Conmemorar el 11 de Febrero de 1873, dia de la
proclamación por mayoría de votos, en la Asamblea Nacional que así llamamos al
Senado presidido por don Laureano Figuerola, y al Congreso que presidía don
Nicolás María Rivero, reunidos, era un modo de exteriorizar la continuidad en
el republicanismo, la persistencia de la fé en las ideas republicanas. La
persecución al federalismo del Gobierno que con denominación de República había
formado el traidor capitán general de Castilla la Nueva don Manuel Pavía y
Alburquerque, perpetrador del golpe de Estado de 3 de enero de 1874, convertía
en acto valeroso, abnegado, la conmemoración, y ese rabioso antifederalismo del
poder público y la prohibición dictada por el primer gobierno (presidido por
Cánovas del Castillo) del rey restaurado en el trono por abdicación de su madre,
la que fué reina hasta la batalla de Alcolea, dieron a la festividad
republicana matices de religión nueva y perseguida, de secta secreta, también
perseguida. Al advenimiento de los liberales al poder se abrieron las puertas
de los teatros, de los casinos y de las fondas, para los republicanos, que con
mítines, asambleas, veladas, conferencias y banquetes celebraban su fiesta de
Navidad, el natalicio de la primera República.
Se aprovechó el once de Febrero para concertar
coaliciones, alianzas, fusiones, uniones; para analizar las causas de la
efímera vida y trágica muerte de la forma de gobierno republicana, institución
que diputábamos y seguimos considerando esencial en el sistema democrático y la
más acorde con la dignidad humana, la paz de las naciones, la soberanía de los
pueblos y el progreso incesante de la humanidad.
La muerte de los hombres del 73, de los que llamaron
en su tiempo republicanos de la víspera, el desgaste que causa el tiempo y el
influjo de la libertad, fué debilitando la importancia de la conmemoración
anual, ya un poco rutinaria, hasta que la elevó y devolvió su primitiva
trascendencia la dictadura de Primo de Rivera, quien prohibió los primeros años
de su poder las conmemoraciones del once de febrero y las toleró después con restricciones
que fijó en una de aquellas notas que le dieron cómica reputación.
Acogiéndose los republicanos a la tolerancia del
Dictador, celebraron cuatro seguidos actos conmemorativos, alguno, como la cena
verificada en la Escuela Nueva de Madrid, situada en la misma casa que servía
de redacción a la revista «España», de indudable trascendencia
política.
Y llegamos al 14 de abril de 1931, a la proclamación
de la República que no enumero, que no llamó segunda, porque la considero
definitiva forma de Gobierno en el Estado español.
El 14 de abril de este siglo XX redujo a una mera
evocación histórica la solemnidad del once de febrero del año 73 del siglo XIX.
Se respeta a los precursores, se ensalza a las grandes figuras del
republicanismo histórico; pero se huye de caer en sus mismos yerros y se
pone el mayor cuidado en no imitar los actos de aquellos antecesores, dignos
todos de respeto y acreedores muchos a la admiración de sus descendientes, de
sus discípulos.
Llegó a ser lugar común, muletilla y tópico de cuantos
hablaban o escribían en los aniversarios del día once de febrero de 1873 al
determinar la culpa del que podemos llamar fracaso a fin de efectuar la
necesaria enmienda si queríamos merecer la República. Conformes en el propósito
de enmendarnos, discrepamos al fijar responsabilidades y analizar culpas.
Los más aplaudidos en los discursos mitinescos y los
más celebrados, al brindar en los banquetes, eran los oradores más simplistas,
los que acusaban rotundamente a uno solo de los factores; a los que fueron
ministros de la primera República y eran después del 3 de enero jefes de los
partidos republicanos, a los cantonales y a los autoritarios, conservadores y
posibilistas.
Había también quienes achacaban lo efímero de la vida
de la República a la imposibilidad en que se vió de ganar tres guerras: la
carlista, la colonial y la cantonal, con un ejército minado por la conspiración
monárquica.
¿Cómo —discurrían los más avisados— podía vencer la
República a los alzados en arma contra ella y contrarrestar las maquinaciones
de los alfonsinos y de los radicales vencidos el 23 de abril y vencedores el 3
de enero, si el once de Febrero sobrevino cuando hastiaba la revolución triunfante
en Septiembre de 1868 y si la República fué proclamada ese día once con los
votos de los radicales en unas Cortes monárquicas (las últimas del reinado de
don Amadeo)?
En efecto, vino tarde la República. Quizás de ser
proclamada en 1869 habría sido más fuerte y podido vivir mucho más de lo que
vivió. Agitada por discordias, devorada por insurrecciones de los obligados a
defenderla, condenada a la impotencia por múltiples causas, no podía aspirar a
más larga vida. Entre estas causas están la falta de un claro criterio
revolucionario y la carencia de un verdadero anhelo de vencer a los carlistas,
sentido éste de modo tan vehemente que armonizara los más diversos ideales y
asegurara al Gobierno republicano la adhesión cordial de todas las fuerzas
anticarlistas y antiborbónicas.
Al subrayar lo que pensaban los más juiciosos de los
hombres de aquella fugaz República, hemos determinado las diferencias
esenciales entre tiempos y tiempos, entre los republicanos de 1873 y los
republicanos de 1936 a 1938. Ahora como entonces, luchamos contra la
rebelión militarista, contra el clericalismo teocrático y contra la
plutocracia y el capitalismo (los negreros de entonces son los burgueses de
hoy).
Hay diferencias: unas, de índole material, traídas por
los adelantos de las ciencias aplicadas a la guerra (mausers, cañones de gran
alcance y rapidez en la carga y en el disparo, ametralladoras, tanques, bombas
de mano, aviones, gases asfixiantes, todo lo cual, así como el teléfono y la
telegrafía sin hilos, era desconocido en 1873); otras, de índole moral,
producidas por la ruindad de los traidores de hoy—, inferiores al general
Pavía, desinteresado aunque culpable, capaz de dar el golpe de Estado, pero
incapaz de nombrarse ministro del Gobierno formado el 4 de enero—; inferiores
también a los cabecillas carlistas, menos feroces que ellos, aun los más
crueles y sanguinarios, e incapaces de vender a naciones extranjeras productos,
minas, archipiélagos, islas y posesiones de España.
Las horribles monstruosidades cometidas en la sima de
Igusquiza, el fusilamiento por el cura Santa Cruz de la columna de carabineros
rendida, el saqueo de Cuenca, las violaciones de doncellas, el apaleamiento
feroz de mujeres hasta matarlas, los más horrendos crímenes, en fín, del
carlismo han sido superados por las hordas de Franco y consortes en la plaza de
toros de Badajoz, en la del Torico, de Teruel, en la campiña de Talavera, en
los campos de Toledo, en las calles de Granada, en la carretera de Málaga a
Almería y en las grandes ciudades bombardeadas por la aviación con el
sacrificio de centenares de niños a la barbarie fascista, superior a la de
cuantos guerreaban contra la primera República.
Y en cuanto a la falta de patriotismo de los capaces
de utilizar el concurso de los cabileños y de instaurar en pleno siglo XX el
tributo de las cien doncellas a beneficio de sus aliados mahometanos y de los
capaces también, ciegos de orgullo, de entregar España a la invasión de nazis
alemanes y de fascistas italianos, no es preciso encarecerlo para hacer patente
su inferioridad respecto a los carlistas. Fueron éstos ciegos causantes de la
ruina y del atraso de España; mas no como los rebeldes actuales, conscientes
provocadores del descuartizamiento de la Nación, entregada por ellos a la
concupiscencia de extranjeros desalmados.
Contra la guerra actual ponemos toda el alma los
antifascista, y el anhelo de vencer nos lleva a callar todo pensamiento
contrario al de los demás combatientes y a obedecer con perfecta disciplina al
Gobierno legal, robustecido en su soberanía por el acuerdo unánime de las
Cortes reunidas en observancia de la Constitución, que cumple para, con
autoridad moral, hacerla cumplir a todos los españoles.
El levantamiento cantonal contra el Gobierno, no
republicano únicamente, sino avanzado, revolucionario de don Francisco Pi y
Margal, sobre desacreditar el sistema federal, constituyó un obstáculo para
dominar al carlismo y para deshacer las tramas de los conspiradores que
preparaban la restauración de los Borbones.
El cantonalismo tuvo más de perturbador que de
revolucionario.
Sin creerlo único culpable ni siquiera el mayor de los
que tuvieron la culpa, debemos reconocerle, como hemos hecho con los carlistas,
superioridad sobre los enemigos de la actual y perdurable República, la segunda
cronológicamente declaró la guerra a Alemania en respuesta al ataque del
«Federico Carlos» a uno de los barcos de la escuadra cantonal, y fué incapaz de
concertar alianza con la nación, cinco de cuyos barcos bombardearon, en
represalias de una mentida agresión, a la inerme Almería.
Unidos, se dice, todos o los más de los republicanos,
¿cómo explicarse la descomposición de los federales y las tremendas discordias
que ayudaron eficazmente a los que dieron el golpe del 3 de Enero? Al contestar
a esa pregunta, fijamos otra esencial diferencia entre ambas Repúblicas. No
hubo en el fondo tamaña unidad. Todos se llamaban federales, no todos lo eran.
Ya en la llamada declaración de la prensa se exteriorizó la diferencia entre
orgánicos y pactistas, como luego de la restauración se denominaron los
figueristas y los piistas. Y respecto a Salmerón y a Castelar, su federalismo
era, en el primero, un acatamiento formulario a la mayoría, y en el segundo, un
tema retórico. Y además de no estar todos convencidos de la doctrina y de no
apreciarla del mismo modo, ¿de cuándo acá es el federalismo teoría
esencialmente revolucionaria? Federales han sido imperios, federales son
repúblicas fascistas, como el Brasil, y federal es la verde Erin, la isla de
los santos. No hubo otra idea revolucionaria. De la propiedad de la tierra
nadie trató, nadie propuso colectivizarla; sobre las relaciones entre la
Iglesia y el Estado había diferentes criterios y tampoco hubo unanimidad
respecto a la organización del Ejército.
Pi y Margall era socialista y esa idea defendió en «La
Discusión», mas pronto en «La Democracia» le salieron al paso republicanos
también eminentes y hubo que adoptar una fórmula de transacción: socialistas e
individualistas, católicos, protestantes, librepensadores, materialistas y
espiritualistas, ateos y racionalistas caben —se dijo— en el partido
republicano federal.
Aparte la ideología, en táctica era notoria la
división en intransigentes y benévolos.
Este dualismo, aquella transacción, la falta de
sindicatos y partidos proletarios (la primera Internacional estaba ya rota), el
confusionismo federal que imitaba a la Comuna parisiense y realizaba un
pronunciamiento a la española, la discordia republicana, la falta de ambiente y
el ánimo del país cansado de agitaciones, hicieron revolucionariamente estéril
a la primera República, que no supo resolver la cuestión de Cuba ni quitar
poder a los frailes de Filipinas ni fijar su criterio ante la Iglesia ni
reorganizar el Ejército, ni hacer en lo social otra reforma que la dictada por
Benot respecto del trabajo de niños y mujeres.
¡Admirable y querida primera República! Al celebrar el
once de febrero, honramos a aquellos republicanos y les expresamos nuestra
gratitud, pues ellos, con lo que hicieron y con lo que no pudieron hacer, nos
han enseñado a conservar la República democrática, la de los tres colores, que
dijo Azaña, y a imponerla a los rebeldes, venciéndolos en la guerra que
sostenemos.
Roberto Castrovido
La Armada, órgano oficial de los marinos de la
República
Cartagena, 26 de febrero de 1938
Fuente → buscameenelciclodelavida.com
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