El fascismo ni se crea ni se destruye, solo se transforma

Es fácil ser fascista: deja de pensar y  consume las ideas que te venden a diario.

El fascismo ni se crea ni se destruye, solo se transforma
Alejandro Román Crespo

¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI esté en auge el fascismo? Lo que expongo a continuación son las causas y consecuencias, historias para no dormir, que nos han traído a este escenario de confrontación político-social, odio y enfrentamiento.

Aquello contra lo que la humanidad ha luchado durante décadas –fascismo y autoritarismo– está de vuelta. Hoy el neofascismo se vuelve a sentar en la mesa y viene con más hambre que nunca, dispuesto a comerse todo lo que sirvamos, a discutir sin turno de palabra alguno y a faltar el respeto al resto de comensales. Hace unos años estaba mal visto el racismo, la homofobia o la xenofobia y, sin embargo, ahora hay colectivos y partidos políticos que amparan, defienden y tienen por bandera dichas ideas. Lo que debía tornarse en un avance democrático es ya un retroceso evidente.

El único modo de combate es el entendimiento y la reflexión acerca de cómo han conseguido perpetrar en el ámbito democrático, político y personal. A modo de símil, diremos que el cirujano lo primero que hace es realizar un estudio del paciente: diagnosticando dónde se genera la dolencia y a qué se debe. Acto seguido buscará los recursos que sirvan como instrumento para extirpar el tumor. Al acabar, recomendará una serie de pautas para que la herida sane y no vuelva a producirse.

Estudio del paciente: El sujeto autoritario

El fascismo es la fase final del autoritarismo como expresión colectiva. Siempre fue así, cualquier libro de historia te servirá de ilustración. Es aquello que abre paso, que allana el terreno y que sirve de excusa para asaltar el poder y derrotar la democracia.

Parafraseando a la filósofa Marcia Tiburi: “Para exterminar la democracia es necesario que el pueblo la odie, y eso es lo que el autoritarismo es y permite hacer”.

La máquina de fabricar fascistas es el odio, pues solo a través de este se rompe el diálogo de lo común. Ya no existe un “tú y yo”, sino que la lucha de clases se transforma en la lucha de todos contra todos, del sálvese quien pueda por encima de quien pueda y, cuando esto llega, se impone su dogma. Es entonces cuando el sujeto autoritario se viste de sacerdote y, con su verdad universal, cerrada e indiscutible en una mano y el odio en la otra, comienza la misa. La liturgia se desarrollará repitiendo una y otra vez el mismo mantra: esa idea de que alguien es culpable de algo, de que unos están por encima de otros o de que todos los males de este mundo tienen nombre, apellidos, género y país de procedencia.

El autoritarismo es citacionista, una ideología publicitaria que en la era del consumo salvaje nos tragamos a diestro y siniestro: “el consumo del lenguaje”. Por ello, capitalismo y fascismo siempre fueron amigos; a quien le vendes fácilmente una idea como jerárquicamente superior, le acabas vendiendo que necesita cualquier otro tipo de producto o servicio. Hablamos, por tanto, de un triunfo de la dictadura del consumo.

Recursos para extirpar el tumor: Memoria histórica y conocimiento

El autoritarismo, bien con fines totalitarios o con fines económicos, se ha expandido por todo el mundo a lo largo de los últimos siglos. Claros ejemplos de su triunfo son: España, Portugal, Italia, Alemania o Hungría, en Europa; China, Taiwán o Japón, en Asia; Argentina, Chile o Perú, en Latinoamérica. No podemos perderle de vista; la historia debe ser un recurso al que recurrir para entender lo que está pasando. Basta con mirar a través de las gafas del pasado para ver nítidamente la imagen de lo que tenemos delante: un mundo plagado de odio y ausencia de diálogo. Por ello, si queremos evitar que su auge prosiga, que vuelvan los fantasmas del pasado, no podemos dejar de prestar atención a los indicadores sociales, políticos, publicitarios y mediáticos, pues “el fascismo ni se crea ni se destruye, solo se transforma”. Adolf Hitler o Joseph Goebbels –por poner algún ejemplo– eran capaces de llenar cervecerías, plazas o ayuntamientos arraigando un profundo odio en los presentes mediante la oratoria y el discurso del engaño. ¿Su argumento más valioso? La estigmatización, virar los problemas de muchos en culpa de unos pocos porque ahí es donde está la clave: en tener siempre un culpable –a ser posible, indefenso–. El autoritarismo está diseñado para hablar frente a las masas apelando a sentimientos colectivos. Es fácil ser fascista: deja de pensar y consume las ideas que te venden a diario.

De ahí el esfuerzo de la derecha contra la memoria histórica y democrática, porque de ese modo combaten, desde ciertos sectores reticentes al cambio y al avance –siempre nostálgicos de tiempos pasados–, uno de los pocos instrumentos de los que dispone la ciudadanía para entender que esas ideas responden a un patrón.

Sin embargo, no solo debemos apoyarnos en la memoria histórica para detectar sujetos autoritarios, pues nuestro radar nunca estará completo sin otro recurso: el conocimiento. Solo así podremos ver la cara tras la máscara, el juego de manos del farsante. A modo de ejemplo, me centraré en la interpretación que realiza Antonio Maestre en su libro Infames para entender que lo que actualmente parece novedoso, la idea neoliberal del éxito y el mérito –discurso hegemónico vayas donde vayas y escuches a quien escuches–, no es nada nuevo:

Esta visión elitista y de segregación se explica por la percepción moral que se tiene de la actividad económica fruto de la perversión de la obra de Adam Smith por parte de la ideología moderantista y que ha llegado hasta nuestros días (…). “No queremos una España de proletarios, sino de propietarios”, dijo en 1959 el ministro de la vivienda José Luis de Arrese. Y fue brillante para sus intereses.

Según el urbanista Ramón Betrán: “El régimen franquista tiene un interés, como es natural, muy agudo por convertir a la población española entera en una población de propietarios. La propiedad desde luego amansa. Cuando el obrero se convierte en propietario, inmediatamente baja el tono reivindicativo. La persona que tiene una deuda importante durante muchos años, y además tiene familia, como suele ocurrir con el comprador de vivienda, no se puede permitir el lujo de ser un rebelde”.

Si conociéramos de antemano este tipo de manifiestos de los que la historia nos alerta, y el conocimiento nos ayuda a entender e interpretar, no caeríamos en el engaño, y consecuencia de este, en el apoyo y la difusión del discurso del odio. Es fácil tumbar el argumento autoritario y neoliberal actual, bastaría con decir que la segregación y la estratificación de la que hacen alarde los sujetos rabiosos del siglo XXI nos hacen débiles principalmente por dos motivos:

El primero es que no permite a los individuos agruparse en torno a lo colectivo y lo común por falta de identidad de clase; en otras palabras, el que es pobre se pasará toda la vida pensando que algún día será rico y perdonando los pecados y las maldades del que sí lo es. Difícilmente serás Amancio Ortega, Bill Gates, ni podrás tributar en Andorra.

En segundo y último lugar, si alguien te pone un blanco al que disparar y no preguntas qué hace delante, quién es o quién lo ha puesto ahí, considérate culpable. Antes de apretar el gatillo, es decir, antes de creer que la culpa es de una minoría y que se merece todo tu odio, analiza por qué se encuentran en esa situación, ya que igual el día de mañana tu realidad no es tan distinta, y en ese caso el disparo es a uno mismo.

La democracia, el diálogo y la convivencia no llevan con nosotros tanto tiempo; aquello en lo que pensamos como algo permanente puede romperse en cualquier momento. Son términos necesarios pero frágiles y en nuestras manos está cuidarlos.


Fuente →  huffingtonpost.es

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