“Modelo neoliberal y centralista” un perverso oxímoron
¿Existe algún vínculo entre el modelo económico y el modelo territorial de un Estado? Suele asociarse el centralismo con el neoliberalismo. Sin embargo, el modelo idóneo de la derecha hegemónica, que pretende reducir la capacidad pública para controlar el poder privado, pasa por la descentralización política.

“Modelo neoliberal y centralista” un perverso oxímoron / Guillermo del Valle :

El presidente de la Comunidad Valenciana, Ximo Puig, planteó en redes sociales varios retos constitucionales. El primero, “superar la España macrocefálica del centralismo”. Recientemente, y en la misma línea, el vicepresidente del gobierno Pablo Iglesias ha corroborado el fracaso del “modelo neoliberal y centralista que pretendieron imponer las derechas”. La idea está lejos de ser minoritaria y campa a sus anchas entre los partidos políticos que, sociológicamente, vienen a ocupar las posiciones teóricamente izquierdistas en España. Analicemos la veracidad de estas afirmaciones.

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La aseveración del vicepresidente cala, especialmente, en el imaginario colectivo de la izquierda sociológica española. O al menos dista de ser cuestionada ampliamente. Centralismo y neoliberalismo aparecen cosidos por un hilo pretendidamente lógico. Todo parte de una asimilación básica y falaz, preexistente: España igual a Franco. A partir de ahí vienen los matices, pero la equivalencia no deja de sobrevolar todo lo demás. De ahí esos problemas primigenios para pronunciar la palabra España, que, aunque parcialmente superados, han venido siendo sustituidos por la pertinaz tendencia a rellenar el significante con un significado centrífugo. Si el franquismo participaba de una ridícula noción esencialista de patria, la unidad de destino, España parece aquejada de un vicio reaccionario de origen, aunque fijar el origen en Franco resulte no solo un dislate, también una injusticia. Se obvia que la derecha evolucionó, al calor de la revolución neoliberal de los años ochenta, hacia el fundamentalismo de mercado. ¿Por qué trazar esa asimilación, por tanto, entre la hoy hegemónica derecha individualista y neoliberal y el centralismo? ¿Qué sentido tiene proponer semejante equivalencia?

Desde hace demasiado tiempo en España resulta legítimo sumar en la aritmética frente a las derechas a partidos políticos inequívocamente reaccionarios. Algunos de esos partidos de izquierda exhiben, tanto unos orígenes como un presente, abiertamente incompatibles con todos y cada uno de los valores de transformación política, social y económica, de emancipación humana, propios del socialismo. Aunque se digan de izquierda, no tienen ni los ademanes. No es aceptable practicar una memoria histórica selectiva y olvidar, por ejemplo, los fundamentos racistas del nacionalismo catalán o del vasco. Si nos mueve con razón el imprescindible repudio al fascismo, la condena del franquismo y del golpe de Estado de 1936, ¿por qué nos deben ser indiferentes los textos de Prat de la Riba, el comportamiento fascistoide y racista de ERC durante la II República –y su contumaz vocación golpista–, o el impenitente racismo del fundador del PNV?

La izquierda nació como concepto político en el contexto de la Asamblea Nacional Francesa y servía para delimitar la primera línea fronteriza de la revolución: a la izquierda del Rey se sentaban los diputados jacobinos, enemigos de los privilegios del Antiguo Régimen, los de trono y altar. No es de recibo que se pretenda construir mayorías de izquierdas en torno a la oposición frontal a esa primera idea esencial de igualdad política: en el territorio político nadie es más que nadie, porque somos todos ciudadanos, todo nos pertenece a todos en pie de igualdad. El primer germen del comunismo ya estaba ahí, en las revoluciones democráticas: la propiedad colectiva sobre el territorio político. No hay alianza de progreso con quienes hacen pivotar todo programa político sobre la idea de privatización de dicho territorio político, convirtiendo a millones de iguales en extranjeros en su propio país.

El neoliberalismo y su modelo territorial canónico: hacia la dilución del Estado

Entremos, pues, en materia. ¿Es cierto, como señala el señor Puig o como proclama el vicepresidente, que el modelo de las derechas es el centralista y neoliberal? Pues no, de ninguna de las maneras. Más bien es al revés: el modelo idóneo para el neoliberalismo es aquel que garantice la mayor descentralización posible; hasta el punto de que este neoliberalismo, en sus vertientes anarcocapitalistas, directamente propugna la desaparición del Estado, entendiendo como absolutamente idónea para su estrategia la descentralización más abrupta a todos los niveles. Si algo no casa con el neoliberalismo en modo alguno –coincido con el vicepresidente en que el neoliberalismo es la fuerza motriz de las derechas hegemónicas, no la alerta fascista que anteayer proclamaba de forma desafortunada– ese algo es el modelo centralista.

Las manifestaciones de derecha primaria han quedado reducidas a vestigios incompatibles con la modernidad, con la propia idea de ciudadanía –vestigios, sin embargo, protagonistas en el presente español a través de una caterva de grupos foralistas o cantonalistas de toda laya, empeñados en hacer de una supuesta identidad cultural monolítica y uniforme (una ficción, pues la identidad cultural es compleja, no unívoca, y si hay algún elemento clave en su determinación, ese elemento es la clase social) filtro de los derechos políticos–. Por lo que, a excepción de esas manifestaciones primarias, debemos admitir que la derecha hoy hegemónica tiene que ver con la preeminencia del capital financiero. Es esa derecha que, ebria de «fin de la Historia», bendijo la financiarización de la economía, el globalismo a cualquier precio, la acumulación de capitales, y la sacralización de un proyecto de supuestas sociedades abiertas a través de la maximización de la idea de libertad negativa: ausencia de interferencias entre particulares. Así se prescribió el estrechamiento de las funciones antaño esenciales del Estado: bloqueado el Estado productor, se impugnaba incluso su faceta reguladora y redistributiva. ¿A esos capitales financieros qué tipo de Estado les resultaba más conveniente? ¿Uno fuerte y soberano, en el que la potencialidad de lo público abriese la puerta a fuertes diques de contención frente a las dinámicas especulativas y a la rentabilidad privada? ¿Uno en el que incluso las clases trabajadoras tuvieran la posibilidad de tomar el poder y plantear la transición hacia el socialismo, hacia una sociedad de iguales, sin clases? Por supuesto que al neoliberalismo –ideología hegemónica del capitalismo financiero– no le interesa un Estado fuerte, ni un Estado benefactor, tampoco uno productor, ni uno regulador o con plenas capacidades redistributivas.

Que centralismo sea igual a neoliberalismo parte de una asimilación falaz: España igual a Franco.

Los procesos de descentralización se han visto, por tanto, con muy buenos ojos por parte de los mayores teóricos del individualismo extremo, del fundamentalismo de mercado. Indudablemente, como a diario se comprueba en nuestro país, esos procesos de descentralización han beneficiado la competencia entre partes, que termina desembocando en una debilidad estructural palmaria del Estado para enfrentar retos tan gigantescos como la pandemia.

Las principales escuelas neoliberales de economía, y sus más notables representantes, nunca tuvieron dudas al respecto. Uno de los pensadores más relevantes de la Escuela Austríaca –maestro de Hayek entre otros–, Ludwig Von Mises, escribió sobre la materia largo y tendido. Siempre favorable al menos a la descentralización del Estado, cuando no directamente al derecho de secesión.

El derecho de autodeterminación respecto de la cuestión de la pertenencia a un estado significa entonces: siempre que los habitantes de un territorio concreto, ya sea una sola ciudad, todo un distrito o una serie de distritos adyacentes, haga saber, mediante un plebiscito realizado libremente, que ya no desean seguir unidos al estado al que pertenecen en ese momento, sino que por el contrario desean formar un Estado independiente o unirse a otro estado, sus deseos han de ser respetados y cumplidos. Es la única forma viable y eficaz de impedir revoluciones y guerras civiles e internacionales”.

Hans Herman-Hoppe, economista libertario partidario de la creación de ciudades-estado o microestados.

Como ven, ni un átomo de jacobinismo o de centralismo en el pensamiento del economista y teórico austríaco. Todo lo contrario: una firme defensa de las consultas plebiscitarias para admitir la secesión del Estado hasta sus últimas consecuencias, hasta su última expresión. ¿Era este posicionamiento producto de una ofuscación ideológica? En modo alguno. Respondía más bien a un coherente posicionamiento neoliberal estricto, orientado contra la idea misma de soberanía, contra cualquier control público respecto de esa sacrosanta idea de libertad negativa, teorizada en su día por Isaiah Berlin. Continuaba Mises defendiendo una idea de comunidad política basada en las ideas (neo)contractualistas del libre pacto entre las partes, lo que en el fondo supone el entendimiento del Estado como una suerte de club privado de libre adhesión y de libre salida. Ahondaba en la idea en varios pasajes de su obra:

Ningún pueblo ni ninguna parte de un pueblo deberá mantenerse contra su voluntad en una asociación política que no desea”. Asimismo, afirmaba Mises que… “Si hubiera alguna forma posible de conceder este derecho de autodeterminación a toda persona individual, debería hacerse”.

Ludwig von Mises, economista libertario de gran influencia en la Escuela Austriaca.

Resulta extraordinariamente interesante traer a colación el hilo, como digo no exento de cierta congruencia teórica, de un pensador tan importante del liberalismo económico –de fuerte influencia en la política económica hegemónica desde los años 80 del siglo XX, a través de Thatcher o Reagan– por cuanto contrasta teóricamente con las posiciones de los portavoces de nuestra izquierda oficial, los cuales, sin embargo, vienen a defender al respecto cosas muy similares con idénticos fundamentos. Se apela constantemente a España como una cárcel de pueblos, a la libertad de decidir el futuro, o –peor aún– a la engolada fórmula de convencer, persuadir o enamorar a quien se quiere ir para que se quede. Olvidando la tradición más esencialmente democrática de la Revolución francesa: no se eligen las fronteras donde uno nace, porque todas son arbitrarias, de lo que se trata es de respetar ese espacio de decisión conjunta y justicia mientras en él rijan dichas reglas de justicia, igualdad y redistribución. Esa es la idea última de la nación política, cuya pertenencia no viene filtrada por la adhesión sentimental o por los golpes de pecho patrióticos, sino por la condición política de ciudadanía, de propiedad colectiva sobre el territorio, de decisión conjunta sobre el futuro de lo que nos pertenece a todos de igual forma, sobre lo que no es privativo de nadie.

Se entiende bien, por tanto, la idea privatizadora del territorio político que emana de la teoría de la secesión austríaca, no tanto que la misma flote en torno a los posicionamientos políticos del vicepresidente o del propio Errejón. Recientemente lo señalaba el líder de Más País: “tengo una idea constructivista de nación, la voluntad de ser”. Nada sustancialmente diferente a la potestad plebiscitaria defendida por los teóricos del neoliberalismo.

Milton Friedman, economista monetarista, es uno de los ideólogos del neoliberalismo.

Rothbard, otro de los grandes teóricos del anarcocapitalismo –vertiente dura del liberalismo-libertario que aboga por culminar el estrechamiento funcional del Estado hasta su entera desaparición–, se movió por caminos paralelos a los de Mises, del cual era discípulo. Su posición resultaba genuinamente neoliberal en cuanto decididamente partidaria de la disociación entre Estado y mercado, participando de la falacia naturalista de que el mercado es armónico a imagen y semejanza de la naturaleza y él sólo se regula, razón por la cual debe imponerse al Estado, a lo político, y la dimensión de éste estrecharse hasta su desaparición. El caso es que Rothbard –al igual que Mises– aplaudió los procesos de radical descentralización del poder político, viendo en ellos el camino expedito para el acelerado debilitamiento del poder político. No se trataba ya, como en los liberales clásicos, de trabajar en la senda de la limitación del poder, sino más bien en la disociación arbitraria de dos esferas complementarias –Estado y mercado, contraviniendo la idea marxista de economía política–, abogando por la supremacía del mercado frente al Estado. Nos recuerda el Instituto Mises que, en un editorial de 1977 sobre la secesión de Quebec de Canadá, Rothbard escribió:

Hay dos razones positivas para que el libertario se alegre por el inminente logro de la Independencia de Quebec. En primer lugar, la secesión –la ruptura de un Estado desde el interior– es un gran bien en sí mismo para cualquier libertario. Significa que un Estado central gigante se ha dividido en partes constituyentes; significa una mayor competencia entre los gobiernos de diferentes zonas geográficas, lo que permite a los habitantes de un Estado cruzar la frontera a toda prisa y con relativa mayor libertad; y exalta el poderoso principio libertario de la secesión, que esperamos que se extienda desde la región a la ciudad y a la manzana al individuo”.

En 1983 Rothbard apoyó la separación de la Chipre griega de la Chipre turca tras formularse la siguiente pregunta: “¿por qué la minoría turca en Chipre no debería tener el poder de separarse y establecer su propia república?” Como afirma el Instituto Mises, el meollo del planteamiento se encuentra en el capítulo “Los servicios de defensa en el mercado libre” del libro Poder y mercado, donde Rothbard señaló: “Si el Canadá y los Estados Unidos pueden ser naciones separadas sin que se les denuncie por estar en un estado de «anarquía» inadmisible, ¿por qué no puede el Sur separarse de los Estados Unidos? Estado de Nueva York de la Unión? Nueva York del estado? [sic] ¿Por qué no puede Manhattan separarse? ¿Cada vecindario? ¿Cada bloque? ¿Cada casa? ¿Cada persona?

Al neoliberalismo no le interesa un Estado fuerte, que sea productor, regulador y con plenas capacidades redistributivas.

De la misma forma, el pensador alemán Hans Herman-Hoppe, otro de los teóricos del anarcocapitalismo, ha coincidido con Mises y Rothbard en la enorme funcionalidad de los Estados pequeños para el neoliberalismo. A su parecer, el mejor camino para la expansión de las políticas desregulatorias, de la libre circulación de capitales y de las posibilidades de deslocalización productiva y fiscal, es la fragmentación a la carta, a través de consultas plebiscitarias, de los Estados realmente existentes. Y todos ellos coinciden en que, como paso intermedio para esa secesión aplaudida de forma unánime por libertarios y neoliberales de renombre, se encuentra la fuerte descentralización del poder político. Desde luego, lo que no le resulta en modo alguno cómodo a la derecha neoliberal es un poder político fuerte y centralizado, identificado con un Estado que no se limite a la posición abstencionista a la que, en el mejor de los casos, le ha relegado el neoliberalismo, que como vemos en la Escuela Austríaca, en sus vertientes radicales y anarquizantes, directamente plantea su disolución. Ni rastro de la admonición del vicepresidente y del vínculo que traza entre neoliberalismo y centralismo, en este somero repaso a los fundamentos neoliberales de la secesión.

Daniel Lacalle, economista liberal afín al Partido Popular.

Hoppe, filósofo político anarcocapitalista, resumió lo anterior como sigue: “Creo que el estado es un mal innecesario. En un orden natural, con una variedad de agencias de seguros y de intermediación, el precio de los servicios de justicia caería y la calidad de estos servicios aumentaría. Mi libro «Democracia, el dios que falló» y mi artículo «La producción privada de servicios de seguridad» explican en detalle cómo las sociedades sin Estado –sociedades autónomas, dirigidas por sí mismas– funcionarían y generarían una prosperidad sin precedentes”.

Acto y seguido, Hoppe afirma: “sobre los objetivos para la transición a la libertad, la respuesta es la misma para cualquier país, ya sea Turquía o Alemania, Francia o China, Colombia o Brasil. La democracia no es la solución –como tampoco fue la solución para los países del antiguo imperio soviético. Ni la centralización –como ocurre en la Unión Europea– sería la respuesta. Al contrario, la mayor esperanza de la libertad se produce justamente en los países pequeños: Mónaco, Andorra, Liechtenstein, e incluso Suiza, Hong Kong, Singapur, Bermuda, etc. Quien valora la libertad debería animar y hacer todo por la aparición de decenas de miles de estas pequeñas entidades independientes. ¿Por qué no una Estambul libre e independiente que mantenga relaciones cordiales con el gobierno central de Turquía, pero que no tenga que pagar impuestos ni recibir transferencias, y que no reconozca las leyes impuestas por el gobierno central, ya que tiene sus propias?”.

De vuelta a España: Lacalle, Rallo y las extrañas coincidencias

Andreu Mas-Colell, economista liberal simpatizante de la independencia de Cataluña.

Volviendo a la tesis sostenida por el vicepresidente del gobierno, por el presidente valenciano y por gran parte de nuestra izquierda oficial, el proyecto de la derecha es neoliberal y centralista, como si esos dos epítetos fueran siquiera compatibles. Pero, como hemos visto, no lo son. No solo en la tradición teórica más solvente de algunas escuelas de economía y filosóficas del liberalismo económico, sino también en los posicionamientos en el presente sostenidos por algunos de los más célebres prebostes del neoliberalismo. Así, Daniel Lacalle, economista de cabecera de Pablo Casado, ha defendido en numerosos foros la descentralización fiscal, abogando por que se acentúe. En coherencia con lo anterior, el Partido Popular de Madrid ha sacado los dientes cuando se ha abogado desde el gobierno central por una armonización fiscal sui generis. Y digo sui generis porque se nos presenta como armonización lo que no es sino conservación de fuertes asimetrías como las de los derechos históricos, el respeto reverencial a dos regímenes fiscales privilegiados como son el concierto económico vasco y el convenio navarro. No es casual, sino plenamente coherente, la reacción de la derecha neoliberal a cualquier cosa que suene a armonización: parte de la plena convicción de que el modelo autonómico y su fuerte descentralización ha permitido la competencia fiscal entre las regiones hasta límites extremos, lo cual ha permitido a determinadas autonomías, en especial a las más ricas, la neutralización de facto de determinados impuestos progresivos, como Patrimonio o Sucesiones. En palabras de Félix Ovejero, “cuando todos tienen competencia sobre fiscalidad, nadie la tiene en verdad”. He ahí el inmaculado análisis que Thomas Piketty hace de los procesos de descentralización fiscal –incluso mayores en España que en Estados federales propiamente dichos– y su estrecha relación con el secesionismo catalán, al haberse incrementado las cotas de insolidaridad o, dicho de otro modo, haberse desgastado claramente los mecanismos de redistribución dentro del Estado.

Juan Ramón Rallo, economista liberal partidario del “derecho de libre asociación y desasociación”

Es más, Daniel Lacalle ha defendido una relación bilateral de las regiones con el Estado y competitiva entre sí. Por supuesto la realpolitik le impide sostener a un partido de gobierno teorías esencialmente radicales y seguramente difíciles de comprender por su electorado, pero no así sostener el Estado de las Autonomías como el mejor ejemplo de competencia virtuosa, una suerte de loa descarnada a los regímenes fiscales privilegiados de algunas regiones. A su entender, “el cupo vasco no es el problema, es la solución a la financiación autonómica”.

Un paso más allá ha dado Juan Ramón Rallo, quien ha defendido de forma abierta y decidida la secesión, en la estela de los teóricos austríacos. No se trata de hacer asimilaciones caprichosas –puesto que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, y, de la misma forma, los disparates lo son con independencia de quien los refiera– pero no deja de ser curioso que Unidas Podemos o Más País participen de una idea contractualista de Estado idéntica a la del neoliberalismo: quien quiera marcharse alterando las fronteras de la comunidad política democrática, puede hacerlo. El problema de esta teoría, opuesta diametralmente, como vemos, a cualquier centralismo, es que aleja a los Estados de la idea socialista básica, la de unidades de decisión conjunta y justicia distributiva. Si una parte de los titulares de la soberanía decide aparte de los demás, resulta indiferente el resultado desde el mismo momento en que validemos la mera posibilidad de que esa consulta plebiscitaria se lleve a cabo. Porque el cuerpo escindido que está decidiendo se ha convertido en un demos diferenciado, separado, con independencia de cuál sea el resultado de esa deliberación. ¿Cuál es el criterio para decidir? ¿La mera voluntad de las partes, como sostienen los neoliberales explícitos (y los otros), a través de la fórmula derecho a decidir? ¿La identidad cultural, como sostienen racistas y reaccionarios de toda condición?

Gloria Álvarez, politóloga guatemalteca, es uno de los apologetas de la doctrina libertaria más conocidos en Hispanoamérica.

En el fondo, el derecho a decidir de cierta izquierda desnortada no difiere en nada de la facultad de secesión austríaca y neoliberal, “el derecho de libre asociación y desasociación” que sostienen autores como Rallo, o su mentor Jesús Huerta de Soto. Ese pretendido derecho se traduce, en verdad, en un privilegio de unos pocos para disponer de lo que es de todos. Una secesión a la carta, eminentemente antidemocrática, por cuanto priva a muchos millones de titulares de la soberanía, de la decisión presente y futura sobre aquello que les pertenece, sin exclusiones ni privilegios.

Cabría concluir, por tanto, sosteniendo que, desde la mejor y más acabada tradición del neoliberalismo –en escuelas como la Austríaca o la de Las Vegas–, se ha defendido una teoría plebiscitaria y contractualista de la secesión respecto al Estado que se encuentra en las antípodas de cualquier modelo centralista y jacobino. Quienes desde posiciones de ferviente defensa del liberalismo económico no han llegado tan lejos, al menos sí han sostenido la necesidad de agudizar procesos de descentralización política, que en materias como la sanidad y la educación han abocado al caos competencial del Estado de las Autonomías, dejando la puerta abierta a políticas de privatización, externalización y elusión de responsabilidades por parte de los poderes públicos. En casos paradigmáticos como el de la fiscalidad esa descentralización ha conducido a nuestro país a un estado de cosas insostenible, donde la insolidaridad y el dumping fiscal entre regiones son la moneda de cambio habitual en la política española.

El neoliberalismo defiende una teoría plebiscitaria y contractualista de la secesión.

Como señala Félix Ovejero, la integridad del territorio político, en tanto que unidad de justicia, decisión y gobierno, es una de las principales conquistas de la izquierda, frente a la que se erige la teoría liberal de la secesión, por cierto. “Un territorio político es superlativamente comunista: todo es de todos sin que ninguna de sus partes sea de nadie en particular. Se trata de un proindiviso no de una sociedad por acciones. Uno (o unos cuantos) no se puede(n) ir “con lo que es suyo” porque, cuando se trata del territorio político, no hay un territorio “mío/nuestro” previo a lo que es de todos. En eso se sustenta la idea de ciudadanía. Madrid no es más de los madrileños que mía. Un barcelonés tiene los mismos derechos en Huelva que en Bilbao. Y sus derechos no disminuyen según se aleja de su ciudad. La ciudadanía no admite grados. No se es más o menos ciudadano. La ciudadanía se tiene o no se tiene”.

Se adivinan, por tanto, dos alternativas, por definición excluyentes, para explicar el oxímoron que da título a este artículo. O bien el vicepresidente, a la sazón profesor de ciencias políticas, desconoce de lo que habla, cosa de la que dudo porque es una persona formada, o bien, opción por la que me inclino, falta a la verdad.


Fuente → elviejotopo.com

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