Es un dogma decir que el problema religioso fue causa primera del golpe de Estado y de la Guerra advenida tras su fracaso; que la persecución religiosa y la quema de conventos con monjas y frailes dentro fue la mecha que explotó la decisión de los militares africanistas para echarse al monte. Y que el trato que la II República dio a la Iglesia jerárquica e institucional fue la dinamita bien cebada que hizo estallar la paciencia de los militares africanistas.
¿En qué medida esta argumentación conductista influyó en estos “militares ambiciosos e ignorantes”, tal y como los calificó el coronel de caballería e historiador Carlos Blanco Escolá? Y, mucho más específicamente, ¿en qué medida el polvorín de la religión contribuyó en la decisión final del Dictador, “ese cerdo jesuita”, como lo llamó Hitler, para sumarse a última hora al pelotón de los golpistas dirigidos por Mola, un tipo que nunca dio muestra alguna de religiosidad?
Una primera aproximación podría formularse en clave hipotética. Si a esta casta de militares ambiciosos les importaba la religión y sus practicas, habría que decir que se lo tuvieron muy callado. En la vida, lo habitual es que, cuando algo/alguien forma parte de las obsesiones de un individuo, estas se plasmen de algún modo en las ideas, en las palabras y en la conducta. Y este acto reflejo no parece que fuese el caso, toda vez que en África y en la Península estos militares jamás manifestaron preocupación alguna por el problema religioso, ni se caracterizaron por ser practicantes católicos. Como la mayoría de los españoles cumplían con pascua florida, si es que lo hacían, y adiós muy buenas.
Durante la II República, no abrieron su boca en esta materia, ni en otras de parecida naturaleza. Cuando Azaña el 13 de octubre de 1931 dijo en las Cortes que “España había dejado de ser católica” en términos de Estado, que no sociológicamente, los militares que, luego se rebelaron contra la República, ni protestaron ni dijeron nada en contra de la tesis de Manuel Azaña, reproducida íntegramente por el periódico El Sol, el día 14 de octubre.
Si se analiza la “política religiosa de la II República” en aquellos decretos, órdenes y leyes que guardaban alguna relación con el Ejército, vemos que contra los que se citan a continuación no hubo ninguna protesta formal por parte la superioridad militar: Decreto del 13.5.1931, por el que se somete al cuerpo eclesiástico del ejército a las normas generales para la jubilación; Decreto del 10.7.1931, por el que se declara extinguido el cuerpo eclesiástico de la armada; Decreto del 4.8.1931, por el que se disuelve el cuerpo de capellanes de Prisiones; Decreto del 17.11.1931, por el que se pone en práctica la extinción del cuerpo eclesiástico de la armada; Ley de 30.6.1932, por la que se disuelve el cuerpo eclesiástico del Ejército; Decreto de 2.8.1932, por el que se suspenden las celebraciones del culto en las dependencias del Ministerio de Marina; Orden 17.4.1933, por el que se suprimen los privilegios de los sacerdotes respecto al servicio militar.
Puede que las supuestas “afrentas” a la Iglesia y a sus ministros hechas por parte del laicismo de la II República revolviese su estómago, pero se guardaron de elevar tales agravios a problema nacional. Que yo sepa no consta ningún manifiesto de los futuros golpistas militaristas contra esa “ofensiva laicista”. Ni armaron ningún rifirrafe por esta razón en los cuarteles. Y no fue, porque no tuviesen a su alcance conductos informativos para hacerlo. Algo que sí ocurrió en los Boletines Oficiales Eclesiásticos de algunas diócesis.
La Tercera España, una propuesta de paz fallida
Una vez dado el golpe de Estado, al comprobar que el llamado problema religioso aireado por la Iglesia era un gran catalizador de las masas, fue cuando se adhirieron a la tesis más común, a saber, que la persecución de la Iglesia era una de las causas que les había motivado para dar el golpe. Pero, como digo, eso vendría a posteriori, nunca como pecado original del golpe.
Es un hecho que tardaron en manifestarse con la piedad de un cartujo y que, después de la Carta Colectiva del Episcopado en 1937, captaron al unísono golpista la importancia que la religión tenía en la sociedad española como instrumento de agitación de masas. A partir de este descubrimiento, meter el nombre de Dios en sus toscos y habituales discursos fue lo habitual, especialmente en las alocuciones del Dictador.
Lo de Franco podría calificarse como una especie de caída de Damasco, a pesar de que sus biógrafos dijeran que era muy religioso desde niño. El que menos motivos tenía para afirmarlo era Millán Astray, que conocía mejor que nadie cuál fue su comportamiento religioso en África y por esa misma razón fue uno de los que más propalaron semejante falacia, sosteniendo de que el Dictador era “profundamente religioso” desde su infancia.
La verdad es que apenas se sabe de su infancia, menos aún de sus efluvios místicos. De su familia se ha estigmatizado a su padre, Nicolás, quien abandonó a su mujer y a sus hijos, instalándose con su amante en Madrid. Los debeladores del comportamiento del padre, elevaron, por el contrario, a los altares de la piedad a su madre, Pilar, la cual, obligó a su hijo a Paquito de quince años a ingresar en la Adoración Nocturna; Franco nació en 1896. Cabría decir, pues, que el futuro dictador fue en su infancia, más que un temperamento profundamente religioso, un adolescente obligado por su madre a hacer prácticas religiosas devotas, actos revestidos de una disciplina, intransigencia y fanatismo religiosos habituales en estos actos. Nada se dice de lo que la madre obligó, en este sentido, a sus hermanos Pilar, Nicolás y Ramón.
Cuenta en sus memorias el futuro ministro de educación fascista, el monárquico Pedro Sáinz Rodríguez, que, siendo catedrático en Oviedo, le visitaba Franco y que su único tema de conversación era su novia Carmen Polo, con la que, al parecer, no las tenía todas consigo, pero con quien, finalmente, casaría en Oviedo.
Franco contrajo matrimonio con Carmen Polo en Oviedo, el 16 de octubre de 1923
Manifiestos de los golpistas
Ateniéndonos a los primeros manifiestos de estos militares, que fraguaron y dieron el golpe de Estado, comprobaremos que la situación de la Iglesia, de los curas en general y de la cruel y bárbara persecución de la religión por parte de la política laica de la II República no era una temática que les quitase un minuto de su tiempo; desde luego, mucho menos que su preocupación por escalar puestos en el escalafón militar y ganar unos duros más, pues, a fin de cuentas, esa fue la razón fundamental por la que algunos de estos militares aterrizaron en África: hacer carrera. Es decir, hacer méritos de guerra en batallas sin importancia o escaramuzas de tres al cuarto, pero nunca en una guerra de verdad. Si se repasan los méritos de guerra de Franco conseguidos en su estancia en África. se verá que son méritos de chichinabo (Véase de Blanco Escolá, Franco y Rojo. Dos generales para dos Españas, Editorial Labor, 2011).
Ninguno de estos militares asoció jamás las palabras Golpe y Guerra con santa Cruzada, hasta que no la puso de moda la jerarquía episcopal. En el bando de Mola, pronunciado en Pamplona, dichas palabras no aparecen. Ni en sus mentes estaba la implantación de un Estado confesionalmente católico. En la redacción de los acuerdos que el Directorio Militar redactó en junio de 1936, se contemplaba que, caso de que el golpe triunfara, junto con la denominación Dictadura Republicana, que esa era la primea definición que pretendían para el nuevo Estado resultante del golpe de Estado, figuraba la separación de la Iglesia y el Estado, libertad de cultos y respeto a todas las religiones.
En los primeros escritos de la denominada Junta Militar, luego Junta Técnica de Burgos, más tarde Junta de Defensa Nacional, firmados por su presidente, el masón Miguel Cabanellas, tampoco. Si el problema religioso les importaba, solo ellos lo sabían en su intimidad, porque nunca lo hicieron figurar en ninguna de las preocupaciones que los condujo a ser militares perjuros.
El cacareado problema religioso convertido en gravísimo para el cardenal Primado, Gomá y para la Iglesia Vaticana, cuyos intereses económicos defendían los obispos españoles, jamás apareció en boca de los Sanjurjo, Millán Astray, Queipo de Llano, Cabanellas, Kindelán, Mola y Franco. Ni como problema, ni como preocupación, ni grande ni pequeña.
En ninguno de los manifiestos que anunciaban a España que habían dado un golpe de Estado, afirmaron que lo hacían por Dios, menos aún por la Iglesia.
¿La religión les importaba un bledo? Caso de que así fuera y lo fuera como causa fundamental “del desgarramiento de la Patria”, con toda seguridad lo habrían expresado.
¿Lo fue para Franco? La respuesta es idéntica. Si lo fue, se guardó de manifestarlo hasta bien entrada la contienda.
Obispos españoles y el referéndum de 1947
Manifiestos de Tetuán y de Las Palmas
El manifiesto, fechado el 19 de julio, en Tetuán, se limitó a señalar los males que aquejaban a España y de entre ellos no se citaba el cacareado problema de la persecución religiosa por parte de República. En realidad, dicho manifiesto era un calco del bando de Mola.
En él se contemplaba una enumeración demagógica de desastres producidos por el Frente Popular, tales como el de la anarquía absoluta, enfrentamientos callejeros, huelgas revolucionarias, destrucción de monumentos y tiros en la calle, negligencia de las fuerzas de orden público, ataques al ejército, desprecio a la Constitución -“ni igualdad ante la ley; ni libertad aherrojada por la tiranía; ni fraternidad, cuando el odio y el crimen han sustituido el mutuo respeto” -, “pérdida de la independencia del poder judicial” -lo que tiene su retranca cínica-, glorificación de la revolución del 34 -que el propio Franco dirigió desde un despacho-, y el tan traído como falso complot de los comunistas. Nunca se dirá que muchas de estas convulsiones fueron producto del enfrentamiento bélico ocasionados, precisamente, por los propios rebeldes.
De los agravios que pudo haber sufrido la Iglesia durante la República no se cita ni uno. El manifiesto de las Palmas, cuyo contenido era semejante al de Tetuán, decía: “La Constitución, por todos suspendida y vulnerada, sufre un eclipse total: ni igualdad ante la Ley, ni libertad aherrojada por la tiranía, ni fraternidad, ni unidad de la Patria amenazada por el desgarramiento territorial más que por el regionalismo que los propios poderes fomentan; ni integridad ni defensa de nuestras fronteras cuando en el corazón de España se escuchan emisoras extranjeras que predican la destrucción y el reparto de nuestro suelo…” (A. Viñas, La conspiración del general Franco, Crítica, 2011).
El historiador Ángel Viñas mantiene que la tesis clave y fundamental del golpe de Estado fue terminar con la Constitución de la II República. Para describir esta primera y fundamental intención, Viñas utilizará una serie de verbos conspirativos bien precisos:
“a. Dejar claro el propósito anticonstitucional del movimiento faccioso
b. Desligar a los militares del juramento obligatorio de fidelidad a la República (convirtiéndolos en perjuros y funcionarios sin honor ni palabra dada).
c. Eliminar físicamente a los militares republicanos leales, entre los que hay que contar al gobernador militar de Las Palmas.
d. Garantizar el control de la Guardia Civil y tropas de orden público.
e. Disolver las instituciones democráticas
f. Iniciar una feroz represión contra liberales e izquierdas.
g. Organizar comandos paramilitares de paisanos armados, falangistas y miembros de la CEDA para imponer los fusilamientos, torturas y el terror general…”.
Como se observará, ninguna referencia a la Iglesia, ni al problema religioso, ni al laicismo ateo y anticlerical aparecen como razón inminente del golpe. Ni una sola palabra referida a dichos problemas.
Alocuciones
La prensa golpista reproducirá el 20 de julio de 1936 una alocución de Franco dirigida a todas “las Divisiones de España, Málaga, Almería, Bilbao, Baleares, Canarias, Estaciones África y Desierto Sahara, barcos y base de la Marina española y fuerzas de la Guardia Civil y Asalto”.
Decía lo siguiente:
“Al tomar en Tetuán el mando de este glorioso y patriótico Ejército, envío a las guarniciones leales para con su Patria el más entusiasta de los saludos. España se ha salvado. Podéis enorgulleceros de ser españoles. Ya no cabrán en nuestro suelo los traidores”.
Luego, en tono amenazante, proclamaba:
“Si alguno por ignorancia se mantiene alejado del movimiento salvador, poco tiempo le queda para entrar en el camino de la Patria. Elegid bien el momento, podéis aliviar la ausencia anterior al final y exigiremos cuentas estrechas de las conductas dudosas o traidoras y expulsaremos delas filas del Ejército a cuantos desalmados no sienta a España y hagan armas contras los buenos españoles” (20.7.1936).
La cacareada persecución de la Iglesia, objetivo esencial de ateos y de laicistas rojos, seguía brillando por su ausencia. Lógico. Los asesinatos de sacerdotes nunca fueron consecuencia de un problema religioso, sino resultado de un problema político que supuso el golpe de Estado. Sin este, jamás hubieran tenido lugar la destrucción de Iglesias y el asesinato de clérigos en la proporción que aseguran ciertos historiadores que perpetraron los rojos, y que, particularmente, niego rotundamente que tales crímenes y destrucción y quema de iglesias y de conventos se dieran en Navarra. En Navarra solo asesinaron los carlistas y los falangistas.
Al día siguiente, la prensa adicta publicó dos proclamas firmadas por una genérica Junta Suprema Militar, sin el nombre de su presidente a pie de página. Su contenido daba la medida exacta de por dónde iban los tiros golpistas, de ahí que merezca la pena detenerse en algunos de sus fragmentos:
“Vacilar un momento más, sería un crimen. España, presa de la más espantosa anarquía se desgarra y muere. Vulnerada la Constitución; negados los más elementales derechos del ciudadano, comenzando por el de la vida, entregados pueblos y ciudadanos al dominio de los pistoleros; arruinada la agricultura; hundida la industria; al borde de la quiebra el comercio; aumentado en procesiones inmensas el paro; lanzadas las masas trabajadoras a una cruenta lucha fratricida; España ofrece hoy un espectáculo de miseria, sangre y dolor, como jamás ha registrado su historia. Al lado de los desmanes de las turbas enloquecidas por los traficantes de la miseria, la claudicación vergonzosa de la autoridad, cómplice las más veces de incendios, saqueos y asesinatos horrendos. Junto a la ruina inevitable de las clases productoras, el espectro amenazador del hambre proyectado sobre los hogares proletarios. Paralelo a la disgregación interior, amparadora de vesanias antipatrióticas, el desprestigio humillante ante el extranjero, que contempla atónito el suicidio a plazo fijo de lo que fue y puede ser una gran nación. Ni un día más podemos contemplar impasibles tanta vergüenza”.
Como quiera que la explicación no pedida suele revelar la culpa manifiesta de quien así se expresa, la apelación al patriotismo de estos militaristas recordaba lo que S. Johnson decía de este: “el patriotismo es el refugio de los canallas. Para colmo, negaban lo que era más evidente, que eran golpistas, es decir, rebeldes al sistema democrático establecido por sufragio universal:
“No somos rebeldes, por que ahora y siempre obedecemos al supremo deber del patriotismo. No usurpamos la autoridad sino que recogeremos el poder abandonado entre sangre y entre sangre, en medio del arroyo (…) Nuestra misión breve y transitoria nada tiene que ver con las pequeñeces y miserias de la política al uso. Aspiramos en plazo más breve posible, a fortificar los resortes del poder, garantizar la vida y seguridad de los ciudadanos, vigorizar el patriotismo, pacificar moral y materialmente la nación; consolidar las legítimas conquistas proletarias y abrir cauce de seguridad. Y todo ello como tramite previo a la devolución al pueblo español de los resortes del poder que la violencia, el fraude y el crimen le han arrebatado”.
Vistas así las cosas, hasta parece mentira que el gobierno republicano no hubiese accedido a tales manifestaciones de bondad y de amor a la patria que manifestaban estos militaristas africanitas. El problema es que, a continuación, tales sentimientos se vendrían al traste al confesar con “religioso fervor”:
“Solo seremos inflexibles con quienes con la máscara de la democracia se empeñan en mantener una dictadura criminal y antipatriótica, dócil a las consignas de los enemigos de España (…) ¡Españoles! Fundidos todos en un supremo anhelo gritemos con religioso fervor: Viva España”.
El segundo manifiesto llevaba por título “Situación de España. Imposibilidad de disimularla e inutilidad de describirla”. A pesar de ello, la describirá. Y es de justicia reconocer que en esa descripción hay una referencia a la Iglesia, pero no como producto de reflexión al margen de la contienda, sino por la lógica evidente ocasionada por la destrucción del paisaje en cualquier guerra: “El espectáculo doloroso que nos ofrece la España de hoy, con sus templos escarnecidos e incendiados”.
Pero no templos, ni casas con personas dentro, edificios de todo tipo, bibliotecas, universidades, museos, bancos, Guernica, Cangas de Onís, Oviedo, Nules, Burriana…
El siguiente párrafo reflejaba que el golpe había fracasado. De ahí que comunicara:
“Asumiremos el poder público constituyendo una Junta Suprema por el tiempo y en la medida que exijan la restauración de la paz que a todos sin distinción de partidos ofrecemos: la imposición del orden con serena, rigurosa e implacable justicia (…) un renacimiento de sentimientos de amor de los españoles entre sí y de todos los Nacionales para con España”.
Más llamativa era su apelación a la concordia: “Ningún propósito partidista guía nuestras palabras ni guiará nuestros actos. Neutrales entre las opuestas banderas políticas, el Ejército y la Marina que solo a España se deben (…) solo en su interés supremo piensan, dentro del régimen político escogido por nuestro pueblo”.
Incluso, hablaba de “reanudar los lazos de cristiana y amorosa fraternidad que unen a los españoles”. El texto parecía escrito por un masón: “En esta histórica y suprema hora solo apetecemos la reanudación entre los españoles de lazos de cristiana y amorosa fraternidad. A todos llamamos a nuestro lado, a todos pedimos ayuda y cooperación para devolver a España su honor, para defender su unidad, para impedir que el grito blasfemo de ¡Muera España! vuelva impunemente a herir nuestros oídos”.
Y mostrará su “plena confianza de su responsabilidad y orgulloso del papel que la Providencia les ha reservado en esta iniciación del vigoroso despertar de la voluntad y el sentimiento nacional”.
Una Providencia de la que eran sus intérpretes. El mismo nivel al que estaban acostumbrados los obispos que tenían hilo directo con el Altísimo, caso del cardenal Isidro Gomá.
Miguel Cabanellas. el 24 de julio, en una de sus habituales alocuciones, dirá: “El movimiento redentor ha nacido para salvar a España. Trabajadores, mujeres. Nuestro programa amplio contenido social, especialmente para las clases trabajadoras y explotadas. Trabajadores auténticos. Mujer pide a tu marido que desprecie a los que huyendo cobardemente, le abandonaron. Formar un Estado nuevo, pleno” (24.7.1936).
Decretos de la Junta Militar
El 25 de julio de 1936, la Junta Militar quedó convertida en Junta de Defensa Nacional. Estaba formada por Miguel Cabanellas Ferrer, presidente, y los vocales Andrés Saliquet Zumeta, Emilio Mola Vidal, Fidel Dávila Arrondo, Miguel Monte Manso de Zúñiga, Federico Montaner Canet y Fernando Moreno Calderón.
Decían que “tras la situación creada ante el éxito del movimiento militar que con tan altos fines patrióticos, realizan conjuntamente Ejército y Pueblo, la creación de una Junta de Defensa Nacional que, provisionalmente y hasta que se constituya el Directorio Militar previsto, que en su día ejercerá las funciones del Gobierno de España, asuma todos los poderes del Estado, gobierne al país y represente legítimamente a la Nación antes las Potencias extranjeras.”
Dicho Directorio Militar, cuya implantación inmediata era lo que estaba previsto, nunca instaló. Y, por el contario, a pesar de que no se contemplaba el establecimiento de un régimen fascista, eso fue lo que se instauró. Y ocurrió gracias a los militares que decidieron que Franco asumiese todos los poderes, con el cabreo de Cabanellas que se esperaba lo peor de dicho nombramiento: “Ustedes no saben lo que han hecho, porque no le conocen como yo, que lo tuve a mis órdenes en el ejército de África, como jefe de una de las unidades de la columna a mi mando... Si ustedes le dan España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie lo sustituya en la guerra o después de ella, hasta su muerte” (Guillermo Cabanellas, Cuatro Generales. La lucha por el poder, Planeta, 1977).
Los cuatro primeros decretos de esta Junta fueron nombramientos y ceses militares. El más decisivo fue el nombramiento de Franco como general de división, asumiendo las funciones de General del Ejército de Marruecos y del Sur de España, Mola del Norte, Inspector General de la Guardia Civil Federico de la Cruz Boullosa.
Circular de Franco
El 28 de julio, una circular de Franco apareció en la prensa facciosa. En ella, no parece que los intereses de la Iglesia fuesen su mayor preocupación. Se limitó a denunciar el “número de ambiciosos criminales que arrastran a clases y corporaciones a gravísimas situaciones en las que la mayoría no tiene parte ni interés”.
Se centró en recalcar la necesidad de procurar el bienestar de las clases obreras y humildes así como de la clase media. Según esta circular, “los obreros y ciudadanos españoles vivirán en un régimen de fraternidad y armonía que había fatalmente desaparecido en la nefasta República”, lo que evidenciaba una fórmula expresiva más propia de un masón que de alguien imbuido por los principios cristianos de la Adoración Nocturna de su pueblo.
De todos los enemigos que enumerará de España, nunca emergerán los enemigos de Dios y de la Iglesia, ni los laicistas, ni los ateos, ni los anticlericales. Textualmente observará: “De nuestro movimiento salvador solo deben temer los vividores de la política: los explotadores de los sindicatos… los que llevan una vida principesca y regalada a costa de los fondos que nutrís con una parte de vuestros jornales y de los que jamás os rinden cuenta”.
Por todo ello: “El que persista en la rebeldía contra el movimiento nacional les espera un negro porvenir de incertidumbres y zozobras; los que rápida y voluntariamente se entreguen a nuestras Autoridades disfrutarán si no han cometido personalmente delitos, de benevolencia grande. Para los que persistan en la hostilidad o pretendan rendirse a última hora, no habrá perdón (…) La acción que desarrollemos contra los que resistan, está en íntima relación con la conducta que sigan. Es tan grande la justica de nuestra causa, tan elevados y generosos los sentimientos patrióticos que a ellos los mueven, y tan íntima, cordial y apretada la unión de nuestros corazones de generales, jefes, oficiales, suboficiales, clases y soldados, que no hay fuerza humana que pudiera vencernos”.
En realidad, no decía nada nuevo, pues era criterio de la Junta de Defensa Nacional y que él asumía sin pestañear al sostener que “será inexorable con los que se obstinen en seguir manchando con sangre su gloriosa victoria”. Y, ciertamente, fue coherente con semejante principio de barbarie y crueldad, en contra del principio evangélico de la piedad.
El 31 de julio de 1936, Franco repetirá el mismo discurso y seguirá sin pronunciar en sus palabras ninguna referencia a la Iglesia, ni al supuesto problema religioso de España.
Paradójicamente, en la alocución de Mola del 1 de agosto de 1936, sí se invocaría a Dios aunque solo fuera más como fórmula ritual de un aprendido discurso que de una manifestación íntima de fe religiosa: “Con la ayuda de Dios…”. Para añadir: “Quiero que el marxismo y la bandera roja del comunismo queden en la historia como una pesadilla lavada con sangre patriota, pues esta sangre gloriosa que hoy se está derramando en el frente y que ha de ser como la de Cristo en el Gólgota, la que ha de redimir al pueblo español.”
Una simbología religiosa que no ocultaba una motivación tan cruenta como sádica, incompatible con ese Cristo del Gólgota al que aludía: “Podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos, pero no quiero, yo quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad -que es la vuestra- y para aniquilarlos”.
En el mes de agosto, se sucederán alocuciones de diferentes golpistas militaristas, entre ellas, la de Cabanellas, de Queipo de Llano, de Mola, … Será este quien utilice el signo de la Cruz para describir el panorama apocalíptico y devastador de la guerra: “Sobre las ruinas que el Frente Popular deje edificar un Estado grande que ha de tener por galardón y remate una Cruz de amplios brazos pues es la Cruz símbolo de nuestra religión de y nuestra fe, lo único que ha quedado a salvo entre tanta barbarie que intentaba teñir para siempre las aguas de nuestros ríos con el carmín glorioso y valiente de la sangre española” (16. 8.1936).
Exaltación a la jefatura de Estado
El día de su exaltación a la Jefatura de Estado, en Burgos, 1 de octubre de 1936, Franco pronunció una alocución que tomó el título de Discurso-programa al pueblo español. Pues bien, ni siquiera en él se aventuraba que la Iglesia fuera a tener el papel preponderante que luego adquirió en sus discursos y en su actitud nacionalcatólica.
Dirigiéndose a la Junta que lo eligió, dijo: “Ponéis en mis manos a España. Mi mano será firme, mi pulso no temblará y yo procuraré alzar a España en el puesto que le corresponde a su Historia (…) Los militares tenemos una palabra y la cumplimos” ( 2.10. 1936).
La emisora Radio Castilla retransmitió el Decreto de la Junta de Defensa Nacional, en el que se elevaba a Franco como glorioso caudillo del movimiento español y como Jefe de Estado y Generalísimo de las Fuerzas Nacionales. A lo largo de esta retransmisión se concitarían aquellos elementos nacionales integrantes del “movimiento liberador”. Paradójicamente, la Iglesia no aparecía entre ellos.
Ni siquiera en los discursos de los altos mandos militares que respondieron protocolariamente a dicho nombramiento se nombrará a la Iglesia. El general Millán Astray dirá que el general Franco “es un estratega eminentísimo, de inteligencia clarísima, cultura profesional completa, memoria prodigiosa, sobrio y austero, profundamente religioso, enérgico y hombre de prestigio cuyas órdenes son seguidas con seguridad y acierto” (6.10.1936)
Luego añadiría que “Franco es enviado de Dios como conductor para la liberación de y engrandecimiento de España”, sin especificar qué papel jugaría la Iglesia en dicho “engrandecimiento”. A continuación, ofreció esta etopeya del dictador: “Es profundamente religioso y practicante de nuestra santa Religión”. Sin embargo, añadiría que “desde que le conozco, hace diecisiete años, en su conversación íntima, su tema único es la Patria y el Ejército. ¡Ay del que él califique de inepto, de cobarde o de canalla. Es enérgico sin ser irascible”. Curioso. ¿Cómo era posible que una persona profundamente religiosa obviara en sus conversaciones íntimas el nombre siguiera de Dios?
Por su parte, Franco respondería a tales halagos con estas palabras: “Debemos resucitar ese imperio de España, ese imperio que tampoco es nuestro, porque también constituye un legado, y al lado de esto hay que tener una espiritualidad, una creencia; hay que creer en Dios y en el culto a la Patria, porque el hombre que no tiene creencias que no tiene espiritualidad, el que no ama a una Patria, el que no ama a su familia, ese ya no es hombre, ni es español, ni es nada”.
Probablemente, Franco hablaba por experiencia, una experiencia que asociaba con su familia y, sobre todo, con su padre, que había dejado de ser español y hombre por haber abandonado a su madre y a sus hijos y estaba el hombre carente de cualquier espiritualidad. En cualquier caso, en ese discurso no se aludía al hecho categórico de que la Iglesia hubiera sido perseguida por la II República; menos aún, enarbolar dicho hecho como causa inmediata para dar un golpe de Estado contra un gobierno legítimamente constituido.
En esa alocución del 1 octubre de 1936, el futuro Dictador hablaba de “un Estado que, sin ser confesional, concordará con la Iglesia católica, respetando la tradición nacional, libertad de cultos y el sentimiento religioso de la inmensa mayoría de los españoles, sin que ello signifique intromisión, ni reste libertad para la dirección de las funciones del Estado”. Menos mal que, según sus palabras, “era militar y, por tanto, hombre de palabra”. Obviamente, el Dictador nunca cumplió con este desiderátum aconfesional. Su modo de cooperar con la Iglesia fue tan absoluto que, bien pronto, se estableció por ley que “la religión del Estado es la católica”. Y las Cortes franquistas, creadas el 17 de julio de 1942, en el sexto aniversario del golpe, dieron el espaldarazo a la Iglesia; lo mismo que en 1947 con el referéndum sobre la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado. El artículo primero de dicha ley definía "España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino".
“¡Un Reino regido por un Dictador!”. ¡Tiene bemoles!
1937, año de la conversión
El mismo día, 1 de octubre de 1936, en que el Dictador fue elevado a jefe delos golpistas, el cardenal Pla y Deniel publicó su carta pastoral, Las dos ciudades, inspirada en la obra de san Agustín, La ciudad de Dios. Pla y Deniel era, entonces, obispo de Salamanca.
Pla y Deniel, al mismo tiempo que elevaba la guerra a rango de Cruzada dividía a los contendientes de la Cruzada en infieles y en creyentes; los primeros pertenecientes a la Ciudad Terrestre y los segundos a la Ciudad Celestial. Lo decía de este modo: “Dos amores hicieron esas dos ciudades: en la terrenal, el amor de sí hasta el desprecio de Dios; la celestial, el amor de Dios hasta el desprecio propio”. Calificaba un “alzamiento de la nación en armas”, se condenaba a los “comunistas y anarquistas hijos de Caín, fratricidas de sus hermanos, envidiosos de los que hacen un culto a la virtud y por eso los asesinan”. Añadía que “una España laica no es ya España”, lo que viniendo de un obispo era inconcebible, ya que laica hace referencia a la población que no pertenece al sacerdocio.
El obispo confundía a posta Nación y Religión. Y ofrecía en bandeja a los rebeldes una justificación teológica del golpe: “Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad, es una cruzada . Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden”.
Franco leyó esa pastoral y quedó fascinado. Descubrió que el golpe en sí era cuestión de unos militares, pero que la jerarquía eclesiástica podía ser una compañera de viaje más que necesaria, insustituible. Se olvidó de restaurar una Dictadura republicana, menos una monarquía, viéndose libre de cualquier atadura militar para optar por un Estado a la medida de su ambición política, convirtiendo la Iglesia en su aval más preciado.
Pla y Deniel y Franco congeniaron de maravilla, tanto que el primero le cedió el palacio episcopal para que lo usara como cuartel general y residencia. Las buenas relaciones entre ambos capitostes se extenderían hacia el resto de la jerarquía, salvando algunos casos.
La pastoral de Pla y Deniel dio legitimidad teológica a los sublevados, lo que, como decía un escritor franquista, recogido por Sergio Vilar: “La sacralización de nuestra guerra civil y su presentación como una nueva Cruzad, no sirvió para otra cosa, sino para inducir a sospechar, ya que al poner nosotros el énfasis en sus justificaciones sobrenaturales, muchas gentes pasaron a sospechar que no había tenido naturales” (La naturaleza del franquismo, Península, Barcelona, 1976).
La relación de Franco con Pla y Deniel tuvo el efecto esperado: un fervor religioso, hasta ahora inédito en su conducta, comenzó a aflorar en su vida privada, pero sobre en prácticas ceremoniales de postín, cogiéndole un gusto desorbitado a las procesiones bajo palio. Algunos historiadores consideran que esta supuesta inclinación religiosa se debió a la influencia de su mujer Carmen Polo. Pudiera ser. Aun así, lo que quedaba claro era que, hasta 1937, en su carrera militar la Iglesia y su devoción religiosa habían sido papel de fumar.
Instalado Franco en Salamanca, asistiría diariamente a misa y requirió el servicio de un director espiritual, el jesuita Menéndez Reigada, para quien la Cruzada y la guerra civil eran como la túnica del Señor, inconsútiles, de una sola pieza. Recordemos que Albino Menéndez fue autor del Catecismo patriótico español (Calatrava, Salamanca, 1939), quien convenció al dictador de que “era nada más y nada menos que el caudillo y que era la encarnación de la Patria teniendo los poderes recibidos de Dios para gobernar”.
¿Quién, con dos dedos de racionalidad en la frente, podría aceptar que era la personificación de la Patria con poderes divinos para gobernar? Lo peor no fue que dicho individuo se creyera semejante paranoia; lo terrible fue que la ciudadanía lo aceptara y lo aplaudiera. Y ya no digamos que la jerarquía vaticana doblase el espinazo sin chistar que el dictador estaba a la misma altura divina que los reyes antiguos, cuya autoridad procedía de Dios.
Broche final: alocución de 1942
Esta deriva visionaria en la que, aparentemente, se precipitó el Dictador y la de quienes aplaudieron sus gestos dictatoriales, estaría presente en su Discurso en el Acto de clausura del segundo Consejo Nacional del Frente de Juventudes, el 3 de octubre del 1942, tres años después de terminada la guerra. Y, más que presente, habría que decir que había alcanzado un desarrollo que atentaba contra cualquier modo racional de comprender el poder político.
Se trata de una Alocución que solo podría firmarla un lunático, un visionario o alguien más listo que el hambre, capaz de aprovecharse de las más elementales creencias religiosos de una población sometida a los rigores de una dictadura que prohibía cualquier tipo de crítica al sistema.
Franco no hablará en esa alocución como un militar, sino como un hechicero de una tribu que apenas ha evolucionado a la hora de explicarse racionalmente cualquier fenómeno de la realidad, en especial, el resultado de una guerra. El uso de tácticas y estrategias militares será sustituido por conceptos y términos pertenecientes a la mística y la taumaturgia de los santeros, místicos y profetas del antiguo testamento.
En esta alocución, al Dictador solo le faltó añadir que Dios se le había aparecido en sueños y que le había anunciado cada una de sus victorias en combate. No hubiera sido el primer alucinado a quien se le apareciese Dios. El presidente americano, William Mckinley, dijo que Dios le había manifestado que no debía devolver Filipinas a España, tampoco entregarla Francia, ni, tampoco, a los propios filipinos por no estar preparados para gobernar, así que le había dicho que fue EEUU la encargada de educar, y cristianizar a los filipinos en la gracia de Dios”.
Las palabras del Dictador dirigidas a las juventudes falangistas fueron como siguen:
“Confortante tiene que ser para nuestras juventudes el sentir tan cerca las muestras del calor divino. Yo quería grabar en vuestro ánimo que las empresas de la historia las batallas mejor concebidas, la preparación más concienzuda y meditada, pueden ser destruidas por lo que vulgarmente se llama azar; la pérdida del general, un cambio de tiempo, un pánico imprevisto ha dado muchas veces al traste con mayor victoria. Muestras vehementes de decisiones más altas. Esto nos dice que la victoria está en la mano de Dios al otorgarla, pero deja en la nuestra el merecerlo. España es la nación predilecta de Dios. Sus grandes servicios a la Iglesia por ningún pueblo igualados, no podían quedar sin recompensa. Por ello, en medio de sus grandes crisis no le faltó jamás su poderosa ayuda. He aquí la clave y el porqué de esos hechos milagrosos de inteligencia humana que son nuestras claras de Protección Divina”.
Y, a continuación, la revelación suprema:
“Y es nuestra misma Cruzada la sucesión de hechos portentosos que coinciden en su mayoría con las fiestas más señaladas de nuestra Iglesia, una muestra de aquella protección divina. En el paso del Estrecho tiene lugar el día de la Virgen de África, bajo la vista de su santuario de Ceuta. La batalla de Brunete tiene su crisis victoriosa en el mismo día de nuestro santo Patrón, Santiago de los Caballeros. La ofensiva de nuestro enemigo sobre Cáceres se detiene ante los muros del santo monasterio de Guadalupe que cobijan a la Virgen, señora de nuestros descubrimientos. La de Aragón se deshace a la orilla de nuestro río libera al pie del mismo santuario de Nuestra Señora del Pilar. En Oviedo alcanza por segunda vez la horda roja los contrafuertes de su catedral que batidos por el fuego enemigo revisten milagrosamente las embestidas rojas. ¡Y cuánto podría deciros sobre las presas milagrosas de barcos cargados con todo aquello que más imperativamente necesitábamos para la lucha!”(4.10.1942).
El periódico El Alcázar, dirigido por José Evaristo Casariego, pondría el broche de oro divino a estas declaraciones: “En este renacer de la España de Franco, la religiosidad ocupa principalísimo lugar. No puede haber resurgimiento histórico si no se da en íntima conjunción de un renacimiento religioso. Franco y el nuevo régimen así́ lo comprenden y pone toda su influencia al servicio de esta magna restauración”.
Lamentablemente, así fue. El Dios de la Jerarquía Episcopal y el de Franco nos amargó la vida durante más de cuarenta años. ¡Malditos sean!
En fin. Si este Dios, propiedad en exclusiva de la Jerarquía Episcopal y de su caudillo Franco, formó parte de esta barbarie y dictadura, ya va siendo hora que los seres humanos que se tienen como creyentes comenzaran a renegar de él o a inventarse otro tótem más respetuoso con los derechos humanos… si es posible que exista en la mente de los fanáticos religiosos.
Fuente → nuevatribuna.es
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