Ayer, 8M, pusimos la mirada en las milicianas en la Guerra Civil. Cuando pensamos en ellas, nos vienen a la cabeza imágenes de mujeres valientes, de mirada desafiante, sonrientes, jóvenes y entusiastas, ataviadas con monos azules y gorros rojinegros, fusil al hombro, muchas veces acompañadas de sus compañeros hombres. Imágenes icónicas que reflejan la igualdad entre los hombres y las mujeres que se alistaron en las milicias para luchar contra el fascismo que venía a arrebatarles sus derechos.
¿Pero fue real esta igualdad, o una simple construcción en el imaginario colectivo?
Si escarbamos un poquito en nuestra historia, descubriremos que hemos
romantizado la figura de las milicianas, pero también la de los
milicianos y la del propio gobierno republicano.
Las mujeres en la milicia, tuvieron que luchar no sólo en contra del enemigo común, el fascismo, sino que también tuvieron que librar una batalla contra el machismo imperante, en el frente y en la esfera política.
Utilizadas como instrumentos a conveniencia de las necesidades de los hombres y del gobierno, señaladas como culpables para justificar esa manipulación, una vez más, fueron objetos en vez de sujetos.
En los primeros meses de guerra, la figura heroica de las milicianas se convirtió rápidamente en símbolo de la movilización del pueblo español en contra del fascismo. La imagen que se difundió fue la de heroína, siendo “elogiadas como símbolos de la generosidad, el valor y la resistencia popular antifascista” (Mary Nash, “Rojas. Las mujeres republicanas en la Guerra Civil”). Las milicianas fueron utilizadas como maniobra propagandística del gobierno para dar una imagen progresista internacional con el objetivo de conseguir más apoyos de otros países democráticos y también como manera de apelar al deber viril de los hombres y movilizarlos, lo que hoy en día llamamos masculinidad frágil: si las mujeres luchan en el frente, nosotros no podemos ser menos.
La llamada de las enfermedad venérea, también fue una estrategia de “practicidad”. Se pretendía que se alistaran en el frente sirviendo en tareas de apoyo, tareas de cuidados, tareas “de mujeres”, para que los hombres tuvieran todo su tiempo y energía para combatir.
En la práctica, en el frente, existió un marcado grado de división sexual del trabajo, ya que, normalmente, las mujeres realizaban las labores de cocina, de lavandería, sanitarias, de correo, de enlace y administrativas. Los propios compañeros, en teoría hombres con ideas progresistas, en su mayoría discriminaban a sus compañeras y las relegaban a la retaguardia, a realizar tareas de apoyo e incluso algunos se burlaban de las que se empeñaban en empuñar las armas y de las que mostraban sus emociones.
Esta situación queda reflejada en varios textos del libro “Mi guerra de España” de la miliciana Mika Feldman, también conocida como Mika Etchebéhère:
“-Vamos,
moza, deja de llorar. Llorando con lo valiente que eres. Claro, mujer
al fin… La frase me cruza como un latigazo. El dolor y la humillación me
hacen apretar los puños y arder la cara. Levanto despacio la cabeza
buscando una respuesta que lave la ofensa. Solo acierto a decir: -Es
verdad, mujer. Y tú, con todo tu anarquismo, hombre al fin, podrido de
prejuicios como un varón cualquiera.” (pág 483).
“El sargento de la
Legión viene a decirme que los hombres se niegan a barrer y a recoger
sus camas porque es un trabajo de mujeres que pueden hacer nuestras
cuatro milicianas.” (pág 65).
Si bien la mayoría asumía el rol asignado, algunas milicianas no se conformaban con participar en las labores auxiliares, sino que, decepcionadas al verse relegadas por sus compañeros, reivindicaron su derecho a tomar las armas:
“He oído que en vuestra columna las milicianas tenían los mismos derechos que los hombres, que no lavaban ropa ni platos. Yo no he venido al frente para morir por la revolución con un trapo de cocina en la mano.” (Manuela, enrolada en el Quinto Regimiento, decide trasladarse a la columna del POUM)
Pero incluso aquellas que se rebelaban contra este papel asignado, sentían que tenían que demostrar continuamente su valía y doblar esfuerzos realizando tareas en el frente y en la retaguardia, algunas de ellas con grados y responsabilidades.
Es el caso de Casilda Méndez o de Mika Etchebéhère, cuyos testimonios están atravesados por las dudas sobre su propia capacidad para actuar correctamente, para “mandar” pero de forma distinta a los hombres. Pasaban de las labores de intendencia a las responsabilidades del frente continuamente. Se preocupaban del cuidado de los combatientes, de su salud y bienestar precarios en las trincheras. Y no parecían asumir del todo ese protagonismo que indudablemente tenían. Casilda repite varias veces que “en realidad, no he sido protagonista de grandes hechos. He sido siempre segundona”. Mika cuenta que “Una vez más me descubro capitana madre de familia que vela por sus niños soldados” (“Mi guerra de España”, pág 22).
De heroínas a prostitutas
Tras esos primeros meses, la imagen de las milicianas cambia rápidamente y pasan de ser el símbolo de la lucha antifascista a representar un supuesto obstáculo para el buen funcionamiento de la maquinaria de guerra: ya no serán las heroínas de la clase obrera, sino las prostitutas que transmiten enfermedades venéreas a las tropas en los frentes.
Con la creación del Ejército Popular de la República, por recomendación de militares profesionales las mujeres son expulsadas de los combates. Estos dos hechos (el cambio de imagen de las milicianas y la expulsión de las mismas del frente ocurren paralelamente). Y esto no es casual.
Las mujeres ya no eran útiles como iconos en el frente, sino en la retaguardia para sostener los hogares y como mano de obra en las fábricas, por tanto, como si de fichas de ajedrez se tratase, las “mueven” al hogar nuevamente. ¿La jugada? Desprestigiar la figura heroica de las milicianas usando como estrategia la culpa (esa que persigue a las mujeres desde la caza de brujas), utilizando el manido argumento de mujer=puta. Así que se difunde lo que hoy llamaríamos un “bulo”, la creencia de que la presencia de milicianas, a las que crecientemente se las identificaba con las prostitutas (a pesar de que su número no fue significativo), favorecía la propagación de enfermedades venéreas entre los soldados. El sexólogo anarquista Félix Martí Ibáñez, impulsor de la legalización del aborto en Cataluña en diciembre de 1936, en un folleto titulado “Mensaje eugénico a las mujeres” afirmaba: “Y vosotras, mercenarias o medias virtudes… que en plena Revolución intentasteis convertir la tierra sagrada del frente empapada en sangre proletaria, en lecho de placer ¡Atrás! Si el miliciano os busca, que lo haga en sus horas de licencia y bajo su responsabilidad moral, ayudado por los recursos higiénicos de rigor. Pero no vayáis a desviarlo de su ruta y a poner en el acero de sus músculos la blandura de la fatiga erótica…no podéis despedir vuestra antigua vida yendo a sembrar de males venéreos el frente de batalla… La enfermedad venérea debe ser extirpada del frente, y para ello hay que eliminar previamente a las mujeres.”
Nuevamente, las mujeres
tienen que salir en su propia defensa. Algunas milicianas, como Fidela
Fernández de Velasco, se rebelaron contra la campaña de descrédito
contra ellas, especialmente en lo que hacía referencia a la supuesta
abundancia de prostitutas en sus filas:
“Sí que había prostitutas,
pero estaban sobre todo en la retaguardia. Allí ejercían su oficio. Pero
eso no tenía nada que ver con nosotras, con las que luchaban. Y
nuestros camaradas lo sabían muy bien. Ninguno se hubiera atrevido a
acercársenos demasiado. No nos veían como mujeres. Ni que hubiesen
querido. Nosotras estábamos en las trincheras tan sucias y empiojadas
como ellos, luchábamos y vivíamos igual que ellos. Para ellos no éramos
mujeres sino sencillamente uno más.”
La realidad fue que en este
punto de la guerra, era necesario cubrir puestos de trabajo que los
hombres que se alistaron en el frente habían dejado vacantes. La
“utilidad” de las mujeres estaba ahora en la retaguardia, como mano de
obra en las fábricas, en servicios sociales, educativos o de apoyo a los
combatientes y también en el hogar.
Su labor, una vez más, fue determinante en hacer posible la supervivencia de la población en las peores condiciones.
La decisión de expulsar a las milicianas del frente mediante la campaña de desprestigio y la fuerte propaganda sobre la necesidad de las mujeres en la retaguardia, fue ampliamente apoyada por partidos, sindicatos e incluso por las propias organizaciones femeninas.
Francisco Largo Caballero, presidente del gobierno de la República y ministro de Guerra, aprobó decretos militares que ordenaban la retirada de la mujer del frente de combate, además de persuadir a voluntarios extranjeros para que las mujeres no se alistaran en la milicia (Mary Nash, “Rojas. Las mujeres republicanas en la Guerra Civil”).
Tanto las mujeres que se alistaron en el frente como las que no, se convirtieron en abundante mano de obra, sobre todo en las fábricas de armamento, en condiciones muy precarias. Soledad Real relata su experiencia al respecto con estas palabras:
“Tenían que trabajar
(las mujeres) sin máscaras, necesarias a causa de las sustancias
venenosas que producían. También tenían derecho a un vaso de leche
diario para desintoxicarse. Pero en lugar de beberlo, lo guardaban para
los niños de la guardería (…) Yo fui a una fábrica de armas y vi a las
mujeres con el blanco de los ojos de color de yema de huevo-y su piel
era también de amarillo asqueroso-. Estaba desconcertada hasta que vi
los carteles que decían “¡Leche para salvar a los niños!”, y otros,
¡Compañeras, no tenemos máscaras, pero nuestros compañeros necesitan
armas!” A las mujeres se las ha obligado por costumbre y educación a
practicar la abnegación. En este caso era tan exagerado que cuando se
compara con el heroísmo de enfrentarse al enemigo, el valor del segundo
disminuye.”
Si bien el número de mujeres en el frente fue más bien
escaso y su participación en la lucha armada duró poco tiempo, cabe
destacar que la figura de la miliciana supuso para la sociedad española
de entonces y para el feminismo actual, un ejemplo de lucha y un gran
avance en los derechos por la igualdad, partiendo de la base de que
pocos años antes de la República, las mujeres apenas tenían derechos y
eran tratadas como menores de edad a cargo de sus maridos. En este
contexto, de sociedad conservadora, de tradición católica y cultura
patriarcal, alistarse en el frente, empuñar armas para luchar contra el
fascismo y ocupar espacios reservados tradicionalmente a hombres, nos
demuestra la valentía de estas mujeres, que las devuelve a su lugar de
heroínas que tanto se empeñaron en falsear y las posiciona como
referentes del feminismo.
Los derechos conquistados por las mujeres
en la Segunda República se desvirtuaron en el transcurso de la
contienda, volviendo a considerarlas un estorbo en aquellos lugares
alejados de su entorno tradicional. La sociedad en general tampoco
estaba preparada para ver a las mujeres fuera de su hogar y de sus roles
tradicionales, con lo cual no fue difícil manipularla a través de la
propaganda para conseguir el apoyo popular en las diferentes decisiones
tomadas por el gobierno.
La dictadura franquista con la complicidad de la Iglesia, aplastó y sepultó cada uno de los derechos conseguidos con la lucha. Vieron a las mujeres como un peligro mortal que había que erradicar porque uno de sus pilares se tambaleaba: la sumisión de la mujer como sierva del hombre, en la casa, en la cama y con las criaturas. No escatimaron medios ni límites en la represión. Las mujeres fueron fusiladas, violadas, torturadas, ultrajadas, humilladas, encarceladas, utilizadas como castigo para los hombres de la República. Todo lo conseguido fue pisoteado y una mugre espesa volvió a oscurecer el día. Su recuerdo hoy nos sigue marcando el camino.
Con esta nota, hemos querido recordar y reivindicar el papel de la figura de la miliciana en la Guerra Civil y las dificultades y discriminaciones que tuvieron que atravesar por el simple hecho de ser mujeres. Pero también aprender de los errores. Hay que ejercer la autocrítica para desprendernos del lastre del machismo que aún hoy seguimos arrastrando. Para ser más fuertes y coherentes contra la intolerancia y el anacronismo del fascismo, es necesario que desde nuestra trinchera luchemos a brazo partido en favor de la igualdad real, continuando el camino que ellas emprendieron actuando con coherencia para construir un futuro mejor y defenderlo.
La Revolución será feminista o no será
Fuente → loquesomos.org
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