El general Miaja
María Torres
A fines del siglo XIX, antes del año 98, el ejército español no 
era precisamente un ejército popular, pero conservaba todavía, y la 
sacaba a relucir en las grandes solemnidades, cierta aureola liberal. 
Era el ejército de la guerra de la Independencia y de las guerras 
civiles. Había luchado en ambos casos por la libertad. Primero, frente 
al extranjero, es decir, en la política exterior; y después, en la 
política interior, frente al absolutismo, por la libertad política sin 
la cual la otra, la libertad nacional, resultaba un engaño. 
Es verdad que ese doble sentido de la libertad se presta a un 
equivoco en el que han caído y siguen cayendo las naciones y que 
entonces no supo evitar España. Toda nación, cuando defiende su 
independencia, se cree muy liberal y lo es, en efecto, mientras lucha 
por la libertad. Pero, una vez conseguida ésta, hay que mostrar si se es
 digno de ella. ¿Para qué se ha querido? ¿Para la liberación o para la 
opresión? ¿Como una finalidad a la que es preciso llegar o solamente 
como un medio?
La España del siglo XIX, que dio un sentido político que hasta 
entonces no tenia y desde entonces tuvo en todo el mundo a la palabra 
liberal, alzó, como otras naciones de aquel siglo y del nuestro, a 
muchos jefes liberales que no supieron o no quisieron hacer nada con la 
libertad, mejor dicho, que no supieron hacerla, liberales en Su 
juventud, reaccionarios en su madurez (tal ha sido y sigue siendo el 
lugar común de las biografías políticas). 
La libertad no estaba madura, no llegó a madurar porque las 
condiciones económicas del país no variaron todo lo que debían con la 
única verdadera revolución liberal que se hizo en España durante el 
siglo XIX: la desamortización de los bienes de la Iglesia; revolución 
precursora, en la que España se adelantaba a las demás naciones, pero 
que no se llevó a fondo.
La restauración monárquica en España, a fines del siglo XIX, fué 
el triunfo reaccionario de los jefes alzados en su juventud como 
liberales. Se cumplían las biografías políticas claudicantes. El 
ejército español de la restauración, traicionado por sus jefes, era, 
pues, en realidad, un instrumento de la reacción. 
Sin embargo, sus banderas, en algunas conmemoraciones, por ejemplo
 en la del 2 de mayo, todavía ondeaban con aires de libertad. El 2 de 
mayo, Bailen, los sitios de Zaragoza y de Gerona, de la guerra de la 
Independencia, se enlazaban con Luchana, la liberación de Bilbao y hasta
 con el abrazo de Vergara, que aún podía parecerle ingenuamente al 
pueblo la derrota del absolutismo carlista. 
El ejército de Martínez Campos, de este tipo perfecto de general 
traidor, que se sublevó en Sagunto para restaurar el trono de los 
Borbones, era todavía para el pueblo el ejército de Riego, el héroe 
muerto por liberal, y el ejército de Espartero, que decía: cúmplase la 
voluntad nacional, y de Prim, aquel impetuoso que se había presentado a 
la reina con un soviet de soldados. 
A esta historia militar superviviente en la imaginación del 
pueblo, se unía la historia clásica de los conquistadores españoles: 
Hernán Cortés, Pizarro, soldados y campesinos que conquistaban imperios.
 Mucho antes de que existiera un ejército popular sacado de la 
revolución —el ejército francés de Napoleón— los españoles que se iban 
de soldados a América llevaban en su hatillo el bastón de mariscal. 
Así se explica que en el año de 1897 saliera de la Academia de 
Infantería un segundo teniente, lleno de ilusiones militares e hijo de 
obreros. Este joven oficial se llamaba José Miaja. 
Era un mozo de pecho ancho y cabeza redonda, nacido en Oviedo. Su 
padre trabajaba en la Fábrica de Armas; y como el trabajo del padre, 
sobre todo si es obrero, trasciende al hogar, José Miaja debió en cierto
 modo familiarizarse, desde chico, con el secreto de esos instrumentos 
rígidos —los fusiles— que los hombres manejan en todas las direcciones. 
El oficio del padre tuvo, indudablemente, su parte en la inclinación del
 hijo. Si no se hubiera destinado al mando, a la dirección de las armas,
 José Miaja se hubiese dedicado, como su padre, a fabricarlas. 
Entonces los obreros fabricaban los fusiles, pero no los dirigían.
 Frecuentemente estaban dirigidos contra ellos. El paso de una a otra 
función con respecto a los fusiles era el ascenso de una a otra clase 
social, y no bastaba merecerlo, había, además, que agradecerlo. Todavía 
el soldado que por azares de la guerra ascendía a teniente, podía pasar,
 si sabía adaptarse a su nueva clase y volverse contra su clase de 
origen, cuando fuera necesario. Mas, a pesar de la pálida aureola que 
aun pudiera tener el ejército liberal, no podía admitirse fácilmente que
 un mozo de la clase humilde entrara a formar parte de la oficialidad 
por la misma puerta de la Academia que los señoritos de las clases 
acomodadas.
Los conquistadores de América, capitanes del pueblo; los 
guerrilleros de la Independencia; los héroes militares de la libertad, 
toda la vena popular del ejército español, henchida de la sangre más 
roja del pueblo, no había destruido el prejuicio de la sangre azul en el
 ejército. Sabido es que antiguamente, en las casas nobles, el hijo 
mayor heredaba los títulos, era el duque, el conde, el marqués, mientras
 los otros hijos varones se dedicaban a la carrera de las armas o a la 
Iglesia como las hembras se casaban o entraban en un convento. Las armas
 eran de la nobleza y para la nobleza. Los ejércitos estaban así 
compuestos de jefes de la clase social superior y soldados reclutados en
 el pueblo hambriento y aventurero. Cuando la clase superior, en los 
tiempos modernos, no fué ya la nobleza sino la clase media enriquecida, 
los jefes del ejército salieron no sólo de la aristocracia, sino también
 de la burguesía, pero de la burguesía que más deseaba heredar los modos
 de la nobleza, la que más la imitaba. 
José Miaja que, sacrificándose sus padres, había conseguido entrar
 en la Academia de Infantería, no podía ser bien visto por los señoritos
 cadetes de la antigua o de la moderna nobleza. Si le tiraba la milicia 
debía sentar plaza. Era un hijo del pueblo que no estaba hecho para 
mandar, sino para obedecer. Los que le creaban este ambiente hostil no 
hubieran podido figurarse que llegaría una ocasión memorable —el 6 de 
noviembre de 1936— en que el nombre de José Miaja pasaría a la Historia 
por la virtud de sus dotes de mando. 
La hostilidad de la Academia se recrudeció en los Cuartos de 
Bandera. Miaja no era más que teniente cuando se perdieron las colonias,
 en la guerra de 1898, y el ejército recluido en España perdió además su
 aureola liberal, se hizo completamente reaccionario y no tuvo otra 
misión que salvar a la monarquía del naufragio. A los militares no les 
bastaba con ser monárquicos; todos querían ser palaciegos porque ya no 
fué sólo el inocente prejuicio de la sangre azul, sino intereses más 
calculados los que dividieron en castas al ejército. Los militares que 
no eran palaciegos, eran considerados como de una casta inferior, 
constituían el proletariado de la oficialidad, iban con sus familias 
numerosas y sus pagas exiguas dé guarnición en guarnición, tenientes, 
capitanes, comandantes, no pasaban de coroneles. El generalato se 
reservaba para los que lograban su carrera en Madrid, es decir, para los
 favoritos. Palacio hacía y deshacía a su conveniencia las carreras 
militares. 
Naturalmente, el hijo del obrero de la Fábrica Asturiana de Armas,
 fué un oficial proletario. José Miaja era de los de abajo y tenía un 
carácter entero. No se dobló, pero tampoco se abatió. Casado muy joven, 
de teniente, empezó a criar una familia que, como hombre honrado del 
pueblo, había de ser y ha sido numerosa: siete hijos. Una perspectiva de
 trabajo militar y de mejora económica se abría en Marruecos. Miaja fué 
allá y tomó parte en cuatro campañas: la de 1909, la de 1911, la del 13 
al 14 y la del 21 al 23. Cuando empezó la primera campaña, era ya 
capitán por antigüedad, desde 1907. En la campaña de 1911 fué ascendido a
 comandante por méritos de guerra. En 1918 ascendió a teniente coronel, y
 en 1925 a coronel. 
Su vida militar había sido la de un oficial disciplinado, fiel cumplidor de las órdenes del Gobierno. 
*
Al advenimiento de la República, no era más que coronel, el grado 
máximo a que en realidad podía aspirar un oficial proletario. La 
República le hizo general y fué destinado a Badajoz primero y en seguida
 a Madrid, en donde tomó el mando de la primera Brigada de Infantería. 
La República le había reconocido y él a ella. 
Si José Miaja no había sido hasta entonces más que un militar 
disciplinado, íntimamente desligado del medio ambiente monárquico, al 
llegar la República se sintió ciudadano, comprendió que había sonado la 
hora del pueblo español. En vez de la biografía claudicante, tan 
repetida en los jefes del ejército y de los partidos políticos, José 
Miaja, al llegar a general, no claudicaba sino que se encontraba. 
Conviene decir en este punto que su padre, un obrero de la Fábrica
 de Armas de Oviedo, era republicano. Gil Robles distinguió en seguida 
la marca indeleble de republicano que, al calor de los acontecimientos 
se hacía más señalada en la figura del general y le destituyó del mando 
de la primera Brigada de Madrid y le mandó a Lérida, para castigarle. 
Volvían las guarniciones de provincia a ser un castigo para los 
militares. Miaja volvía a ser un proletario del ejército. Era un general
 proletario. 
Por poco tiempo. Al formarse el primer gobierno del Frente 
Popular, fué nombrado ministro interino de la Guerra; después volvió a 
mandar la primera Brigada de Infantería y, encargado de la División y 
como Comandante Militar de la Plaza de Madrid, hizo frente al intento de
 sublevación de la Caballería de Alcalá de Henares, donde él solo con su
 ayudante, impuso su mando y detuvo a los oficiales sublevados. Con la 
misma autoridad actuó en Toledo, en un conflicto entre los cadetes del 
Alcázar y las fuerzas obreras.
Y al estallar la rebelión militar de Sanjurjo, Goded, Franco y 
Mola, el general faccioso encargado de sublevar a las tropas de Madrid 
no se atreve a ir a la Comandancia a tomar el mando de la División, 
porque allí está el republicano Miaja. En aquellos momentos, durante 
ocho horas. Miaja tuvo también que hacer de ministro de la Guerra. El 
día 25 de julio, salió de Madrid con su Estado Mayor para Albacete y se 
hizo dueño de la plaza. Luego dirigió, desde Montoro, las primeras 
operaciones militares en la provincia de Córdoba e impidió que los 
rebeldes se apoderaran de Jaén. De agosto a octubre fué Comandante 
Militar de Valencia. ¿Qué? ¿Iba Miaja a ser ignorado también por la 
República?
Sus dotes de mando no habían pasado desapercibidas. Era el momento
 de un general con tesón, el general del ejército popular del «No 
pasarán». El 25 de octubre, José Miaja es nombrado general de la primera
 División, y el 6 de noviembre el Gobierno le deja encargado de la 
defensa de Madrid. 
José Miaja es el Presidente de la Junta de Defensa que pasará a la
 Historia. Es el militar que en la defensa de Madrid se ha compenetrado 
con el pueblo, como el teniente Ruiz, como Daoiz y Velarde, el 2 de 
mayo. Más feliz que ellos, porque ellos fueron héroes que no vieron su 
triunfo. Miaja ha visto el suyo. El triunfo del pueblo. 
Corpus Barga
Nuestro Ejército, Abril de 1938


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