificar las bifurcaciones históricas, como la de las elecciones de 1936, en las cuales un país puede tomar una senda en lugar de otra.
He cargado las tintas contra Casares Quiroga. Que no hiciese el menor caso a los rumores que le llegaran de La Coruña es incomprensible. Que Pérez Carballo no le hubiera manifestado su incomunicación con el general Salcedo me parece algo más que extraño. ¿O le engañó la SSE? Misterio. Como también lo es que se pasara por el arco de triunfo las admoniciones de Vega Manteca. ¿En qué estaba pensando el señor presidente del Consejo y, encima, ministro de la Guerra? He pasado revista a algunas de las explicaciones que se han aducido en la literatura. En general, no me convencen. El resultado es que no se paró ni la insurrección en Galicia ni, para colmo, en Andalucía, dos territorios de importancia algo más que estratégica y en los cuales el éxito, fácil, de la conspiración determinó la suerte de la guerra. ¿Tenía Casares Quiroga miedo del alto mando?, pero Yagüe no lo era y lo dejó escapar sin apenas un rapapolvo.
¿Pecó de un exceso de confianza?
Por eso he rescatado el informe del gobernador de Granada. Lo publicó Martínez Barrio en sus memorias, pero ha quedado apartado en el trastero de los papeles olvidados. En mi opinión es congruente con los vectores que se pusieron en marcha un mes después en la explosión de julio: entre ellos, la energía y el compromiso de los mandos intermedios en el golpe, el beneplácito de su general, el aviso a los compañeros «traidores» de que se les trataría como a los conejos. Y, enfrente, las fuerzas leales: una Guardia Civil relativamente esquiva, unos Asaltos en principio dispuestos, pero insuficientes para contener una sublevación en toda regla, y la policía municipal para hacer frente a toda una guarnición fuertemente armada. No podría haberse ilustrado mejor lo que ocurriría en muchos otros lugares de España donde triunfó el golpe. Fiar el destino de la República a un conglomerado de fuerzas heteróclitas para hacer frente al Ejército, provisto de armas pesadas y sometido a una disciplina de guerra, fue un error existencial.
Sobre las razones de Azaña para no actuar con la necesaria contundencia a lo largo de la primavera de 1936, ni que tampoco ordenara que se hiciese, se ha discurseado mucho. No fue por una sola razón. Fue más bien una combinación de concausas. Desde luego este libro muestra que puede descartarse la que sigue siendo aducida de manera prominente por muchos historiadores: la esperanza de que el golpe sería, más o menos, una repetición mutatis mutandis del intento de 1932. El volumen, extensión y naturaleza de las informaciones de que el Gobierno disponía y los recursos orgánicos a sus órdenes la invalidan.
Azaña desaprovechó la ocasión de asentar su autoridad desde el primer momento. Relevar de sus cargos a Goded y Franco no fue suficiente. Hubiera debido ponerlos en disponibilidad. También a Cabanellas. Sospecho que Masquelet, aunque leal, no dio la talla. Tampoco, me temo, el sucesor de Franco, Sánchez-Ocaña, y no me cansaré de repetir que sus papeles e incluso su hoja de servicios han desaparecido. Dicho general, junto con Casares, Moles y, no en último término, Galarza, constituye la cuarta de las grandes incógnitas que encierra este libro. ¿Quién hubiese podido prever en 1936 que, dos años después de terminada la guerra civil, Galarza iba a estar en el centro de una operación cuya importancia fue tal que su nombramiento como ministro de la Gobernación despertaría la alegría en la cumbre del Gobierno británico, cuyo líder máximo empujaba una operación para sobornar a los supuestamente fieles paladines de Franco?
En mi modesta opinión, ninguno de los rectores de la política de seguridad republicana sale bien de esta historia. No lo hace Casares Quiroga, a pesar de los esfuerzos hechos para redimirlo; no sale bien Moles, evaporado; tampoco sale bien el presidente de la República. Anticipo que esto provocará posiblemente une levée de boucliers entre colegas y lectores. He tratado, sin embargo, de ser ecuánime. No he regateado el aprecio con que consideraron a Azaña dos de los mejores embajadores que sirvieron a sus países de origen con lealtad e inteligencia: sir George Grahame y Jean Herbette (sin tener en cuenta la evolución posterior de este último). He enfatizado una y otra vez las circunstancias extenuantes que pudieran esgrimirse en favor de Azaña, ante todo la imposibilidad de conocer o de detectar la conexión fascista, pero nada de ello impide que haya que esta- blecer la tesis de que, al menos, algo más y mejor podría haber hecho para desbaratar la conspiración.
Que en junio Barcia dijera a Herbette que el Gobierno pensaba en trasladar a Mola y no hiciera nada es una muestra de miopía y de falta de previsión que España pagó muy caro. También la propia República. En todo caso, la responsabilidad por la guerra civil no cae sobre ninguno de ellos. Fue única y exclusivamente un proyecto puesto en circulación por un sector, el más doctrinario y el más obtuso, de las derechas. También sé que esto va en contra del sedicente «revisionismo» (una expresión muy desafortunada, ya que toda historia genuina es, por definición revisionista) que pretende basarse en «pruebas» objetivas y analizarlas con espíritu puramente científico. Invito a que traten de descalificar las que se han aportado en los cinco libros que he escrito o coescrito sobre la conspiración por parte de Franco y de otros. Hasta ahora nadie lo ha hecho con, digamos, la EPRE adecuada. Sí se ha hecho con meros dicterios. Cada uno a lo que sabe.
Finalmente, con el último capítulo de esta obra creo haber redemostrado ad nauseam que el apoyo a la conspiración por parte italiana fue fundamental. Mussolini declaró la guerra a la República el 1.º de julio de 1936. Ya lo había argumentado en una investigación anterior. En esta identifico las coordenadas en que tal declaración in pectore se produjo y exploro algunas inequívocas pruebas adicionales que así lo demuestran. Lo hago basándome en el episodio conocido, pero insuficientemente apreciado, de la llegada de los primeros aviones italianos a Marruecos. Los interrogatorios de las autoridades francesas a los aviadores fascistas que cayeron en su poder ratifican la tesis sin la menor sombra de duda.
¿Y qué pasa con los camelos divulgados por Arrarás y Bolín, amén de otros seguidores, sin excluir a un conocido general de división en el Ejército del Aire o un profesor norteamericano que no suelo mencionar? Pues que sus fantasías van adonde deben ir: al proverbial basurero historiográfico.
En definitiva, se cumple algo que siempre he señalado en relación con la versión de los vencedores: en casi todos los puntos fundamentales no fue más que un ejercicio continuado de Projektion. En este caso, el griterío ansioso, permanente, abracadabrante, ante la supuesta garra moscovita que no menos supuestamente iba a acogotar a la España eterna e inmortal y convertirla en un peligro para la civilización europea, cristiana y occidental, se torna en la demostración documental e implacable que quienes quisieron acabar con la República fueron los conspiradores monárquicos, civiles y militares, con el apoyo garantizado de la primera potencia fascista. Y eso que no pudieron, aunque lo intentaron, garantizarse el de la segunda, mucho más potente y peligrosa. No solo para la democracia republicana, sino también para la europea.
Nadie mejor que los plumillas al servicio del Ministerio de (Des)Información y Turismo para presentar en tonos brillantes el camelo en aquella época fundamental:
El Movimiento Nacional, desde su primera hora, desde su minuto inicial, había respondido en principio a una originalidad de conducta inatacable. El Levantamiento español, que abrazaba de igual forma al Ejército, la Falange, los sectores tradicionalistas y monárquicos, no contó con nadie extraño a ella, a España, para organizar la Cruzada […] Unos meses más tarde y España se hubiera convertido en filial moscovita. Solo la injerencia francesa y la del comunismo internacional convirtió la batalla España en centro de más graves conflictos.2
Los tiempos han cambiado. Las formas también. Lo mismo que los argumentos, hoy algo más sofisticados. Se acentúa el caballerismo. El miedo. Pero las esencias permanecen. Hay que mantener el relato porque de lo contrario ¿cómo defender lo difícilmente defendible, la marcha querida hacia la guerra? Se inflan los disturbios, los asesinatos, las muertes, la violencia. Son las últimas astillas a que agarrarse. En ello, ¿quiénes han desbancado a Rafael Cruz o a Eduardo González Calleja?
La no identificación del enemigo: un ejemplo foráneo
Incurrir en un fallo grave de no identificación suele tener consecuencias calamitosas. Ahora bien, como no soy de esos autores proclives a la flagelación del pasado español quisiera terminar estas conclusiones con un episodio que, en lo que sé, hasta ahora no se ha conocido. No se refiere a España. Es una historia de espías y de las insuficiencias de un primer ministro, también malorientado.
Pocos lectores tendrán, espero, la menor duda de que mientras el Reino Unido puso en práctica una política de neutralidad negativa hacia la República española durante la guerra civil, su principal preocupación fue evitar un conflicto europeo. Es lo que llevó a Neville Chamberlain a intentar despegar vanamente a Mussolini de Hitler, a acentuar la política de apaciguamiento de los dictadores fascistas y a mantener distancias con respecto a la Unión Soviética. Incluso, en algunos momentos, a presionar a los gobiernos franceses. Al tiempo, los servicios de inteligencia y los órganos pensantes del funcionariado civil y militar británico fueron determinando, con creciente confianza, que el futuro enemigo sería el Tercer Reich. Todo esto es sabido y ha generado una abundantísima literatura.
Siempre hay sorpresas. El 23 de mayo de 2013, el proceso de desclasificación documental en los Archivos Nacionales británicos afectó, por fin, a un expediente con un título prometedor: Political Memoranda on European Strategic Issues. Cubre un lapso de tiempo limitado: del 27 de enero de 1939 a 21 de octubre de 1941. Se trata de un período que en principio podía interesarme cuando abordé el esclarecimiento de lo que denominé OPERACIÓN SOBORNOS (el pago de cuantiosas propinillas a generales muy próximos a Franco y a su propio hermano para que influyeran sobre él y no entrara en guerra al lado del Eje). Por desgracia no encontré nada a tal respecto, pero sí unos cuantos papeles que reflejaban, aunque mal, otra historia.
El 19 de febrero de 1938, sir Vernon Kell, jefe del servicio de contraespionaje interior o MI5, envió un informe a Chamberlain, estampillado de máximo secreto. El secretario privado del primer ministro, James Cleverly, se lo remitió a su vez al recién nombrado subsecretario permanente del Foreign Office, sir Alexander Cadogan (número dos del ministerio y cabeza del cuerpo diplomático), con orden explícita de que solo debían leerlo él y el ministro. Cadogan lo recibió en la misma fecha, que, lo que son las cosas, coincidió con un momento de crisis ministerial, ya que al día siguiente dimitió el ministro de Exteriores, Anthony Eden. De la cartera se hizo cargo Lord Halifax.3 Hay que imaginar que Cadogan se lo pasaría a este, pero tal vez no. En el margen izquierdo del informe consignó a mano:
Proviene de una fuente de cuya autenticidad no albergo la menor duda. He dado mi palabra de honor de no revelarla. Lo único que puedo decir es que la acepto con absoluta seguridad. Me veo obligado a ordenar que se ponga el máximo cuidado en la utilización de este informe.
El expediente no contiene más documentación hasta enero de 1939. En ese momento, una anotación marginal dice simplemente «Visto.28.1». Otra, fechada al día siguiente, consigna: «Informe solo visto por el ministro y sir A. C. y devuelto al PM. 29/1».4 Es decir, si Halifax lo vio en febrero de 1938, transcurrieron doce meses sin que, al parecer, se tomara ninguna medida (salvo, evidentemente, que lo que se hubiera hecho no se incluyera en el expediente). Tampoco imagino, pero no lo descarto, que Halifax no lo hubiese visto hasta enero de 1939. No me he topado en mi vida con un documento desclasificado que hubiera seguido un procedimiento tal.
¿Qué contenía, pues, «la papela»? Ante todo, la mención de que su fuente era una muy segura en Berlín y que, por razones de confidencialidad, no podía identificarse por escrito. Dado que el transmisor fue el jefe del contraespionaje y no el del espionaje (MI6 dependía, además, formalmente del titular del Foreign Office), hemos de suponer que procedería o bien directamente de Berlín o indirectamente de alguien muy importante en Londres, alemán o no. En realidad, no hay muchas alternativas.
El informe, que no reproduciré aquí, era una lista detallada de los pasos que Hitler se proponía realizar a lo largo de 1938. Los anticipó con precisión matemática. La anexión de Austria en marzo, el acoso a Checoslovaquia en el verano, la incorporación de los Sudetes después. Es más, en relación con la guerra civil española se afirmaba que Mussolini iba a enviar más hombres (a pesar de los acuerdos anglo-italianos) y que Alemania remitiría grandes cantidades de material. Todo ello se cumplió rigurosamente. La fuente, muy crítica con el Gobierno de Londres, afirmó que el Reino Unido había permitido que los triunfos que tenía en su mano se le cayeran de ella, uno tras otro. Si a pesar de todo llegaba a adoptar una actitud firme probablemente Hitler se lo pensaría dos veces. El ejército nazi no estaba todavía en condiciones de hacer frente a una guerra larga. En referencia a la fuente se afirmó: «Cuando abordó estos temas, nuestro amigo dio muestras de desesperación y dijo “los ingleses piensan que son prudentes y fuertes. Se equivocan: son estúpidos y débiles”». Por último, se señalaba que el hasta entonces embajador nazi en Londres, Joachim von Ribbentrop, había regresado a Alemania con la idea de que no era posible hacerse amigos de Gran Bretaña (algo totalmente cierto y demostrado) y que la única forma de tratar con los ingleses era forzarles por otros medios a entrar en razón. La fuente señaló: «Inglaterra no entiende a gente como Ribbentrop y comete el error de aplicar sus ideas en materia de reflexión y diplomacia a la hora de tratar con ellos». En opinión del informante, la situación evolucionaba de una forma tal que la guerra era inevitable. Así fue, en 1939.
Ni que decir tiene que el primer ministro y probablemente su secretario privado conocieron el nombre de la fuente al remitir a Cadogan el informe. Este último, a lo que parece cumpliendo instrucciones, lo devolvió a finales de enero de 1939 al secretario de Chamberlain, pero se sintió obligado a añadir una nota al expediente y se quedó con una copia del informe. Esta y la nota han estado clasificadas la friolera de setenta y cinco años, una de las cotas más elevadas previstas en la legislación británica. Fue en esa nota donde, negro sobre blanco, se reveló la fuente que un año antes había dado la información a los británicos. Se trataba ni más ni menos que del propio ministro de Finanzas del Tercer Reich, el conde Schwerin von Krosigk. Este caballero formó parte de los gobiernos desde la época de Von Papen en 1932 hasta el hundimiento del Tercer Reich. Una fuente más elevada es difícil de hallar.
No es propósito de este libro abordar las formas y maneras en que desde Londres se aplicó la política de apaciguamiento de los dictadores nazi-fascistas. Fue un fracaso que tuvo como víctima no colateral sino directa a la República española. Lo que quiero señalar es que, aun habiendo identificado al enemigo, en temas de guerra y paz no es fácil tomar una decisión que pueda torcer el curso de los acontecimientos si se dejan a la dinámica que impulsan sus promotores. Es cierto que el Reino Unido empezó a rearmarse, una gran decisión que tuvo efectos estratégicos con posterioridad. Lo hizo Chamberlain en 1938-1939. Pues bien, esto fue algo relativamente similar a lo que había llevado a cabo el dúo Azaña- Casares dos o tres años antes con sus preparativos para evitar la sublevación, pero sin llegar a atajarla. Estratégicamente, se equivocaron. Contra una parte del Ejército sublevado no servían como oponentes ni la Guardia Civil ni la de Asalto. Tácticamente, y malorientados, también se equivocaron de adversario.
Desde el punto de vista de la importancia de la información suministrada por los servicios de inteligencia también puede establecerse un cierto paralelismo. Obtener una idea precisa por anticipado, que además fue haciéndose realidad tangible a medida que se desarrollaban los proyectos del Führer, no sirvió de mucho. Chocaba con preconcepciones, preocupaciones o intereses supuestamente superiores. Se descartó. En el caso, muchísimo más modesto, español también ocurrió algo similar. Una comparación quizá exagerada, pensará algún lector. No sin razón. Pero no es lo mismo escribir sobre historia, a la salva distancia de muchos años, que hacerla o —más frecuentemente— padecerla.
Termina esta investigación con una pregunta similar. ¿Cuándo la guerra civil se hizo inevitable? ¿Cuándo lo fue el segundo conflicto europeo? Hay razones para pensar que es oportuna la doble pregunta, porque ambos procesos acabaron interrelacionándose. Justificarlo requeriría, por lo menos, otro capítulo de este ya largo volumen. Tampoco es posible intuir si Dolores Ibárruri, Enrique Líster, Federico Escofet y, en particular, los miembros del POUM y de la CNT/FAI, con quienes empecé el presente trabajo de la mano de Jaime Camino, hubieran estado de acuerdo con mis conclusiones. Pero es un hecho que, en general, a las viejas memorias las sustituye, por fin, la contemplación más o menos serena de la historia escrita descifrada por quienes entonces todavía no habían nacido.
Una referencia última. En 1934, las Cortes españolas discutieron el proyecto de ley de amnistía a los condenados por la Sanjurjada (Gaceta del 25 de abril). Cuando su aprobación ya no ofrecía lugar a dudas, uno de los agentes franceses que trabajaban para la embajada republicana en París escribió lo siguiente el 7 de marzo:
L’avenir nous apprendra si le magnifique geste de pardon et de concorde fait par la République Espagnole sera récompensé comme elle le mérite. Pour ma part, je reste hélas fort pessimiste ayant recueilli depuis que je m’occupe de cette question tant de bruits inquiétants et divers pour l’avenir.5
Algo similar dice Antonio Cordón que pensó también por entonces. El desconocido agente galo anticipó mejor el futuro que la derecha republicana. Era entonces brevísimo ministro de Justicia Salvador de Madariaga, exembajador en París. No extrañará que se inventase a un personaje como «representante» de la DGS y que lo pusiera como chupa de dómine. Madariaga engañó a sus lectores. A finales del mismo mes de marzo, en el comienzo de lo que habría de ser un asalto en toda regla a la República, el eminente conspirador monárquico Antonio Goicoechea, acompañado por el general Barrera y una representación carlista, se entrevistó con el Duce y puso en marcha el mecanismo que habría de llevar al apoyo fascista al golpe, incluida su materialización terrorista. Todo por su patria.
Porque no fue para salvar a España. El golpe se preparó con razones y motivos espurios, que se olvidan o, en el mejor de los casos, se disminuyen y cambian. Se sedujo a una buena parte del Ejército. Se presentó una realidad en parte inventada a los sectores de la población más derechistas y menos afectos a una democracia débil, pero democracia al fin. El Gobierno no supo parar el golpe. Con la intervención nazi-fascista declarada y la retracción de las democracias (los británicos ensimismados en sus propios prejuicios), la guerra la perdió la República casi desde el primer momento. Las circunstancias exteriores, en lo sustancial, es decir, en su estructura, no cambiaron lo suficiente.
En contra de lo subrayado por algunos de sus abnegados defensores, Mola, el destructor, se subordinó con rapidez a Franco. Conoció muy pronto el desencadenamiento del apoyo italiano. Envió agentes a Berlín basándose en antiguos contactos de medio pelo. Incluso algunos inventaron artificialmente una oposición con Franco que no existió. El 3 de agosto de 1936, Mola telegrafió al nuevo jefe del Ejército de África y le pidió que se pusiera en contacto con Agramonte, todavía embajador en la capital del Tercer Reich. El diplomático debía comunicar a las personalidades políticas del lugar que él, Mola, estaba absolutamente identificado con el afortunado receptor de la ayuda italiana y alemana y que lo estaba «en el orden militar y en el proyecto de reconstrucción nacional». A buen entendedor… Ni Maíz ni Iribarren lo dieron a conocer. Los republicanos, en cambio, sí se enteraron al interceptar el radio. Otra leyenda que se entierra merced a la por algunos denigrada EPRE.
Cada palo debe aguantar su vela; los defensores de los conspiradores de la época también. Para ser algo más literato terminaré con una conocida cita de Eugene O’Neill:
The past is the present, isn’it?
It’s the future, too
We all try to lie out of that but life won’t let us. 6
Este podría ser uno de los lemas implícitos en la futura Ley de Memoria Democrática que se anunció en un programa del Gobierno de España en 2020.
Notas
- Díaz Sandino, De la Conspiración a la Revolución, 1929-1937, Ediciones Libertarias, Madrid, 1990, p. 91. Sobre los orígenes fue muy confuso e incluso los situó en los miembros del clero.
- «Grandi», Togliatti y los suyos en España, Temas Españoles, nº 118, Madrid, 1954, p. 16
- Para el momento, de un intenso dramatismo, Bouverie, Appeasing Hitler. Chamberlain and the Road to World War, Londres 2019, pp. 162-170.
- TNA: FO1093/156. No se menciona en el libro anterior, que es el último que he leído sobre el apaciguamiento británico en el momento de escribir estas líneas. Una obra relativamente antigua, pero que contiene un gran volumen de información sobre lo que el Estado británico fue sabiendo de la Alemania nazi es la de Wark, pero deja de lado los servicios de espionaje exterior e interior.
- «El futuro nos dirá si el magnífico gesto de perdón y concordia de que ha dado muestra la República española tendrá la recompensa que se merece. En lo que a mí respecta, por desgracia sigo siendo bastante pesimista tras haber recogido tantos y tan diversos rumores inquietantes de cara a ese futuro.» Mejor análisis que el del engolatrado embajador en sus displicentes memorias.
- «¿Acaso el pasado no es el presente? ¡Pero si también es el futuro! Todos nos engañamos al querer escaparnos de ello, pero la vida no nos deja.»
Índice de la obra
1. La República crea dos dispositivos de vigilancia 23
La «vieja memoria» – Tiempos convulsos de rodaje del nuevo régimen – Un primer dispositivo: Gobernación y Guerra contra actividades comunistas – Otro dispositivo: Estado y Gobernación contra los manejos monárquicos en Francia – Propaganda contra la República
2. Italia, territorio «hostil» 55
La Italia fascista proclive a la agresión – Italia y ciertos españoles – Un gran acontecimiento monárquico – Y Primo de Rivera, ¿qué?
3. Un compás de espera 77
En el bienio radical – Los monárquicos y la UME – La reacción de Gobernación
4. Al acecho de lo que se movía en el Ejército 101
MANRIQUE domina la escena – La atracción por los pistoleros – La versión castiza del servicio de inteligencia exterior – Una visión foránea del panorama militar español
5. Servicios de inteligencia al quite, pero no tanto 117
Marina, Guerra y Gobernación colaboran – Contra la UME mejor no activarse – El capital ideológico de la UME – Amenazas en el Ejército, pero ¿de quién? – Unas cuantas preguntas a Franco en el filo de la navaja – El control de «extremistas» en el Ejército: algunos datos – Una pequeña contrastación documental
6. Un cambio de Gobierno con sorpresas 49
En campaña electoral – Queipo de Llano (¿ya conspirando?) viaja a París – Al filo de las elecciones – El capitán Santiago Hodson desaparece de la escena
Parte Segunda. En los tiempos del Frente Popular
7. Delirios sobre una República en vías de sovietización 179
El mundillo castrense, objetivo conspiratorio – Un entierro decisivo – La percepción de la embajada nazi en la primavera de 1936
8. La gran desinformación 205
La SSE en la primavera de 1936: no se sabe mucho – Dezinformatsiya a la española – De la dezinformatsiya a la maskirovka: la sinigual aportación de Félix Maíz, fuente de historiadores – Epígonos: los mitos (casi) nunca mueren – Béla Kun y la «garra de Moscú» en el origen mismo de la represión franquista
9. Una previsión de guerra y una incógnita republicana 241
La primacía de Sanjurjo – En anticipación de una guerra – Una interrogante republicana – Embajadores sobre España – Señales de humo
10. Entre adversarios externos e internos 269
Inquietudes y cambios militares con ultimátum incluido – ¿Actuaciones gubernamentales encubiertas? – Política pública vs. conspiración e instrucciones ambiguas
11. Inacciones escasamente comprensibles 301
Granada: un borrón indeleble – La DGS en el 20 de abril de 1936: mirando hacia otro lado – ¿Despiste à gogo?
Explicaciones, más explicaciones… – ¿Por dónde iban los comunistas? – El crucial testimonio de Zugazagoitia – Azaña en 1936 y los anarquistas – Los militares engañan a Azaña: López-Pinto, Cabanellas, Queipo de Llano – ¿Contribuyó Franco al engaño? Su carta a Casares Quiroga – El dúo Azaña-Casares en 1932 y en 1936 – ¿De la UMRA a Casares y de Prieto a Casares? – Una coda sangrienta: Mola, el destructor
13. El vector exógeno entra, por fin, en funcionamiento 385
Franco y el cónsul fascista en Tenerife – A punto de sublevarse, Franco solicita, ¿quién lo diría?, pasaporte italiano para sí mismo y dos acompañantes – Los aviones de Saidia y del Muluya – Los interrogatorios franceses y sus resultados – Los contratos y su encaje en la política mussoliniana
14. A manera de conclusiones 417
Condiciones suficientes – Una interpretación no profranquista – La información de los «conspirados en contra» – Abriendo puertas – La no identificación del enemigo: un ejemplo foráneo
Anexo documental 441
Fuentes primarias y bibliografía 525
Listado de siglas y abreviaturas 537
Índice onomástico y analítico 541
Portada: Azaña y Casares Quiroga con Franco y otros militares en A Coruña, 1932 (foto: archivo ABC)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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