Manuel Bartolomé Cossío

Manuel Bartolomé Cossío
María Torres

Corría el año 1875. Los puros aires de libertad y tolerancia que hicieron soplar sobre la Península la revolución del año 68, yacen alicortados y quietos, pues que la restaurada monarquía, el espíritu que Cánovas quiso insuflarle, se compadece mal con aquel libre examen, con aquel punto de insumisión y fina rebeldía que los que se formaron bajo el ala del krausismo quieren que presida todos sus y movimientos.

No se puede tolerar en la áspera Castilla que los hombres de ciencia investiguen con entero desembarazo y luego viertan sobre el juvenil senado de discípulos la nueva palabra, en pugna, en muchas ocasiones con los principios y normas admitidos como a inmutables y eternos. ¿Qué escándalo es ese de echar a volar la paloma del laicismo, del librepensamiento, del genuino y noble liberalismo español, que diría Unamuno? De ninguna manera. Y hay un ministro, Osorio, que pone tales cortapisas a la labor docente de los profesores de Universidad, que una docena de ellos decide no consentir tamaños vejámenes, y se despoja de la muleta oficial y va a agruparse en torno a otra disciplina más libre, más honesta y más digna. Está naciendo en el panorama de la cultura española esa magnífica entidad que se llama la Institución Libre de Enseñanza. Grabemos con indeleble trazo en el nombre de los claros varones que profesan en ella en el instante de su formación. Son estos. Figuerola, Montero Ríos, Moret, Salmerón, Azcárate, don Francisco y don Hermenegildo Giner de los Ríos, don Augusto González de Linares, don Eduardo Soler, don Laureano y don Salvador Calderón, don Juan A. García Labiano, don Jacinto Messín y don Joaquín Costa.

Ya está en marcha la nueva nave que habrá de arribar a todas las playas del éxito. Uno de sus primeros tripulantes —ascendido a tareas dirigentes desde las nutridas filas del alumnado— es Manuel Bartolomé Cossío, que tiene a la sazón diez y nueve años.

¡Qué bien se refleja en el mozo la estupenda personalidad de don Francisco Giner, y qué íntegramente se siente recogido en su discurso y acción por aquel muchacho de dulce semblante, suaves modos y exquisita sensibilidad! ¡Cuántos jóvenes como éste necesita don Francisco a su lado!... Don Francisco es, antes que nada, un fundador, el brote original que se hunde en la tierra, el chispazo que enciende las almas... A su vera y detrás de él viene este gran continuador, este devotísimo que es don Manuel, y conserva, pule, perfecciona, realiza, se sumerge, por así decir, en la espléndida creación, y a poco ya no podría decirse qué es de uno ni qué es de otro, pues que se fundieron los dos esfuerzos tan cálida y armoniosamente que resultó una sola obra perfecta e indivisible.

A la muerte de Giner, Cossío toma en sus manos el gobierno de la Institución. Y bajo su mirada, sigue su camino la entidad.

¿Quién mejor que Cossío supo señalar los fines de esta almáciga de hombres cultivados? «La Institución se propone ante todo «educar» —decía él—. Para lograrlo, comienza por asentar como base primordial, ineludible, el principio de la «reverencia máxima que al niño se debe...» Ajena a todo partidismo religioso, filosófico y político, abstiénese en absoluto de perturbar la niñez y la adolescencia anticipando en ella la hora de las divisiones humanas. Tiempo queda para que venga este «reino», y hasta para que sea «desolado». Quiere, por el contrario, sembrar en la juventud, con la más absoluta libertad, la más austera reserva en la elaboración de sus normas de vida y el respeto más religioso para cuantas sinceras convicciones consagra la Historia.

¿Pensáis en las resistencias y encendidas diatribas que encontró una obra de este tipo en los años finiseculares y hasta en los primeros cuatro lustros de la centuria que corre? De no ser Giner y Cossío dos voluntades que jamás conocieron el desmayo, lo levantado con tanto amor hubiéranlo abatido los vientos de la incomprensión y del sectarismo más cerril. Pero estos vientos se estrellaron no sólo contra la perseverancia ejemplar de aquellos dos espíritus, sino también contra la innegable y robusta bondad de la obra. Era el primer ensayo que se hacia en España de un sistema educativo que se podía codear con los más selectos de otros países. Era la primera vez que se educaba bajo principios universales, sin que ello significara olvido ni menosprecio de las esencias vernáculas.

Sólo por las rudas e implacables batallas que hubo de librar esta gran figura de nuestro tiempo contra el error y la injusticia merece los lauros eternos de la veneración y el amor de su raza.

P. M.
Crónica, 8 de septiembre de 1935

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