Fragmento del libro de Manolo Monereo 'Oligarquía o democracia. España, nuestro futuro' (El Viejo Topo, 2020), que recopila sus últimos artículos.
Contra el pesimismo: una esperanza concreta y posible
Me vengo haciendo algunas preguntas desde hace meses: ¿cómo afectará a nuestras sociedades convivir cotidianamente con la muerte? ¿Qué consecuencias tendrá para nuestras vidas un miedo que se convierte en una segunda piel y nos aterroriza? Lo de la covid-19 viene para quedarse, en esta forma o en otras. Aparece como un mal de esta civilización. Poder, globalización e inseguridad van de la mano en un sentido muy preciso: no controlamos nuestras vidas. No es un problema nuevo. De hecho, la reflexión sobre el poder político, en sus viejas y nuevas definiciones, acentúan como su característica fundamental el ser un instrumento para controlar el miedo, para regularlo, administrarlo e intentar gobernarlo.
Danilo Zolo dedicó una parte de sus aportaciones intelectuales a estos problemas desde ópticas diversas y con unas consecuencias iluminadoras. La última de sus monografías fue dedicada precisamente al miedo. Tampoco es casual. La Escuela Italiana (Maquiavelo y los neomaquiavélicos) nos dejaron reflexiones cargadas de razones que apuntaban como características del poder político crear seguridad, dar confianza en el intento, para ellos siempre vano, de controlar nuestro destino. La paradoja es que el gobierno del miedo se hace a través del miedo. Hobbes lo señaló con toda claridad como problema permanente de nuestras sociedades. Quizás fue Guglielmo Ferrero el que lo expresó más dramáticamente: “el poder es la manifestación suprema del miedo que el hombre se provoca a sí mismo en su vano esfuerzo de huir del terror”.
Del miedo al pánico hay una distancia que se puede recorrer con mucha rapidez. El miedo a la pandemia está mutando en miedo al futuro que se vive desde el presente. Las perspectivas cambian mucho cuando el futuro se convierte en oscuridad, en una inseguridad existencial y, sobre todo, en un destino que se quiere evitar. Asoma un problema sobre el que vengo insistiendo desde hace tiempo, a saber, las demandas de seguridad, orden y derechos que vienen desde unas clases trabajadoras que viven en un retroceso social permanente marcado por la desigualdad y la precariedad. La relación entre poder, globalización capitalista y miedo es la característica más sobresaliente de esta época. Detrás, el triunfo de una lógica económico-social que tiende a la mercantilización de las relaciones sociales, a la valorización del conjunto de los recursos naturales y humanos y al planificado desmontaje de todos los mecanismos de control político, jurídico y social que defendían a la sociedad del mercado autorregulado. En su centro, el proyecto imperial de los EEUU, el incremento sustancial del poder de las grandes corporaciones y, específicamente, el dominio de las grandes finanzas sobre vida económica en su conjunto.
En muchos sentidos, el miedo a la pandemia como causa de una muerte genérica, que se concreta en nuestro entorno, está cambiando la vida de las personas y aporta un dato decisivo a una transición geopolítica que no ha hecho otra cosa que comenzar. El colapso civilizatorio que se preveía en el horizonte de una crisis ecológico social, ya pronosticada, se adelanta con un dato oscuro, sinuoso, que nos atemoriza e incrementa la demanda de soluciones radicales efectivas y urgentes. Lo público se convierte en lo primero y se espera que el Estado actúe enérgicamente para defender a las poblaciones prestando servicios sociales de calidad y asegurando la igualdad material.
Dentro de esta gran crisis individualizo cuatro, relacionadas entre sí y acumulativas: a) crisis socio-sanitaria; b) crisis económico-productiva; c) crisis generacional; y d) “crisis de la política” en sentido fuerte. Un análisis pormenorizado nos llevaría demasiado lejos para las intenciones de este escrito. Solo señalar que se abre, de nuevo, un antagonismo, una contradicción nunca resuelta del todo, que opone a la lógica de las necesidades humanas básicas, la lógica durísima e impersonal de la valorización del capital. Cada crisis la pone de manifiesto y la desvela. Ya no hay oídos para políticas que hablen de austeridad, de déficits financieros y de deuda. Las gentes reclaman imperiosamente una sanidad pública de calidad, desmercantilizada y al servicio de las mayorías sociales. La exigencia es tan fuerte que el viejo argumentario neoliberal ha desaparecido y crece la desconfianza de los grandes poderes económicos. La otra cara es la crisis económica. Esta vez, el estado de necesidad no lleva a golpes de Estado antisociales, al menos, por ahora. Parecería que elementos claves de las políticas económicas dominantes empiezan a ir contra
corriente, no ya de las necesidades de las personas, sino contra las nuevas lógicas productivas, tecnológicas y geopolíticas. Las consecuencias económicas, sin embargo, van a ser brutales y cuestionarán a fondo el modelo de integración europeo, al sistema euro y obligarán a una redefinición radical del papel de los Estados.
La crisis generacional se agrava y no se puede eludir. Una generación, varias solapadamente, han vivido en un mismo ciclo vital, dos crisis económicas. Han pasado del optimismo general de los 90 a un pesimismo casi permanente. Solo una minoría ha mejorado sustancialmente sus condiciones de vida. No hablo de abstracciones. El paro juvenil supera en España el 40% y tenderá a crecer. La precariedad se convierte para muchas personas en un modo de vivir y el futuro, un problema sin solución. La derrota de las expectativas del 15M inclinan a la población hacia el individualismo, el sálvese quien pueda y a la lógica del día a día. Vivir eludiendo lo consciente, el juicio sobre las cosas y los acontecimientos; huir de un demasiado grande y ajeno. Un individualismo sin individualidad que busca desesperadamente artilugios para no pensar en un futuro amenazante que está llamando a la puerta. La alienación como programa y la disponibilidad como condición de vida.
El futuro como problema también ha venido para quedarse. Lo que está apareciendo ahora dramáticamente es la “crisis de la política” en sentido estricto; es decir, de su capacidad para resolver los problemas reales de las poblaciones, de su eficacia para producir seguridad, orden y garantía de derechos, de su compromiso de defensa de las mayorías sociales durísimamente golpeadas por las diversas crisis. En esas estamos. Son muy parecidas a las condiciones en que vivieron las sociedades nacionales en los finales de la II Guerra Mundial. Unos Estados fortalecidos, unas clases trabajadoras que se habían jugado la vida y unas mujeres obreras que sostuvieron la producción e incrementaron los cuidados. Se ganó una guerra y no se estaba dispuesto a perder la paz, una vez más. Los partidos de izquierda, los sindicatos exigieron entonces derechos laborales y sindicales, servicios públicos de calidad, incremento del gasto público, control sobre el mercado capitalista, especialmente de las finanzas, y la nacionalización de los sectores estratégicos. Esa es la actitud que deberíamos tener ahora: ampliar y asegurar derechos, fortalecer el poder contractual de las clases trabajadoras e incrementar su capacidad de movilización, poner fin a los tratados europeos que imponen las políticas de austeridad, permitir la financiación directa de los gobiernos, imponer la justicia fiscal, fortalecer la autonomía de nuestro aparato productivo, reindustrializar el país y promover la cohesión territorial.
Inteligencia como lucidez; voluntad como programa; organización como fuerza; lucha como método y unidad como estrategia. No dejarse vencer por la realidad y aprender de ella. Ahora toca acompañar, impulsar y organizar a las poblaciones que exigen seguridad, orden, derechos. Luchar contra el miedo con plataformas que construyan futuros colectivos, que fomenten el trabajo político y social voluntario, que impulsen la autoorganización y compromiso. La pandemia tiene muchas lecturas; ninguna nos invita al pesimismo, más bien al contrario: a un proyecto de país claro, a la Tercera República como objetivo, al poder constituyente como fundamento.
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¿Una izquierda Viriato?
De las muchas líneas políticas que emergieron en el 15M, apareció una sobresaliente que los dirigentes de lo que luego sería Podemos defendieron. Me refiero a una oposición que hablaba sin miedo de España, de la existencia de “la trama”, de proceso constituyente republicano, de democratización sustancial de los poderes económicos desde una lógica socialista, de defensa de la soberanía popular. La palabra patriotismo apareció con fuerza y abiertamente les disputaba a las derechas el imaginario y la identidad de otra España posible; voluntad de mayoría. No duró demasiado: desde el primer momento tuvo un rechazo muy fuerte de una cierta izquierda y, sobre todo, de los partidos nacionalistas, especialmente catalanes. No es casualidad que connotados dirigentes independentistas denunciaran el 15M como españolista por situar la cuestión social en el centro del debate público. Las acusaciones de nacionalistas españoles, de “rojo-pardos” o, simplemente, de “populistas” se fueron dejando caer hasta convertirse en descalificaciones especialmente groseras. Rizando el rizo, alguien habló de “izquierda Viriato” con que venía a denunciar, ante los poderes mediáticos, la operación de una supuesta izquierda reaccionaria y fascistizante. La metáfora “Viriato” tiene enjundia y dice mucho de cómo piensan algunos intelectuales de una izquierda arrepentida o que hace mucho dejo de serla. ¿Qué se quiere decir? Que Viriato era un reaccionario que se opuso con las armas en la mano a una civilización superior. El imperio romano tenía el derecho y hasta el deber de conquistar unos territorios bárbaros y aportarles su cultura, sacarlos del atraso y ponerlos a la altura del progreso histórico. Viriato cometió el terrible error de defenderse de un invasor, de oponerse a un imperio que pretendía esclavizarlo, de sostener su identidad y de luchar por su libertad. Puestos así, ¿por qué no hablar del “reaccionario” Espartaco y de tantos otros que, en todas partes, se han sublevado contra los viejos imperios y nuevos imperialismos?
La calificación de izquierda Viriato pretende definir a una izquierda “reaccionaria” porque ésta se opone a la globalización capitalista, porque rechaza el tipo de integración que define a la Unión Europea, porque defiende el Estado nacional y, digámoslo con claridad, porque habla de España como Patria. Todo está permitido, todo es tolerado siempre que no se crucen ciertas líneas que lo políticamente correcto santifica y que agentes duchos en la especialidad de detectar los malos pensamientos ajenos, convierten en un discurso disciplinario que criminaliza a personas e ideas, pretendiendo expulsarlas de la esfera pública. Dicen, son rojo-pardos y se acabó el debate. Pero hay que entenderlos, el mundo que lleva emergiendo desde hace años no se parece al que soñaron e idearon.
La globalización feliz terminó cruentamente y desde 2008 está en crisis en todas partes. La historia retorna y hoy vemos una disputa por la hegemonía entre dos grandes potencias, dos grandes Estados nacionales. Esta confrontación está cambiando el mundo que hemos conocido y nos sitúa ante una gran transición geopolítica. La globalización ha durado lo que la hegemonía unipolar norteamericana y hoy asistimos al inicio de un proceso que significará una enorme redistribución de poder a nivel mundial. La historia retorna y se venga. De por medio, una guerra económica de grandes dimensiones, una escalada armamentista especialmente significativa y una disputa tecnológica que no conoce límites. La crisis ecológico social del planeta se agrava y la covid-19 da señales de que el metabolismo con la naturaleza se está rompiendo por sus eslabones más débiles. Es más, como repitió tantas veces Aníbal Quijano, el “descubrimiento” de América significó, a la vez, la aparición del capitalismo, de la modernidad y del racismo. Son estos más de 500 años lo que hoy se está poniendo en cuestión en un sentido muy preciso: Occidente va a dejar de ser la geocultura dominante y las modernidades que hemos conocido están mutando delante de nuestros ojos. Culturas sometidas, subalternadas y, en muchos sentidos reprimidas, emergerán con una fuerza inusitada. Estamos en algo más que en un simple cambio de época.
Desde los de abajo, desde las clases trabajadoras, desde las clases subalternas, el problema radical es otro y tiene que ver con la cuestión de la alternativa. El tema se podría plantear del siguiente modo: nunca como hoy ha sido tan necesaria la superación del modo de producir, consumir y vivir, del capitalismo; y, sin embargo, nunca ha aparecido tan lejana esta posibilidad de superación. “Socialismo o barbarie” se pensaba como una opción que el tiempo histórico plantearía como dilema. El problema es que la barbarie avanza y el socialismo como propuesta social y política, se ha difuminado.
El capitalismo sin alternativa significa decadencia, pudrimiento e involución social, guerras y potentes conflictos ecológico-sociales. No es este el lugar para intentar clarificar un problema extremadamente difícil y que requiere una reflexión colectiva dirigida hacia la práctica. Esto no se resuelve solo con debates más o menos profundos, más o menos imaginativos, sino que, de una u otra forma, deben de acompañar a la práctica de la lucha social, superar obstáculos teóricos enraizados e impulsar los debates estratégicos que han ido desapareciendo de nuestro horizonte. Lo decisivo será: unas clases trabajadoras que se enraícen en su realidad nacional-popular, que tengan vocación de hegemonía para liderar un bloque histórico-social alternativo.
3
La Unión Europea como proyecto político: ¿realmente estamos ante el fin del Estado nación?
La “España sin problema”, como decía Calvo Serer, era la que había resuelto todos sus problemas históricos; para él, el franquismo fue un modo de resolverlo de una vez por todas. La España que supuestamente había dejado de ser un problema después de la Transición y de la Constitución del 78 lo fue de un modo singular: el ingreso en el Mercado Común resolvería nuestros viejos y nuevos problemas, se impondría una nueva modernización que nos permitiría el atajo a la Modernidad soñada. La singularidad era notoria: dada nuestra incapacidad para solucionar nuestras dificultades, sería Europa quien las resolviese. La España sin problema era la España que no tenía solución desde sí misma y que dejaba su futuro en manos de una construcción europea que se aceleraba después de la caída del Muro de Berlín y de la implosión de la URSS. Se trataba más de una fuga que de una elección libre sobre los dilemas estratégicos de país.
Entiéndase bien: una cosa es estar de acuerdo con un proyecto de integración supranacional, evaluar sus orientaciones básicas, definir con precisión los insoslayables intereses nacionales y, sobre todo, el tipo de relación de dicha integración con el nuevo ordenamiento jurídico político definido en la Constitución del 78. Es decir, la compatibilidad de esta con el Estado social y democrático de derecho que había hegemonizado el nuevo consenso social tras el complejo y duro proceso que fue la llamada Transición. Fugarse era otra cosa, era aceptar las reglas del juego existentes y subirse a un tren concebido como la última oportunidad. Se negoció mal el periodo de transición, lo que tuvo consecuencias negativas para nuestra industria, para nuestra agricultura, nuestros derechos laborales y sindicales y en el modo de reinsertarnos en una Europa, ya se ha dicho, que cambiaba aceleradamente.
No se le puede negar habilidad a Felipe González, escogió el bando ganador –Alemania– y se convirtió en un aliado fiel; se recibieron cuantiosos fondos estructurales que modernizaron nuestras infraestructuras, apoyaron los programas estrella de la socialdemocracia española (la Expo del 92 y los Juegos Olímpicos de Barcelona) y ayudaron a paliar los efectos sociales de una brutal reconversión industrial y agraria. La otra cara también la conocimos: especialización productiva en torno al turismo, la construcción y un potente sector financiero; dejar que las multinacionales definieran el tamaño y composición de nuestro débil sector industrial y convertir el territorio español en zona liberada para todo tipo de depredaciones ecológicas, sociales y territoriales. La España vaciada tomó un nuevo impulso en un momento en que se desarrollaba el Estado autonómico y la democracia local. Los nuevos poderes, supuestamente democratizadores, hicieron poco para revertir un desarrollo desigual que se profundizaba en un territorio que se fracturaba duraderamente.
Las relaciones entre la izquierda y la Unión Europea cambiaron profundamente tras la disolución del llamado “imperio del mal”. Hubo dos momentos: el primero fue de optimismo, la socialdemocracia había ganado, los comunistas de casi todas partes reconocieron sus errores de origen y pidieron su ingreso inmediato en la Internacional Socialista. Después de la disolución del Pacto de Varsovia —era la música y la letra de los progresistas unidos del mundo— los grandes problemas del mundo empezarían a resolverse: reformar la ONU, dedicar medios para resolver la crisis ecológica y la pobreza, modernizar la agricultura y asegurar el agua como elemento imprescindible… Otro tema central fue el de los bloques militares ya que, si uno se había disuelto, el otro debería hacerlo de igual manera, empezando por un desarme radical, la reducción de los presupuestos militares y una nueva concepción de la seguridad internacional. Este era, en muchos sentidos, el proyecto Gorbachov. La guerra de Irak lo cambió todo y muchos tuvieron que aterrizar en una realidad que señalaba: EEUU había ganado una guerra mundial no declarada y se imponía un nuevo orden internacional bajo su hegemonía unipolar.
Del optimismo se pasó entonces al realismo descarnado: había que aceptar y adaptarse a marcha forzada a ese nuevo orden que pronto se llamaría “globalización”. El fin de la URSS debilitó a la socialdemocracia –paradojas de la relación de fuerzas político militares— y la fue convirtiendo en la mano izquierda de un neoliberalismo transformado en discurso dominante. La OTAN, no solo no se disolvió, sino que se amplió acorralando a Rusia y convirtiéndose en el brazo armado de ese nuevo orden que aseguraría el “nuevo siglo americano”. Lo peor no fue el paso de una parte sustancial de la izquierda al neoliberalismo, sino que el proyecto socialista se difuminó del imaginario crítico, perdió sustento social y se convirtió en memoria histórica derrotada.
La UE que surge de Maastricht está marcada por este contexto, delimitado por un proyecto de globalización capitalista que había que adaptar, imponer y desarrollar en esta Europa que reunificaba a Alemania, que se ampliaba al Este y que redefinía una alianza estratégica con la potencia vencedora, es decir, los EEUU. La apuesta de la Francia de Mitterrand por “amarrar” a Alemania se hizo del peor modo posible, configurando un euro al modo que Alemania quería y necesitaba para poder asumir la integración de la RDA: una moneda sin Estado y bajo los criterios de la potencia hegemónica. Francia “negoció” su futura subalternidad.
Formalmente, la UE es un sujeto jurídico basado en tratados internacionales. El Tribunal Constitucional alemán –del que ahora es políticamente incorrecto hablar bien— sigue afirmando que los Estados son los verdaderos “señores de los tratados” y que el Tribunal de Justicia Europeo no es un tribunal constitucional tal como son los tribunales constitucionales de los diferentes Estados europeos. Ahora bien, el problema comienza cuando la soberanía que se cede por el Estado nacional es de tal magnitud que deconstruye decisivamente los ordenamientos jurídicos-constitucionales de estos Estados —el Estado social en sus fundamentos— e impone un ordenamiento supraestatal, materialmente constitucional, sobre las Constituciones nacionales que han sido democráticamente legitimadas.
Volvamos a la “analogía doméstica” o analogía interna. Como es sabido, se trata de una formulación del conocido especialista en relaciones internacionales, el australiano Hedley Bull. Lo que quiere decir con analogía doméstica en el contexto de la integración europea es lo siguiente: partir del tipo de Estado nación y trasladarlo, sin más, un futuro Estado Federal europeo. El relato que se suele hacer comienza constatando que el Estado nación que conocemos es demasiado grande para determinadas cosas y demasiado pequeño para otras; es decir, no tiene las dimensiones adecuadas para ser un actor significativo en las relaciones internacionales. La analogía comienza aquí: los datos y las características de un Estado en particular —por ejemplo, España— se predican de un Estado futuro que suponga la integración de 27 Estados. La imagen, el esquema mental, oculta tal complejidad de factores y datos de la realidad que la hacen inservible como proceso real, pero la hacen funcional idealmente impulsando eso que se ha llamado enfáticamente los Estados Unidos de Europa.
La analogía doméstica parte de unos supuestos que la hacen irreal. El primero es presuponer una simetría de poderes entre los Estados, aunque sabemos que esto no es verdad. El viejo dicho funciona: todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Esto significa hablar de Francia, pero, sobre todo, de Alemania. El gran país germano es el gran hegemón de la construcción europea; goza de poder estructural e impone sus criterios básicos. Claro está, articula, negocia, crea coaliciones, pero es la garantía última del proceso. Dicho de otra manera, la UE para funcionar necesita de un Estado fuerte que gobierne una estructura de relaciones que, en último término, son de poder. El segundo supuesto es que el tipo de Estado, dotación de recursos, mecanismos de regulación y derechos sociales son equivalentes o tienden a serlo. Los Estados son producto de un conflicto social, organizan consensos básicos y promueven mecanismos de lo que se ha denominado, el monopolio de la fuerza legítima.
El constitucionalismo social ha sido un elemento esencial en la configuración de algunos Estados después de la II Guerra Mundial. Otros Estados, no solo no lo han tenido nunca, sino que se oponen a ello. La tendencia objetiva ha sido: desmantelar los Estados sociales, privatizar servicios públicos y empresas estatales, así como desregular los mercados. Aquí se ve lo que oculta la “analogía doméstica”; lo que pierden los Estados por abajo, no se recupera por arriba. El constitucionalismo social del Estado español o italiano no se recupera en el ordenamiento jurídico de la Unión Europea, es más bien, lo contrario: se les imponen un conjunto de normas que lo minimizan, lo desarticulan y lo convierten en meras declaraciones.
Otro supuesto del que se parte es subvalorar la fuerza y la legitimidad de los Estados nacionales. Por mucho que se afirme una y otra vez, no existe un “pueblo europeo” ni como realidad ni como proyecto. Aquí las paradojas son enormes y tienden a multiplicarse. La UE le tiene horror a la transparencia, a la participación popular, a la democracia como conflicto. Sus espacios públicos son pequeños y sus aparatos de propaganda, inmensos. Para que funciones tiene que eludir sistemáticamente el “momento” democrático. Se presupone que hay un pueblo europeo y, sin embargo, se le margina de la toma de decisiones fundamentales.
Hay un cuarto elemento que siempre se olvida y es el papel internacional de la UE. Hay que subrayar que Donald Trump lo pone fácil: desprecia públicamente a sus aliados y amenaza periódicamente con redefinir el papel de EEUU en la OTAN; es decir, impone y no negocia. La llamada política de defensa y seguridad europea no deja de ser, hoy por hoy, un conjunto de buenos deseos y siempre, siempre de la mano de una OTAN agonizante. Resumiendo, la UE no es un sujeto internacional autónomo sino un aliado subalterno de los grandes intereses de EEUU, en general, y de la actual Administración norteamericana, en particular; la cual intenta mantener unas relaciones internacionales de poder que están en crisis en todas partes. A estos intentos contribuye dócilmente la UE siguiendo a EEUU en la mayor parte de sus acciones internacionales.
No intento agotar el tema; solo subrayar que en la UE hay ganadores y perdedores, que hay centro y periferias y que, en este momento, se está definiendo una nueva división del trabajo que acentúa nuestra dependencia económica y política. El futuro de España, su nivel de derechos y libertades, de servicios públicos, el desarrollo de su sistema productivo y su inserción internacional, están en cuestión. De ahí la necesidad de un nuevo proyecto de país que construya futuro para las nuevas generaciones, que ensanche los derechos laborales y sindicales y que haga de la reindustrialización del país una tarea colectiva. Pensar que todo esto se puede lograr en esta UE es convertir los deseos en realidad y engañarse.
Fuente → cuartopoder.es
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