Antonio Machado, persona íntegra, de enterezas y hombría de bien,
supo llevar a su vida
la entrañable serenidad que en su lírica se aprecia. Y cuando decimos
vida al
referirnos a nuestro poeta, no aludimos a biografía, que aventura y
aconteceres
apenas tuvo. Hijo del insigne folklorista del mismo nombre, nació en
Sevilla,
julio de 1875, en la casa de las Dueñas, antiguo palacio del Duque de
Alba
mencionado en alguna de sus poesías. Andaluz en el que se produce un
clarísimo
fenómeno de castellanización —toda su vida transcurre entre la árida
meseta y el
cálido mediodía— , en el espíritu de esas dos regiones, esencia de la
península, nutrió el de su lírica, como en otro tiempo hicieran
Francisco de Medrano y
San Juan de la Cruz. Su niñez, hasta los ochos años, fué sevillana.
Después
vivió en Madrid, estudiando en el Instituto Libre de Enseñanza, y a
fines del
siglo realizó un viaje a París, seguido de otros que hizo por diversos
lugares
de España. En 1907 fué nombrado catedrático de Lengua francesa en Soria,
en
donde se casó y perdió a su esposa, cuyo recuerdo, según él mismo decía,
le
acompañó siempre. Bueno a carta cabal —«soy, en el buen sentido de la
palabra,
bueno»— , humanamente llano, afable, balbuciente, tímido, vive después
en
Baeza, en Segovia, ciudades pequeñas por las que pasea distraído, con su
aspecto derrotado, descuidada la indumentaria, sencillo, noble, modesto.
En
1932 se traslada al Instituto Calderón de Madrid, en cuya ciudad fué
sorprendido por la rebelión de militares primero y el cerco de
extranjeros
después. Como Goya en otras y semejantes circunstancias, su vida y su
obra
marcharon acordes con el vivir y el hacer populares. En los últimos
meses de
1936 llega a Valencia, reside en la Casa de la Cultura y más tarde
habita en
Rocafort, pueblo levantino, comenzando, en todo ese va y ven, su
colaboración,
que había de ser constante, en la revista Hora de España. Interviene en
los
debates del Congreso Internacional de Escritores celebrado en Valencia y
Madrid —julio de 1937—, trasladándose después a Barcelona, de donde
salió —enero
de 1939—, en aquel triste río, humano y fugitivo, a dar a la mar del
morir o
del destierro, que para él todo fué uno. «Donde acaba el pobre río, la
inmensa
mar nos espera», escribió cierta vez. En Collioure (Pirineos
orientales),
pueblo francés próximo a la frontera española, «casi desnudo, como los
hijos de
la mar», según había vaticinado, recibió tierra el 23 de febrero de
1939.
Los
pasos que dio en vida hallaron fiel reflejo en su lírica. Atraviesa la época
decadente y ridícula de fin de siglo, intacto, sin ser influido por ella. Amigo
y admirador de Darío, aunque a veces adopta las formas de éste, el alejandrino
sobre todo, no existe, realmente, ninguna semejanza entre la poesía del
nicaragüense y la suya. Muy al contrario, el verso de Machado, hondo y grave,
es esencialmente opuesto al modernismo, de lujoso idioma exterior, sensual,
todo apariencia, tan cargado de moda. Si en su obra no hay relación directa con
las bogas del momento —y a ello debe esa nota de clásico envida,
de poeta estable, con valor permanente y eterno—, en cambio pueden señalarse
claras influencias de las tierras en que habitó. Su lirismo primero, el de
Soledades, galerías y otros poemas, tiene muy evidentes huellas andaluzas, y
también, en relación con ellas, rasgos del mejor romanticismo, del más digno.
El andalucismo culto del Machado de comienzos de siglo, debe ser comprendido
ligándolo íntimamente a la figura del otro gran se villano y romántico, Gustavo
Adolfo Bécquer, a quien debe la sensación de mundo soñado, de galería interior,
de poesía desnuda, y el palpitar de su palabra, que procede del alma, próximo
a las Rimas. Nostalgia, transparencia y construcciones poéticas basadas en el
recuerdo se unen en esa obra a la poesía española espiritual de Manrique y
Quevedo, a quienes recuerda por su fondo moral y su pensamiento de empaque
varonil, sencillo y a veces melancólico.
Se
traslada al yermo castellano, pasa años en Soria, «árida y fría», y entonces
cultiva el paisaje y la descripción de la alta meseta, gris y adusta, en
poemas en donde asoman un tanto la elocuencia y el énfasis, faltándoles, acaso,
la extraordinaria justeza de su primera época. Campos de Castilla, su nuevo
libro, le señala con toda evidencia como el único poeta en verso del 98. Ya en
su obra anterior se apreciaban trazas de esa generación —pesimismo, ausencia de
retórica, tristeza— , que ahora acentúa con su preocupación por el destino de
España, con su amor a la tierra, su acercamiento al pueblo y por el sentido
social que aparece en sus versos. El afán crítico mostrado en ellos, rasgo
propio de la citada generación, deja traslucir la ideología de origen
krausista, común a muchos de sus contemporáneos y maestros, que en
Machado se manifiesta con personales influjos de Kant y Schopenhauer. Uno de
los aspectos de Campos de Castilla, el de los proverbios rimados, se prolonga
en Nuevas canciones, obra compuesta, en su mayor parte, de poesía sentenciosa
lírico-popular, en la que se confunden pensamiento y canción como es norma
entre sus paisanos.
Los
últimos escritos de este poeta, casi todos en prosa, contienen su «arte
poética», metafísica y glosas de toda índole, con las que prueba el hondo
conocimiento que tuvo de la filosofía, por la que estaban sus preferencias, y
su certeza peculiar para el comentario, cualidad que hizo de él un «pobrecito
hablador» de nuestra época. Antonio Machado ocupa, con Juan Ramón Jiménez, el
más alto rango en la poesía española contemporánea. Gran poeta menor, de
obra breve por concentrada e intensa, identificó hombría de bien y
nombradía, hombre y nombre, uniendo a su profunda lírica, expresión viva de
nuestro pueblo, su muy honrada y noble existencia, limpio azogue en donde puso
sus ojos toda la España leal.
José Ricardo Morales
Poetas en el destierro
Editorial Cruz del Sur, 1943
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