No, no teníamos un ejército. Teníamos lo que podíamos tener. Lo que hubiera tenido cualquier país en nuestras mismas condiciones: concentraciones humanas con menos armas que heroísmo, con más ansias de triunfo que victorias, sobradas de instructores y faltas de capitanes. El enemigo se cebaba en ellas, derrotándolas, a favor de la superabundancia de su material.
El día 23 de diciembre dio comienzo la ofensiva. Los ataques comenzaron entre Lérida y Fraga, por un lado, y Balaguer y Tremp, del otro. La reciedumbre de la acometida no nos causó sorpresa. Conocíamos con bastante exactitud la acumulación de material hecha por el adversario para dudar de la dureza de sus golpes. Sólo en el Antiguo Testamento, y ello por concesión expresa del Señor, la piedra del hondero abate al gigante. Nuestros soldados no pueden resistir la acometida. Necesitan ceder el terreno a la aviación y a la artillería. La infantería llega después, cuando prácticamente no existe combate. La desigualdad de medios es trágica.
El suelo y el cielo son de fuego. Artilleros y aviadores cambian la estructura del terreno. Nuestras piezas y nuestros aparatos pueden muy poco. Su inferioridad numérica es trágica. Como frecuentemente nos ha sucedido en el curso de la guerra, a la hora de la batalla el material que debíamos meter en ella está en camino. ¡Y qué camino! El adversario lo tiene en plena explotación al servicio de su infantería, que no necesita desarrollar, como la nuestra, el potencial heroico.
Nuestras tropas no pueden oponerse al avance. Se pliegan, retroceden. Hacen pie donde encuentran terreno propicio, pero su resistencia resulta efímera. La rompen artilleros y aviadores, implacables en su trabajo, en ocasiones simultáneo. Cedida la posición, los soldados republicanos vuelven por ella y es frecuente que la recuperen para sufrir, esta vez enconado, el ataque de los aviadores, contra los que son impotentes.
Recuperaciones y contenciones que, constituyendo aisladamente proezas altísimas, conseguidas con el sacrificio de muchas vidas, no representaban, en el conjunto de la situación, ninguna ventaja apreciable.
Los soldados de Franco no podían sentir el cansancio. No hay soldado que lo sienta cuando sus jefes le conducen a la victoria. Los nuestros, en cambio, se iban quedando sin aliento. El hombre había dado de sí cuanto humanamente podía. Era igual que otro hombre cualquiera, italiano o marroquí, pero inferior, como pieza de combate, a un avión o a una masa de fuego de artillería. Cedía no ante los hombres, sino a la mecánica, al potencial bélico que manejaban los soldados que tenía enfrente. ¡Qué inmensa y terrible desproporción! Son varios los militares extranjeros que han escrito ampliamente sobre las lecciones de la guerra de España, desdeñando, quizá por ser sobradamente conocida, la más evidente de todas ellas: la inutilidad del heroísmo como elemento de victoria cuando se carece del material adecuado para administrarlo. El heroísmo no es monopolio de un ejército determinado. Si no aludo concretamente a los soldados de Franco no es ciertamente porque careciesen de él, sino porque en la ofensiva de Barcelona, como antes en la del Norte, no necesitaron poner en juego su exaltación. La abundancia de material les economizaba, salvo en episodios aislados, los trances de desesperación, momentos en que florece el heroísmo. (La ratificación en este punto de vista pudo verla el lector en la invasión de Polonia por los alemanes. El heroísmo polaco, entrenado por Pilsudski para la guerra, no pudo contra la terrible máquina alemana, estudiada para una guerra–relámpago). Ruedas de ese mecanismo brutal, completadas por los donativos del ejército italiano, eran las que actuaban en Cataluña. Con heroísmos humanos no había posibilidad de detenerlas. Necesitábamos material y no teníamos.
-Fuente: Guerra y vicisitudes de los españoles, de Julián Zugazagoitia.
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