Se cumplen 40 años del intento de golpe de Estado del 23F y mañana el Congreso organiza un homenaje con la ausencia de hasta siete partidos políticos. Se pretende conmemorar la fortaleza de nuestra democracia, con un rey más cuestionado que nunca, un emérito corrupto huído y un 23F cuya historia real se desconoce puesto que, al amparo de la ley franquista de secretos oficiales, ningún gobierno ha querido arrojar luz sobre él.
Todo cuanto rodea al 23F es turbio. Las teorías son diversas, pero yo mismo entrevisté hace años a un ex alto cargo del CESID (ahora CNI) que llegó a facilitar, incluso, la lista completa del gobierno de concentración que, según él, tendría que haber surgido tras el golpe. Todas las versiones que hemos oído en estos 40 años presentan lagunas, especialmente la versión oficial, que no hay por dónde cogerla, con hechos que rozan lo humorístico como el de
Creer en la versión oficial es un puro acto de fe, como quien cree en el espíritu santo, y el hecho de que ningún gobierno desclasifique los papeles del 23F no sólo refuerza las teorías de la conspiración, sino que debilita la versión transmitida por quienes mañana conmemoran aquella infausta jornada de 1981. Nada bueno hay cuando existe tanto recelo a la transparencia.
Por todo ello, el homenaje que tendrá lugar mañana es un despropósito. Se desea lanzar un mensaje de fortaleza democrática mientras se nos niega a la ciudadanía información gracias a una ley franquista de 1968. De no modificarse este ley, no será hasta 2030 cuando sepamos qué sucedió realmente en aquel golpe de Estado.
Y como guinda del pastel, con la ausencia del emérito, al que la versión oficial sitúa como el héroe del 23F, y con el temor de que Felipe VI ensalce su figura pese a estar huído y con la mancha de la corrupción que le cala hasta los huesos. El mejor homenaje de 23F es desclasificar sus papeles, pero no interesa. Por algo será, cuatro décadas después.
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