“Ahora tenemos más tiempo para ganar bien”, decía con candorosa sinceridad – o descarado cinismo, según se vea -, un twitt matutino, prontamente borrado, de Pere Martí Colom, director de comunicación de JxCAT. Tampoco se trataba de una revelación. Muy ingenuo habría que ser para tragarse las razones esgrimidas por el Govern para “aplazar” las elecciones autonómicas, convocadas para el 14-F. La situación sanitaria, aún siendo delicada, es la excusa invocada, pero no la verdadera razón. Muchos comentaristas lo han señalado: con una coyuntura epidemiológica similar o peor, Portugal y Holanda votarán dentro de poco. Desde la organización del proceso electoral, se habían diseñado medidas para minimizar los riesgos de contagio durante la cita electoral. Seguramente era posible reforzar los dispositivos previstos y nadie se hubiese formalizado si el gobierno hubiese requerido algunos días más para acabar de prepararlo todo. No. La razón es política. Ahora, los partidos independentistas tienen miedo a las urnas. A pesar de que la Generalitat cuenta desde hace un año con un gobierno zombi – el entonces president Torra declaró en enero de 2020 que la legislatura estaba agotada por la deslealtad que reinaba entre sus socios -, no hubo elecciones en otoño: los de Puigdemont necesitaban más tiempo para organizarse. En estos momentos, a pesar de aparecer como favorita en las encuestas, es ERC quien teme el efecto del desgaste que supone gestionar departamentos especialmente sensibles a los impactos de la pandemia: sanidad, bienestar social, trabajo, economía, educación… Si ERC empezaba a sentir de nuevo el aliento de JxCAT en el cogote, la irrupción de Salvador Illa como candidato del PSC acabó de incrementar sus temores – y ERC es un partido que vive siempre con el corazón en un puño. En efecto. La candidatura del ministro de sanidad altera el paisaje electoral, dando credibilidad a una oferta electoral que propone pasar página del “procés”, ocuparse de las urgencias económicas y sociales, y restañar las heridas abiertas en la sociedad catalana. Las expectativas generadas por esa apuesta, que saca al PSC de la disputa por una honrosa segunda plaza y le confiere centralidad política, han sido determinantes.
Digámoslo sin ambages: Catalunya está en manos de un gobierno de trileros.
Su comportamiento erosiona gravemente una democracia que lleva años
recibiendo golpes. De hecho, la celebración de las elecciones en la
fecha prevista se había tornado de facto impracticable ante los temores
sembrados por el propio Govern – en teoría responsable de
disiparlos – entre la opinión pública. Pero alterar algo tan serio como
una convocatoria electoral en función de unas encuestas desfavorables
constituye un hecho inaudito. Y tiene consecuencias, tanto en un plano
democrático, por la inseguridad jurídica generada (ver el artículo de Xavier Arbós en “El Periódico”),
como en lo tocante a la vida cotidiana de la ciudadanía. ¿De verdad
habrá elecciones el 30 de mayo? Se anuncia una fecha, pero ¿hay una
convocatoria formal? Y, por otra parte,¿quién es capaz de emitir un
pronóstico epidemiológico a más de cuatro meses vista? Más allá de los
derechos políticos y de representación que podrían quedar vulnerados, la
irresponsabilidad de los partidos gobernantes es mayúscula. En general,
la perspectiva de unos meses más de desgobierno sería para echarse a
temblar. Pero es que hablamos de un período decisivo, en que urge
diseñar los proyectos que deben optar a los fondos europeos – algo que
no hará un ejecutivo en funciones. Del mismo modo que tampoco podrá
elaborar unos nuevos presupuestos. En realidad, contando con que las
elecciones se celebrasen efectivamente el 30 de mayo y no hubiese luego
dificultades mayores para investir a un nuevo presidente de la Generalitat, lo más probable es que no haya presupuestos para 2021. Entrado el otoño, el Parlament
deberá más bien plantearse las cuentas del siguiente ejercicio. En
otras palabras, todo este curso, terriblemente marcado por la pandemia,
se gestionaría con los presupuestos prorrogados de 2020; unos
presupuestos elaborados antes de la irrupción del virus, discutibles en
sus planteamientos originales, pero completamente desfasados ante los
acontecimientos desde el mismo momento de su adopción. No es de extrañar
que sindicatos y entidades patronales hayan reclamado con vehemencia
estos días la celebración de los comicios, como primer paso para salir
del marasmo.
Una vez más, se pone de manifiesto una alarmante discordancia
entre las necesidades de la sociedad y los cálculos de las élites
políticas. Una discordancia que percibe dolorosamente la ciudadanía,
zapando la credibilidad de las instituciones representativas y
alimentando todo tipo de pulsiones populistas. Hay que decir, sin
embargo, que la maniobra dilatoria de los partidos nacionalistas ha
concitado el apoyo aliviado de otras fuerzas políticas – de hecho, todas
excepto los socialistas -, cuyas perspectivas electorales no eran
demasiado halagüeñas. Es el caso de Ciudadanos y del PP. (La
CUP ya ha dicho y repetido que quiere formar parte de un futuro gobierno
independentista. Es lógico que quiera evitar un tropiezo de sus
socios). Pero al coro del canguelo se han sumado también los comunes, que llevaban días insinuando que era “de sentido común” posponer la cita electoral. Si es cierto, como dice el eslogan de campaña, que “siempre hay una primeravez”,
tampoco había prisa para pegar un resbalón como éste apenas se
presentase la ocasión. Y es que, en el caso de la izquierda alternativa,
no se trata sólo del temor a unos magros resultados – en la línea del
declive de las confluencias que se manifestó ya en los comicios vascos y
gallegos -, sino de una estrategia equivocada que hace peligrar el
futuro de este espacio político. Más que definir un programa y un
proyecto para el país, los comunes parecen moverse por un
cálculo de supervivencia; una supervivencia que asocian a su
participación en un gobierno liderado por ERC. Resulta llamativo que, a
pesar de la responsabilidad mayor de este partido en el conjunto del “procés”
y en la desastrosa gestión del gobierno independentista, todas las
pullas sean para JxCAT… y, aún más, para los socialistas. Por mucho que
se evoque la idea de un “tripartito”, todo indica que lo que hay en mente es un gobierno ERC- Comunes…
con un PSC capaz de sumar para una nueva mayoría, pero debilitado y
condicionado para dar apoyo desde fuera a ese ejecutivo. La insistencia
de Podemos para entrar en el gobierno de España tuvo mucho que
ver con la convicción de que era imprescindible disponer de tal
proyección mediática para mantener una organización que empezaba a
deshilacharse. (Portugal nos enseña que la izquierda crítica puede
influir decisivamente en el hacer de un gobierno socialista sin formar
parte del mismo). En Catalunya, se trataría de seguir una lógica
similar, pero arrimándose a ERC.
Semejante política tiene mucho de ilusión. Y encierra no pocos
peligros. ERC es el partido de la pequeña burguesía nacionalista:
revolucionario en Madrid, neoliberal en Barcelona. Contando apenas con
un puñado de diputados, la soñada “Vicepresidencia Ecológica” daría, en un quimérico “gobierno del cambio”
liderado por ERC, poco más que para hacer un huerto urbano en el Parque
de la Ciudadela. (Otra cosa sería en materia de feminismo: en ERC son
muy dados a la consideración de la prostitución como “trabajo sexual”
y a las modas transgeneristas). Pero esos devaneos tienen conexión con
la política que se cuece en la capital del Reino. En su deseo de hacerse
valer, Pablo Iglesias apuesta de algún modo por “federar”
a determinadas fuerzas periféricas, como ERC o EH Bildu. Pero, lo que
puede ser útil a la hora de negociar los PGE, se convierte en otra cosa
cuando se trata de ejercer presión sobre el PSOE de la mano de fuerzas
que tienen sus propios proyectos territoriales, disgregadores. Tiene
razón Enric Juliana cuando dice que Pedro Sánchez debe
andarse con tiento, ahora que entramos en la fase de atribución de los
fondos europeos – lo que disparará tensiones económicas, sociales y
políticas. La formación de un gobierno progresista en Catalunya,
entendiendo incluso que debería arrastrar a una parte del
independentismo, sólo es concebible sobre la base de un pacto ecplícito
para superar las tensiones con el Estado. Y ese pacto sólo puede darse
si existe un fuerte e insoslayable polo político de la izquierda social y
federalista. El federalismo es capaz de ofrecer una atractiva propuesta
de mejora del autogobierno en el marco constitucional. El
independentismo, por el contrario, si mantiene su inercia, sólo puede
propiciar conflicto, frustración y decadencia nacional. Hay un espacio
político “natural” a la izquierda del PSC que la
socialdemocracia, aún ampliando su influencia, nunca llegará a abarcar.
Es vital movilizar y organizar ese voto popular, esa base social. Pero
la izquierda alternativa no lo logrará si no deja de flirtear con ERC.
Allí son tan raudos prometiendo amor eterno como destrozando corazones
incautos. El romanticismo mata.
Fuente → lluisrabell.com
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