Por qué somos republicanos

Por qué somos republicanos
Arturo del Villar

Habrá que estudiar las causas del extraño fenómeno por el que las asambleas de los republicanos terminan siempre con discusiones violentas, y sin poder adoptar ningún acuerdo programático, cuando todos los asistentes estamos convencidos de que el sistema republicano es el único que garantiza la aplicación intensa de la democracia, y desde ella la libertad a las sociedades humanas. A partir de este axioma indiscutible debiera resultar muy sencillo ponernos a analizar los medios imprescindibles para que ese sistema sin trabas llegue pronto a implantarse, pero no es así. Habrá que analizar esos resultados algún día.

En la argumentación de la República parece obligado que sus defensores deben mantener en toda ocasión y circunstancia una actitud discrepante, que impida los consensos entre quienes parten de la misma idea directriz, y les obliga a disolverse enemistados. Por mi parte podría mencionar varios casos demostrativos de la existencia de ese virus. Buscamos un nombre aglutinador de conceptos, como lo fue Federación Republicana en 2003, en la que nos integramos once agrupaciones decididas a favorecer el regreso de la Niña Bonita a nuestro triste país, y acabamos echándonos en cara reproches y descalificaciones. Yo tomé la palabra para manifestar que me avergonzaba aquel espectáculo, y los causantes de esa vergüenza me aplaudieron, por reconocer que tenía motivos sobrados para el comentario. Y se terminó así un proyecto que pareció viable en sus inicios, al procurar la unión de unos grupos defensores del mismo proyecto general.

UN BALANCE DE PI Y MARGALL

 Además de vergüenza también apena leer las confidencias de Francisco Pi y Margall, cuando hizo balance de su trabajo al frente del Poder Ejecutivo de la I República. Las declaró en el ensayo escrito y editado en los mismos días en que los republicanos destruían fogosamente aquella experiencia de libertad ofrecida al pueblo por primera vez en su historia, con la finalización de la monarquía tradicional. Es muy adecuado el título que le impuso, La República de 1873. Apuntes para escribir su historia por F. Pí [sic] y Margall. Libro primero. Vindicación del autor, y lo editó a su costa en la Imprenta, Estereotipia y Galvanoplastia de Aribau y Cía., en Madrid en 1874. En la página 4 se halla esta lamentable confesión:

He perdido en el gobierno mi tranquilidad, mi reposo, mis ilusiones, mi confianza en los hombres, que constituía el fondo de mi carácter. Por cada hombre leal, he encontrado diez traidores; por cada hombre agradecido, cien ingratos; por cada hombre desinteresado y patriota, ciento que no buscaban en la política sino la satisfacción de sus apetitos.

Triste resumen de una actuación sin tacha, en la que logró impedir dos conatos de pronunciamientos militares contra el recién nacido sistema popular, y tuvo que intentar poner paz entre los propios partidarios de la República, escindidos en varias tendencias: las predominantes eran la unitaria y la federal, pero esta segunda se dividía en dos corrientes, una partidaria de los pactos y otra contraria, y a su vez los pactictas se separaron en otros dos pareceres, conocidos como los benevolentes y los intransigentes. El 21 de noviembre de 1872 el Partido Republicano Federal se rompió definitivamente, con la dimisión de su Directorio, de modo que al proclamarse la República poco más de dos meses después, carecía de solvencia y no podía invocar ningún principio de autoridad por hallarse desunido.

Los trabajos de Pi por asegurar la supervivencia del nuevo régimen político solamente le causaron disgustos y desgracias. Incluso tuvo la suerte de salir ileso de un atentado sufrido en su propia casa el 3 de mayo de 1874: un cura se trasladó desde Orense a Madrid con el propósito de realizar lo que debió de considerar un auto de fe, y le disparó varios tiros con una pistola que alguien le entregó para que cumpliera tal misión. 

Todos sus desvelos resultaron estériles, ante la cerrazón de quienes se consideraban republicanos, y lo que ponían en práctica era una aniquilación acelerada de la Republica. El Episcopado disculpó la acción del cura alegando que estaba loco, y la actividad de las masas en su afán autodestructivo sin duda merecería el mismo diagnóstico de un psiquiatra. 

Así se perdió la primera posibilidad de permitir al pueblo español el ejercicio de la libertad a la que tenía derecho. Porque los pueblos siempre tienen unos derechos inalienables a vivir dentro de las facultades ofrecidas por su condición de sociedades humanas constituidas para un bien común. Otra cosa es lo que les permitan las autoridades en cada caso.

CALUMNIAS CONTRA AZAÑA

Si Pi y Margall es el político más representativo de la I República, el que encarnó a la II es sin duda Manuel Azaña. Un hombre de carácter severo, aunque las multitudes lo seguían entusiasmadas, como se demostraba en sus discursos en campo abierto. Por ejemplo, en el pronunciado en el madrileño Campo de Comillas el 20 de octubre de 1935, que fue transmitido por radio a toda España, lo que no impidió que de localidades vecinas a la capital se trasladasen miles de personas ansiosas por verle en faena, ya que en el Congreso no podían obtener más que los resúmenes publicados en los diarios. Fue el acto más multitudinario celebrado hasta entonces en España.

Podría imaginarse que este político idolatrado por las masas populares, debió tener una fácil historia colmada de felicitaciones y aplausos. Pero no fue así. Sufrió las mayores calumnias a causa de su trabajo público, hasta el extremo de ser detenido y encarcelado en un barco prisión en el puerto de Barcelona, injustamente acusado de alentar los actos revolucionarios de 1934, sin que se probara nada en su contra, por lo que resultó absuelto.

Fue la máxima degradación a la que se vio sometido, aunque es cierto que desde su designación para formar parte del Gobierno provisional de la República en la tarde del gozoso 14 de abril de 1931, tuvo que soportar injurias e insultos. No se criticaban con argumentos sus decisiones gubernativas o sus discursos, porque en todo momento su actitud resultó intachable, de manera que sus peores adversarios no encontraron materia acusatoria contra él. Las caricaturas en las revistas eran infames, se le representaba como un dictador y se resaltaba su fealdad hasta extremos caricaturescos denigratorios: reconoció él mismo ser el único político al que se le inculpaba de ser feo. A falta de otro cargo, se utilizaba ese inconsistente.

De esa manera se compensaba su entrega a la gobernación de la República, desde su doble responsabilidad como presidente del Consejo y como ministro de la Guerra, la cartera más complicada a causa de la indisciplina continuada de buena parte de los altos jefes militares, nostálgicos de la monarquía. Y en agosto de 1932 hizo abortar el intento de un golpe de Estado sin necesidad de disparar ni un tiro. Sin embargo, o quizá debido a ello precisamente, sufrió las malas tretas imaginadas por el presidente de la República, Niceto Alcalá—Zamora, para torpedear su trabajo, y tuvo que desbaratar acciones contrarias por parte de los diputados.

HASTIADO DE LA POLÍTICA


Así que en su diario se encuentran muy a menudo confesiones acerca del hartazgo que le producía la responsabilidad de gobernar en tales condiciones. Echaba de menos la etapa anterior a la actuación republicana, cuando podía entregarse a ejercer su vocación literaria, y a disfrutar de su mayor distracción, pasear por el campo observando los cambios en la naturaleza. Por su dedicación a la República debió renunciar a esas sencillas ocupaciones asequibles a cualquier ciudadano anónimo. Y no estaba seguro de que le compensara el esfuerzo, tan descalificado en los medios derechistas.

Es doloroso leer lo que anotó en el diario al regreso de un corto viaje a Andalucía, con su esposa, para celebrar allí el final del año 1931. Acababa de presentar su segundo Gabinete, el primero constitucional, y prefirió alejarse de Madrid para intentar olvidarse de las obligaciones contraídas tan recientemente, pero ya muy pesadas, no sólo por las actividades en si mismas, sino por las oposiciones de sus colegas, más bien adversarios:

Me decían que se me notaba el cansancio, y yo lo notaba más que nadie. Estaba harto. No me había repuesto del quebranto que me produjo el desarrollo de la crisis. Últimamente tuve otro disgusto. A Cipriano le han dado el premio de literatura que concede el Ministerio de Instrucción Pública. Naturalmente, algunos periódicos han dicho que se lo daban por influencias mías, o por ser mi cuñado. No me sorprendió esta bajeza; pero no por eso me dolió menos. Las mayores dificultades políticas no me arredran; pero estas mezquindades, cuando afectan a mi intimidad, me deprimen enormemente. La víspera de mi viaje estaba yo de tan mal humor, y tan hastiado, que le decía a Ramos y a mis secretarios: “¡Qué patada voy a dar a la política!” En efecto, sentía unas ganas atroces de dejarlo todo, y que se las arreglen como puedan. Después de todo: ¿a mí qué me va en esto? 

Se encuentra la anotación en las páginas 879 y siguiente del tercer volumen de sus Obras completas, impresas en Madrid en 2007 para el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Era un político admirado por el pueblo, que había logrado su afán de traer la República a España para terminar con la odiosa dinastía borbónica, pero no lograba sentirse contento. Al revés, imaginaba su satisfacción cuando dimitiera de sus altas responsabilidades, para volver a la vida sencilla del funcionario público en la tranquilidad de la oficina y del hogar, con tiempo libre para emplearlo en su pasatiempo favorito de imaginar historias, alabadas por los críticos literarios.

UN COMPORTAMIENTO REPUBLICANO

Lo mismo Pi y Margall que Azaña fueron maltratados por su trabajo al servicio de la República. Los dos habían actuado durante la monarquía para lograr sustituir el régimen caduco por el único sistema político capaz de garantizar la libertad democrática a los ciudadanos, la República, y habían visto premiado su esfuerzo de la misma manera: contemplando la huida de los monarcas para que el pueblo se adueñara de su destino.

Sabían que apuntalar el nuevo régimen para mantenerlo mucho tiempo exigía toda su entrega a esa misión complicada, y también que no debían esperar premios por ello. Estaban dispuestos al sacrificio, para honrar a la República al verla instaurada en la nación. Cumplieron sus obligaciones absolutamente, tanto que toda su vida, todo su ánimo y todos sus esfuerzos los pusieron a sus pies. Debían hacerlo así por su condición republicana.

¿Les compensó el desvelo? Al leer sus confidencias podríamos caer en la duda. Pero no es así, porque para un republicano es forzoso apasionarse por el afán de verla implantada, y los dos lo consiguieron. Por eso nosotros somos republicanos, como ellos, para alcanzar un día la misma recompensa, por complicada que resulte. Y además porque no podríamos ser otra cosa.