¿De qué hablamos cuando hablamos de república?

 

Desde Aristóteles a los jacobinos y hasta nuestros días, el concepto de República hace referencia a algo más que simplemente una determinada forma de gobierno diferente a una monarquía.


¿De qué hablamos cuando hablamos de república?
David Casassas

Hablar de república no puede equivaler a caer en el pensamiento mágico o alimentar mitologías remotas: ni islas distantes ni futuros vaporosos. Hablar de república nos obliga a pensar y practicar la libertad. Aquí y ahora. Pero no de cualquier manera. Hablar de república exige captar y poner en circulación la particular noción de libertad que la tradición republicana ha manejado y maneja.

 La primacía de la libertad 

 Lo que es central en la tradición republicana es una idea de libertad definida de acuerdo con las condiciones materiales y simbólicas de existencia de individuos y grupos. Se es libre en la medida en que se disfruta de independencia personal. Obviamente, esto no quiere decir que la práctica de la libertad nos deba conducir a aislarnos como átomos dispersos en un mundo gaseoso, sin estructura; más bien significa que necesitamos disfrutar de independencia socioeconómica para ir tejiendo, sin servidumbres, una interrelación, una interdependencia respetuosa con la autonomía de todas las partes.

Este es el corazón de la noción de libertad republicana, que encontramos ya en Aristóteles y que llega hasta Marx y los socialismos y que, después, bien recientemente, ciertos filósofos anglosajones -Skinner y Pettit, entre otros- recogen cuando ofrecen la noción de «libertad republicana como no-dominación». Según Skinner y Pettit, un actor o conjunto de actores es libre cuando no es interferido de manera arbitraria y, además, vive en un escenario social e institucional que garantiza la ausencia de la mera posibilidad de ser interferido de manera arbitraria. No se trata sólo, pues, de no ser interferidos -al fin y al cabo, el esclavo del amo bondadoso y empático puede vivir sin ser interferido arbitrariamente, pero no por ello deja de ser esclavo-; se trata también de no ser interferibles, es decir, de disfrutar de una posición de invulnerabilidad social que permita mantenerse lejos del peso de posibles caprichos ajenos a nosotros que se nos puedan imponer por el hecho de encontrarnos inmersos en relaciones de poder de carácter asimétrico. 

Pero aquí también hay que deshacerse de toda posible abstracción metafísica. Una de las aportaciones más relevantes de Antoni Domènech, un filósofo que nos ha dejado recientemente y que nos ha dotado de esquemas de análisis a los que muchos recurrimos para pensar la emancipación social, radica en la exhortación a preguntarnos qué hace materialmente posible esta (idea de) libertad fundamentada en la independencia socioeconómica. Pues bien, si hacemos un rastreo de la defensa teórica y de la lucha política por la libertad republicana, nos encontramos siempre con la misma realidad: la propiedad. En resumen: no hay libertad sin propiedad. Hago referencia aquí, obviamente, a una «propiedad» entendida en un sentido muy amplio, que trasciende la mera tenencia de un título de propiedad jurídicamente sellado que podamos llevar en el bolsillo. De lo que se trata aquí, pues, es de pensar la "propiedad" como el control individual y / o colectivo de un conjunto de recursos materiales y simbólicos que nos conviertan en personas capaces de superar lo que Philip Pettit llama «el examen de la mirada »: ¿contamos con la capacidad de aguantar la mirada ajena sin tener que agachar la cabeza porque resulta que dependemos materialmente y / o simbólica de estas instancias ajenas a nosotros? ¿Podemos, a partir de ahí, decir y decidir qué mundo aspiramos a ir amoldando?  

Hablar de república exige captar y poner en circulación la particular noción de libertad que la tradición republicana ha manejado y maneja 

Es por todo ello que hay que insistir siempre en la diferencia entre la libertad republicana y la noción liberal de libertad. Hasta el siglo XIX nadie se atreve a hacer el supuesto de que aquel que, por ejemplo, se ve forzado a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir puede ser un individuo libre. ¿Por qué? Porque a esta persona le faltan los recursos cuyo control le permitiría pensar otras formas de trabajo y de vida, quizá también con otras personas. En cambio, la definición liberal reduce la noción de libertad a la categoría de mera igualdad ante la ley. Esta mutación conceptual la llevó el liberalismo, que se articula a raíz de la derrota del ala izquierda de la Revolución Francesa. Antes del siglo XIX -y esto incluye autores posteriormente y falsàriament vinculados al liberalismo, como Locke, Smith o Kant-, se asumía siempre la importancia de unas condiciones materiales y simbólicas que la libertad fuera efectiva.  

Republicanismo oligárquico y republicanismo democrático 

Ahora bien, según el republicanismo, quien estaba y está llamado a ser libre? ¿Qué grupos sociales? Esta pregunta ha sido objeto de una gran variedad de respuestas. Por un lado, ha habido luchas políticas y diseños institucionales abiertamente democráticos, en el sentido de que han establecido que las mujeres, los inmigrantes, los pobres, etc. también habían y deben ser incluidos en el demos y, por tanto, también deben convertirse en ciudadanos libres. Para lograrlo, estas formas de republicanismo democrático han aspirado y aspiran a garantizar políticamente recursos del tipo que sea para que esta gente -toda esta gente- pueda disfrutar de esta condición de independencia personal socioeconómicamente fundamentada.  

Pero esto no quiere decir que no haya habido otros tipos de republicanismo de carácter oligárquico que hayan partido del supuesto de que sólo deben ser libres aquellos que hayan nacido ya con recursos materiales y simbólicos garantizados -normalmente, hombres propietarios-. Y no pasa nada -afirma el republicanismo oligàrquico- si eres una mujer, un esclavo, un inmigrante o un pobre sin recursos: sencillamente, no eres libre. Fin de la historia. Pues bien, cuando, eso, no lo problematiza políticamente, cuando esta «solución» nos satisface, optamos por formas de republicanismo sin ambición democratizadora: es por eso que hablamos de republicanismo «oligárquico» o «antidemocrático». 

Pero resulta interesante observar que, sea cual sea el tipo de republicanismo ante el que nos encontramos, democrático o oligárquico, el vínculo entre libertad y control de recursos no se rompe nunca. En cambio, la tradición liberal nos dice que si tenemos un documento de identidad que se abstenga de especificar nuestra condición de esclavos, de siervos, de plebeyos o de chusma, automáticamente nos convertimos en hombres y mujeres libres: supuestamente, vivimos en un mundo con isonomía, es decir, con igualdad ante la ley, y eso -y sólo eso- es lo que necesitamos para poder decir que llevamos una vida libre. En resumen, el liberalismo asume que somos libres con independencia de las condiciones materiales y simbólicas de existencia de individuos y grupos. Y eso, sencillamente, no es cierto: estas condiciones no son suficientes, pero sí son estrictamente necesarias para el disfrute de niveles relevantes de libertad efectiva. El liberalismo, por tanto, tiene un problema conceptual mayúsculo y, encima, irresoluble: el grueso de su cuerpo doctrinal descansa sobre una gran ficción jurídica. 

Si hacemos un rastreo de la defensa teórica y de la lucha política por la libertad republicana, nos encontramos siempre con la misma realidad: la propiedad 

Dicho esto, como hemos de definir una república? Una república es una comunidad política, un espacio público donde podemos encontrarnos no tanto como «iguales» en el sentido de que todos contamos exactamente con la misma cantidad de recursos, sino como «iguales» en el sentido de que todos podamos controlar conjuntos relevantes de recursos que nos doten de independencia personal para ir tejiendo nuestra interdependencia en condiciones de ausencia de dominación. Es por ello que, en el mundo liberal, a pesar de que se haya empleado a menudo el término «república», ha sido muy difícil constituir repúblicas efectivas. Pensamos en la actual República Francesa o en la República de Haití. Si nos ajustamos a la definición de libertad republicana que hemos analizado, deberemos concluir que ambos regímenes tienen muy poco de «república». La República Francesa, como la haitiana, pueden recibir este apelativo, pero en ningún caso pueden ser consideradas «repúblicas». No acogen una monarquía -esto es bien cierto-, pero hay una cantidad ingente de ciudadanos -ciudadanos? - carentes de las condiciones materiales y simbólicas que se necesitan para disfrutar de una existencia libre -y tampoco hay la menor intención de que las cosas dejen de ser así-.  

 Todo ello, por cierto, pone de manifiesto que la historia de la devaluación de los conceptos políticos es larguísima y peligrosa. Tenemos república -y esto no se puede desaprendre- cuando tenemos conjuntos de actores sociales que, como diría Pettit, se pueden aguantar la mirada sin tener que bajar la cabeza como consecuencia de vínculos de dependencia. Tenemos república, pues, cuando tenemos conjuntos de personas equipadas con conjuntos de recursos tan diversos y cambiados como haga falta, pero que se estimen suficientes para convertirse en condición de posibilidad del ejercicio efectivo de la ciudadanía. Si tiramos por la borda este vínculo entre libertad y recursos, no puede haber república de ningún tipo, aunque hayamos levantado diseños institucionales que lleven este nombre. Lo que puede haber es otro tipo de regímenes y organizaciones políticas que habrá que caracterizar de otro modo.

Caballos de Troya para la reconquista popular de la república (o por qué una modernidad republicana-democrática es aún posible) 

Profundicemos ahora en la historia de la devaluación de los conceptos políticos. ¿Por qué la idea de república -y el republicanismo como cuerpo doctrinal- ha sido entendida a menudo, en Europa y en las Américas, como un proyecto abiertamente liberal? ¿Qué ha generado este trasvase conceptual y semántico? En buena medida, esto forma parte de una historia oscura, casi negra: la historia de la entrega, por parte de los movimientos emancipatorios contemporáneos, de conceptos que les pertenecen y de que acaban deshaciéndose para ofrecerles en bandeja de plata el campo político antagónico. No en vano esta historia es también la historia de la recibida festiva de todos estos conceptos e instituciones por parte de las oligarquías. Pensamos, nuevamente, en la noción de república, de la que el liberalismo se ha apropiado al precio de vaciarla de contenido, pero pensamos también en otros conceptos e instituciones, tales como «el mercado»: es innegable que los mercados pueden alojar relaciones sociales abiertamente opresoras y descivilitzadores Conocer bien la sangrienta historia de muchos mercados capitalistas-, pero los mercados pueden también ser otra cosa. Pero la oligarquía liberal se apropia de la noción de mercado -y también, obviamente, de la de «libertad», «mercado» o «libre mercado» - y lanza la siguiente aseveración: «las izquierdas son la gente de la igualdad , de lo común, etc. Nosotros, en cambio, somos la gente de la libertad, empezando por la libertad en el mercado ». En este punto, el más grave del asunto es que las izquierdas, los movimientos emancipatorios, que está claro que son «los de la igualdad y lo común» -entre otras cosas-, han tendido históricamente a aceptar este relato y han caído en la trampa, en una gran trampa. Porque las izquierdas, los movimientos emancipatorios modernos y contemporáneos también son los de la libertad -incluso los de la libertad en el seno de los mercados-, siempre y cuando esta libertad se defina de forma robusta y sustantiva. Bien mirado, la historia de la apropiación indebida de la noción de libertad, de libre mercado y, finalmente, de república por parte de la oligarquía es, también, la historia de la necedad, de la gravedad de toda una sarta de regalos conceptuales e institucionales-organizativos por parte de las izquierdas a las derechas, a las élites dirigentes. 

Todo esto equivale a decir que las oligarquías liberales han ganado una batalla conceptual y material que les ha permitido apoderarse del gobierno de la modernidad. Y lo han hecho, hay que insistir en ella- empleando conceptos y prácticas que siempre habían formado parte de las tradiciones emancipatorias. Y aquí empieza la tragedia: hoy -pero todo esto viene ya de lejos-, ante este uso perverso de todos estos conceptos y prácticas, unos conceptos y prácticas que, conducidos por los movimientos populares, habrían sido otra cosa y habrían ido dando a luz un mundo muy diferente, resulta que nos horrorizamos y los rechazamos. Qué concesión más absurdamente onerosa! En definitiva, se pueden hacer dos cosas. La primera es abandonar la lucha por la república, por la libertad, por mercados no depredadores, incluso para la representación política: visto que el liberalismo ha hecho de todo esto algo poco deseable, optamos por rechazarlo. La otra opción es mantener las posiciones y tratar de explicar por qué sólo desde una perspectiva popular y emancipatoria, republicana-democrática, se puede dotar a estos conceptos e instituciones de verdadero contenido sustantivo. Sin duda, esta segunda opción resulta interesante y prometedora tanto desde el punto de vista de la historia de las ideas como desde el de la lucha por una hegemonía cultural y política que favorezca los intereses de las clases populares. Es por ello que resulta crucial tratar de entender qué significaban estas prácticas y conceptos antes de triunfo del capitalismo que hemos conocido. 

El liberalismo, por tanto, tiene un problema conceptual mayúsculo y, encima, irresoluble: el grueso de su cuerpo doctrinal descansa sobre una gran ficción jurídica 

Si analizamos con detenimiento los textos de Maquiavelo, de Harrington, de Jefferson, de Smith o de Kant, entre muchos otros, nos damos cuenta enseguida que no tienen nada que ver con el tipo de organización de la modernidad con la que nos hemos encontrado . Es por ello que se hace necesaria una estrategia «troyana» de infiltración en el corazón de las tinieblas del lenguaje -y de la praxi- liberales que nos ayude a descubrir y afirmar que el rey va desnudo; que cuando el liberalismo habla de «libertad», de «democracia», de «representación», de «mercados», incluso de «esfera privada», etc., lo hace pervirtiendo el sentido de que las clases populares y los pensadores que supieron sintetizar sus aspiraciones -entre ellos, los que acabo de citar- quisieron dar a estas realidades en los albores de la «gran transformación» que nos trajo el mundo contemporáneo. No tiene sentido resignarse a aceptar la operación de vaciado de contenido que el liberalismo ha llevado a cabo. Conviene restaurar el sentido original que estos conceptos e instituciones llevaban de la mano. De ello depende la fortaleza de muchos de los proyectos emancipatorios que nos podamos dar (por) en la actualidad.   

Insisto: estos conceptos que asociamos a los «grandes pensadores» sintetizaban verdaderas luchas populares. Locke, Kant, Smith y Robespierre no inventaron nada de nada, o muy poco. Locke, Kant, Smith y Robespierre, entre otros, poseían mentes brillantes que saber destilar amplios movimientos políticos y sociales de la época, movimientos que también supieron proyectar hacia la modernidad con la intención de desplegar órdenes republicanos muy más inclusivos que lo que ha supuesto el capitalismo realmente existente. Pero el aparato mediático de la oligarquía es muy potente -también el aparato mediático de la academia encargada de hacer apología del capitalismo-, razón por la que, además de desfigurar el análisis de todos estos autores, ha logrado construir , en clave burguesa, elitista, unas ideas de república y de democracia vacías de contenido. Por todas estas razones, resulta profundamente erróneo que hablamos de la «república burguesa» o «liberal» y tratamos de oponerse a ellos. No tiene sentido oponerse a la «república burguesa», sencillamente, para que esta república no existe. Lo que sí tiene sentido, en cambio, es disputar a la burguesía, a las élites, la idea misma de república, recordando que un orden republicano es algo altamente exigente que va mucho más allá, en términos materiales e institucionales, de lo que ofrecen aquellos regímenes liberales que estas oligarquías han decidido llamar -de manera falsaria, insisto- «repúblicas». La «república burguesa» no existe, sencillamente, porque en ella se elimina el nexo de unión entre libertad y control de recursos, nexo que ya se ha visto que la noción republicana de libertad y de ciudadanía hace suyo y sitúa siempre al centro. En otras palabras, es siempre preferible encontrarse con un pensamiento complejos conservador o elitista que hable sin rodeos y nos diga que «aquí hay dirigentes y dirigidos, que aquellos que han nacido propietarios o acaudalados están llamados a dirigir, y los que han nacido pobres les toca callar y obedecer ». Puede ser una afirmación salvaje, pero es mucho más sincera y honrada que el acto liberal de alimentar mitos según los cuales «aquí no hay dirigentes y dirigidos, dado que todos somos iguales ante la ley». Cuando nos decidimos a desenmascarar esta gran operación de cosmética y confusionismo intelectuales y políticos? 

Por lo tanto, ante una estrategia meramente numantina, de «simple» resistencia alrededor de los conceptos de igualdad y de comunidad -y de ayuda mutua, y de autogestión, etc.-, conceptos que las tradiciones emancipatorias siempre han abrazado , conviene pensar seriamente la opción de nutrir esta estrategia troyana que, sin dejar de lado los valores típicamente asociados a «las izquierdas» -sin duda, se trata de algo que no nos podemos permitirlo, intente inocular el virus democrático-popular a conceptos e instituciones de que la derecha, a caballo del imaginario liberal, se ha apropiado. Hay república en Francia? Y en Haití? Y en Chile? Y en Sudáfrica? En el sentido de «ausencia de monarquía», tal vez sí los hay; pero en el sentido de presencia de una sociedad civil compuesta por individuos y grupos socioeconómicamente apoderados y, por tanto, capaces de articular una interdependencia realmente deseada por todas las partes, la república, en Francia, en Haití, en Chile y Sur- Sudáfrica, como en todas partes, brilla por su ausencia. ¿Es posible que haya llegado el momento de organizarnos para pensar y practicar una república materialmente sustantiva y socialmente inclusiva, democrática, en Francia, en Haití, en Chile, en Sudáfrica y en todos los territorios donde procesos constituyentes de carácter popular apunten a su desarrollo?


Fuente → catarsimagazin.cat

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