Horror, memoria, fascismo
 

Horror, memoria, fascismo
Juan Manuel Aragüés

Al finalizar la II Guerra Mundial, se produce un interesante fenómeno en el ámbito del pensamiento occidental, la reactivación del humanismo. Buena parte de las corrientes ideológicas y filosóficas del momento, del liberalismo al marxismo, hacen profesión de fe humanista, en algunos casos de manera harto sorprendente, como en el del existencialismo francés. Jean-Paul Sartre, que había desarrollado una brutal diatriba contra el humanismo en su novela La náusea (1938), y que venía siendo el principal referente de una escuela filosófica, el existencialismo, que hacía de la negación de la esencia humana, condición inexcusable de todo humanismo, una de sus señas de identidad, pronunció en 1945 una famosa conferencia de elocuente título: El existencialismo es un humanismo. El estupor de sus seguidores fue enorme, como atestigua Michel Tournier en El viento paráclito. El hecho de que uno de los filósofos más relevantes del momento, Martin Heidegger, cómplice del terror nazi desde su rectorado de Friburgo, no se sume a esta tendencia no hace sino dotar de solidez a la tesis de que fue el horror ante las terribles experiencias de la guerra lo que suscitó la necesidad de un discurso que reaccionara frente a la barbarie. La memoria se convirtió en antídoto contra el horror. Y, por lo tanto, también, contra el fascismo.

La memoria es, sin duda, un catalizador político de enorme eficacia. Especialmente la que se construye sobre la propia experiencia, pero también la que es asumida, a través de la educación, por ejemplo, como historia colectiva. La primera de estas memorias acompaña a (y desaparece con) sus protagonistas, mientras que la segunda es el resultado de una labor institucional con una determinada orientación ideológica. Walter Benjamin decía que la historia es siempre la de los vencedores, que consolidan como memoria colectiva su interpretación del pasado. Nuestro país sabe mucho de ello, pues tras la Guerra Civil, el fascismo supo algo que nuestra democracia ignoró: la necesidad de construir su relato del pasado. Una construcción enormemente exitosa que continúa siendo herencia de un régimen que nunca llegó a desaparecer y cuyos espectros enturbian nuestra vida democrática. Constatación por lo tanto, si asumimos la tesis de Benjamin, de que la democracia en nuestro país, en realidad, no ha resultado del todo victoriosa frente al fascismo. O, por decirlo con palabras del propio Benjamin, que “el enemigo no ha cesado de vencer”.

España es un país peculiar, en la medida en que su población, a diferencia del resto de los países europeos, no pudo vivir esa experiencia de repudio del horror que el fascismo y el nazismo habían extendido por Europa. Nuestro país, por el contrario, permaneció encapsulado, durante cuarenta años, en la glorificación del fascismo. Y cuando nació a la democracia, sus dirigentes carecieron del coraje, y de la inteligencia política, para realizar un (democráticamente) necesario ajuste de cuentas con el pasado. Y, de esta manera, la trivialización y descaracterización de una sangrienta dictadura ha tenido como consecuencia que ese pasado se haga presente en los discursos de una derecha cuyas inercias autoritarias resultan extremadamente preocupantes.

España y Europa viven un inquietante crecimiento del fascismo en el que la cuestión de la memoria desempeña un papel muy relevante. Que sectores populares apoyen electoralmente opciones fascistas tiene que ver, además de con las insuficiencias de nuestras democracias, que será preciso revisar, sin duda, con la desmemoria del horror que azotó a Europa entre 1936 y 1945. Tras la II Guerra Mundial, al abrirse los campos de concentración del nazismo, el estupor cristalizó en repudio y este en la voluntad de que ese horror nunca se volviera a repetir. La memoria personal de ese horror casi ha desaparecido, al tiempo que la memoria colectiva se ha tornado extremadamente frágil.

Inmunizar a nuestras sociedades contra el fascismo debiera ser uno de los empeños políticos más urgentes de la actualidad. En los años 30 y 40 del siglo XX, Europa vivió una de las páginas más terribles, más atroces, de la historia de la humanidad. Olvidar ese pasado, trivializarlo o falsearlo solo puede contribuir a repetir experiencias que debieran permanecer en el basurero de la historia. De ahí la importancia de cultivar la memoria, tarea que en nuestro país, donde los tics reaccionarios anidan en demasiadas instituciones, se convierte en condición inexcusable para la construcción de una sociedad de perfiles inequívocamente democráticos.


Fuente → infolibre.es

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