Como no podía ser de otro modo, el borrador de la llamada “Ley trans” elaborado por el Ministerio de Igualdad ha reavivado el debate en el seno del feminismo. El texto se sitúa en la lógica de los proyectos anteriormente registrados. Y certifica cuanto han venido denunciando los numerosos colectivos agrupados en la Confluencia del Movimiento Feminista: el enfoque mismo de la ley supone un ataque frontal a los derechos y frágiles conquistas de las mujeres, que se basan en el sexo, y cuyo sentido es el de revertir la opresión y la discriminación que padecen, en razón del mismo, las mujeres a manos de los hombres. Pero representa también una amenaza para la salud y el desarrollo integral de niñas, niños y adolescentes. En ese sentido, hay que decir que el feminismo está asumiendo la responsabilidad de defender al conjunto de la sociedad ante un peligroso desvarío. Se echan de menos las voces de científicos, educadores, pediatras, psicólogos… Algunos silencios son comprensibles: quien se atreva a cuestionar la ideología transgenerista se arriesga a ser vilipendiado, acusado de un delito de odio y a verse envuelto en muchos problemas. Hay poderosos intereses detrás de esa voluntad legisladora – que, irresponsablemente, se ha empecinado en abanderar la izquierda alternativa. Razón de más para saludar la valentía del feminismo radical, que da un paso al frente cuando tantos pierden el norte o les tiemblan las piernas. ¡Y encima estas mujeres son tildadas de “excluyentes”!
No es bueno recurrir a hipérboles y exageraciones, si se pretende hacer un debate sereno. No hay, sin embargo, muchas formas de decirlo: el texto del Ministerio es oscurantista. Los presupuestos en se basa constituyen una negación de la ciencia y del conocimiento humano, empezando por la pretensión de que “se asigna” un determinado sexo al nacer – es decir, que éste no viene dado por la realidad biológica de nuestra especie. Se impugna la realidad material… y, en cambio, se otorga un valor objetivo incontestable al “sentimiento”: hay, pues, cuerpos “equivocados”, cuerpos que aprisionan a seres de otro sexo. Abundan al respecto las reflexiones críticas de activistas y pensadoras feministas. Mi admirada Pilar Aguilar, sin ir más lejos, acaba de escribir en “Público” un magnífico artículo (“Esto decimos las feministas”) desmontando con agudeza tales despropósitos. Pero produce escalofríos la frivolidad con la que se habla de “infancia y adolescencia trans”. Es decir, cómo se encasilla en un marco conceptual arbitrario a menores cuyo desarrollo a todos los niveles es incipiente, cuya sexualidad no está definida o es percibida de modo confuso… A chicos y chicas que pueden manifestar un profundo malestar con sus cuerpos como resultado del entorno en que se desenvuelven, de la discrepancia de sus gustos con los estereotipos de género que les dictan, o bien de una inclinación homosexual mal aceptada. Ese sufrimiento puede ocultar incluso traumas anteriores, trastornos de tipo autista… En nombre de “despatologizar”, la ley sacraliza un estado de ánimo, susceptible de haber sido inducido por muy diversas causas, llevándolo a la categoría de una incuestionable “autodeterminación de género”. Tan incontrovertible que ni médicos, psicólogos o familiares pueden objetar nada al respecto, ni aún menos oponerse a la voluntad del menor. De tal modo que éste sólo puede ver reafirmado su sentir y, por ende, ser encarrilado hacia tratamientos hormonales o quirúrgicos cuyas consecuencias no está en condiciones de medir. Sólo en determinados casos, rigurosamente informados y acompañados, los especialistas estiman que una “reasignación” – es decir, una aproximación a la apariencia del sexo deseado – puede ser aconsejable. La transexualidad es algo muy serio que, desde luego, este proyecto no respeta, ni protege. Amelia Valcárcel duda incluso de su constitucionalidad. Es muy probable que tenga razón. Que hablen también los juristas. Doctores tiene la Iglesia. Personalmente, me atrevería a decir que el planteamiento del proyecto llega a incurrir, por cuanto a los menores se refiere, en un delito del deber de socorro – art. 195 del Código Penal – que castiga “al que no socorriese a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave”.
Pero cabe preguntarse ¿por qué tal empeño en sacar adelante un proyecto que está incendiando al feminismo y que puede convertirse en un factor de crisis del gobierno de izquierdas? En un país repleto de burdeles – con miles de mujeres pobres explotadas -, donde los niños pueden acceden a la pornografía más dura desde sus móviles y donde hay institutos que se forran intermediando en la práctica ilegal de los vientres de alquiler, el Ministerio de Igualdad escoge las prioridades que escoge. No faltan algunos periodistas, generalmente bien informados de cuanto se cuece en la capital, que nos brindan una explicación palaciega: se trata de una mera lucha de poder entre las mujeres del PSOE y las de Podemos. Carmen Calvo sería una trasnochada feminista, un vestigio del pasado que se aferra a sus privilegios y está celosa de la innovadora Irene Montero. Si bien es cierto que Podemos se ha embebido de las teorías transgeneristas en boga en los campus norteamericanos y choca con unas tradiciones feministas que perviven en la socialdemocracia, lo primero que hay que constatar es que nos encontramos ante un fenómeno mundial. La misma controversia se está desarrollando en muchas latitudes: en Canadá, en Estados Unidos, en Inglaterra, en los países nórdicos… Se está librando una batalla cultural contra las mujeres, promovida por lo que Rosa Cobo designa como “las élites del patriarcado”; es decir, aquellas corporaciones, centros de poder y lobby dirigidos por varones que pretenden perennizar su dominación, moldeando el semblante de la mujer de modo funcional al capitalismo del siglo XXI. En el marco de ese “zeitgeist” reaccionario, Pedro Vallín – por citar a un afamado periodista cuya virtud más destacable no es la humildad – se permite insultar a millares de mujeres, activistas e intelectuales, seguidoras según este señor de un “feminismo Pieter Botha” (ex-primer ministro de la Sudáfrica del apartheid). Dicho de otro modo, de un pensamiento equiparable a las teorías paranoicas de la extrema derecha. Bueno, con las conspiraciones pasa como con las meigas: de haberlas, haylas. Pero a nadie se le ocurriría reducir a tal la “revolución conservadora” iniciada en tiempos de Reagan y Thatcher, que acabó estableciendo un nuevo paradigma del capitalismo a nivel mundial. Como tampoco es una conspiración esta oleada, en un momento en que el patriarcado pretende derrotar al feminismo y definir nuevos marcos de servidumbre para las mujeres.
El fondo del transgenerismo – que no de la transexualidad – es el intento de anular a las mujeres, cuestionando su existencia como tales. Y ese intento cuenta con grandes recursos, con notables apoyos académicos y mediáticos. Por eso cualquier plumífero con cierta notoriedad se permite pontificar sobre el feminismo y explicarles a las mujeres lo que les ocurre – algo que, por sí mismas, serían incapaces de comprender, enfrascadas como están en tirarse del moño. Son los vanidosos narcisos de la posmodernidad, los hombres que susurran a las mujeres. Es urgente parar esta locura.
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