La primera disposición sobre los cementerios es previa a la aprobación del texto constitucional. Un Decreto del Gobierno Provisional de 9 de julio de 1931, luego ratificado por las Cortes en el mes de diciembre, establecía el sometimiento de los cementerios civiles a los Ayuntamientos. Pero lo que es más importante, estipulaba que el carácter del enterramiento, ya fuera civil, ya religioso, era voluntad exclusiva del difunto y/o de sus familiares. Estas medidas hicieron que algunos Ayuntamientos decidieran, en virtud de las competencias adquiridas, terminar con la división en el seno de los cementerios entre su parte civil y la religiosa. Así lo hizo Barcelona en el mes de noviembre de 1931. En este sentido, el artículo 27 de la Constitución de 1931 establecía que los cementerios estarían sujetos exclusivamente a la jurisdicción civil, y no estaría permitida la separación de recintos por motivos religiosos. Este sería un motivo más de fricción con la Iglesia.
Unos días antes de ser aprobada la Constitución se presentó en el Consejo de Ministros el proyecto de Ley de Cementerios. El encargado fue el ministro de Justicia, Fernando de los Ríos. Había que desarrollar lo marcado por el texto constitucional. Al parecer, el ministro había presentado un texto que permitía crear cementerios confesionales, pero Azaña fue categórico en este tema y esta posibilidad desapareció. El proyecto se aprobó y fue enviado a las Cortes para su discusión.
En el mes de enero un Decreto aprobaba la cremación de cadáveres, un cambio sustancial en la Historia de los enterramientos en España, entrando en colisión con lo establecido por la Iglesia porque, aunque no se aludía a ninguna cuestión religiosa, la jerarquía eclesiástica lo interpretó como otro ataque a sus disposiciones canónicas. Otro problema tenía relación con la necesidad de que se habilitasen instalaciones para la incineración.
La discusión parlamentaria de la que sería la Ley de Cementerios fue adversa para los intereses de la Iglesia porque terminó siendo más laica de lo que había propuesto el Gobierno, a pesar de los intentos de los diputados de la derecha para que, al menos, se quedara en lo presentado por el ejecutivo, ya que entendieron muy pronto que una negativa total era imposible, dado su escaso peso parlamentario. La Ley fue aprobada el 30 de enero de 1932.
La reforma legal establecía en su primer artículo de forma clara que los cementerios eran municipales y comunes a todos los ciudadanos, sin diferencias internas en función de cuestiones confesionales, por lo que se debían derruir los muros internos, como hemos visto que se había comenzado a hacer. Los ritos religiosos funerarios solamente podían realizarse en la sepultura. Es importante destacar también que los Ayuntamientos podrían incautarse de los cementerios parroquiales o de cualquier otro que funcionase como cementerio general. Por fin, el artículo fundamental de esta Ley obligaba a que todos los Municipios españoles tuvieran cementerios de su propiedad. Se establecía un plazo de un año para construirlos si no los poseían.
El artículo segundo permitía la existencia de cementerios privados, pero no podrían ampliarse, y estaban sujetos a la posibilidad de ser clausurados.
El artículo tercero remarcaba la taxativa prohibición de la inhumación en templos y criptas, ni en ningún edificio religioso.
El último artículo estaba en línea con lo dispuesto en julio de 1931 sobre el carácter religioso o no del enterramiento, en función de lo expresado por el difunto en caso de mayoría de edad, y según lo que determinen los familiares para los menores. En este sentido, se generó una nueva polémica porque muchos notarios elaboraron un impreso para que se hiciera constancia del tipo de enterramiento que se deseaba. Pero el Gobierno prohibió estos documentos porque interpretó que vulneraban la estricta separación entre la Iglesia y el Estado, ya que los notarios estaban al servicio del Estado.
Ahora llegaba la hora de interpretar la Ley, y eso provocó nuevos conflictos entre la autoridad eclesiástica y la civil. El Gobierno publicó un Reglamento en abril de 1933 para aplicar la Ley, insistiendo en la prohibición de los signos religiosos con la excepción de las tumbas, y en la cuestión de la imposibilidad de que existieran muros separadores en función de cuestiones confesionales. Otro motivo de conflicto tuvo que ver con las incautaciones de los cementerios parroquiales.
En febrero de 1934 se dio una Orden, ya en el Bienio del centro-derecha, que pretendía que el poder público garantizase el derecho al enterramiento religioso en la medida que dispusiese la ley.
La cuestión de los cementerios no fue tan polémica como la de la educación, por ejemplo, pero sí generó intensos enfrentamientos y debates en el enconado conflicto entre la Iglesia y la República. La primera no quiso nunca abdicar de sus derechos y privilegios en esta materia ni en ninguna otra frente a la República que se empeñó en que no hubiera ningún signo religioso fuera de lo estrictamente personal (sepulturas). Bien es cierto que en el seno de las fuerzas republicanas y socialista hubo posturas, como hemos visto, más proclives a ceder en este tema, y permitir algunas concesiones a la Iglesia Católica porque se pensó que no era una cuestión de vital importancia frente a otros privilegios, pero se impuso la visión más estrictamente laica.
Las referencias legales se pueden encontrar en la obra de Pedro Castiella, Política religiosa de la II República, y que puede consultarse en la red. También ha sido consultado el trabajo de Mikel Nistal, Legislación Funeraria y Cementerial Española: una Visión espacial, también disponible en la red.
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