Referéndum constitucional
Victor Arrogante
Me voy a referir a aquel referéndum del 6 de diciembre de 1978, por el quedó aprobada la Constitución vigente. También haré un alegato por reformar la Constitución, que permita acoger un referéndum sobre el modelo de Estado: si república o monarquía. En definitiva lo que propongo es cambiar la Constitución vigente por otra, después de cuarenta y dos años de vigencia, abriendo un Proceso Constituyente.
Desde hace años por estas fechas vengo diciendo que hay que reformar la Constitución y hoy sigo diciéndolo con el mismo ardor. Muchos acontecimientos han ocurrido desde entonces, que avalan aún más esa necesidad. La Constitución cumple cuarenta y dos años; surgió en un momento crítico de la historia, tras la muerte del dictador; es una institución adulta, con la edad suficiente como para que se adapte a los nuevos tiempos y circunstancias.
Cada año, el seis de diciembre provoca en mí contradicciones y pone mis sentimientos a flor de piel. Un tal día como éste murió mi madre hace ya veinticinco años. En 1978, participé ilusionado en el referéndum por la Constitución. Fui uno de aquellos 15.706.078 votantes, que representaba el 58,97% del censo electoral. Acudí entonces a las urnas emocionado. Salíamos de la negra dictadura y el futuro prometía democracia, salud y bienestar. Luego las cosas no han sido exactamente como hubiéramos deseado que fueran. Ahora vuelven a aparecer nubarrones, tras conocer el contenido del chat de exmilitares golpistas y lo que parece criminales, que no solo quieren volver al franquismo asesino, sino fusilar a 26 millones de personas.
El nacimiento de la Constitución no fue nada sencillo. Estuvo cargado
de dificultades y obstáculos. Las Cortes surgidas de las primeras
elecciones democráticas del 15 de junio de 1977, se encontraron, aun sin
saberlo, que eran constituyentes. Hacía tres años que había muerto el
dictador y todo estaba por hacer. El régimen de Franco estaba intacto.
El régimen autoritario y represivo, lo había dejado todo «atado y bien
atado». No fue modélico el proceso de Transición. Hoy se ven bien
aquellos polvos.
El 15 de junio de 1977, las elecciones generales dieron un claro vencedor: Adolfo Suárez, de Unión de Centro Democrático, que fue investido presidente del Gobierno. El Congreso de los Diputados encargó a una comisión la redacción de un proyecto de Constitución, formada por: Gabriel Cisneros, Miguel Herrero de Miñón y José Pedro Pérez Llorca, de UCD; Gregorio Peces-Barba, del PSOE; Manuel Fraga Iribarne, de AP; Jordi Solé Tura, del PCE, y Miquel Roca Junyent, de la minoría catalana. Un año más tarde, el 31 de octubre de 1978, tras numerosas sesiones, el proyecto quedó aprobado por las Cortes Generales. Con la publicación en el BOE, se convocó a los españoles a un referéndum, que se celebró el 6 diciembre. La pregunta era bien sencilla: «¿Aprueba el proyecto de Constitución?».
La campaña fue anómala y confusa. La postura oficial del Estado, aparentemente neutral, dejaba entrever un mensaje favorable al SÍ: «Una Constitución para 36 millones de españoles. Depende de ti. Tu derecho es votar. Vota libremente». No hubo una clara postura ideológica por parte de las formaciones políticas en defensa del SÍ o del NO. Defendieron el SÍ la derecha de Alianza Popular y la izquierda del PSOE y PCE, así como el centro de UCD y el nacionalismo moderado catalán de centro-derecha. Se posicionaron a favor del NO la ultraderecha nacionalista, como Fuerza Nueva y Falange Española, así como la ultraizquierda independentista de Herri Batasuna. Se abstuvieron los partidos nacionalistas, como Esquerra Republicana de Cartalunya o el Bloque Gallego, así como el Partido Nacionalista Vasco.
El Estado quedaba configurado como una monarquía parlamentaria. No reniego del sentido de mi voto, lo que no quiere decir que acepte, ni lo sucedido desde entonces ni la realidad injusta que hoy estamos viviendo, por lo que abogo decididamente por una nueva Constitución, que supere la del 78, en cuanto que es hora de actualizar el modelo social, económico e institucional, de aquel que salió del Estado totalitario.
No es reformar la Constitución, como algunos proponen. No es reformar todo para que nada cambie. Hay que entrar a fondo en la estructura del Estado; hay que cambiar la esencia misma del Sistema, la forma política del Estado, convertir el modelo territorial en un Estado federal, modernizar la administración de Justicia y blindar los derechos sociales, configurando un auténtico Estado social y democrático, reconociendo nuevos derechos y libertades. Hay que abrir un Proceso Constituyente, que ponga fin a los postulados de la Transición. No debe ser una reforma de adaptación, sino una ruptura con el modelo; que si en un principio pudo haber dado resultado, ahora está agotado.
El nacimiento de la Constitución en 1978 estuvo cargado de dificultades y obstáculos. Las Cortes surgidas de las elecciones del 15 de junio de 1977, sin saberlo fueron Constituyentes. Tras la muerte del dictador, se abrió en España una nueva era, cuyo proceso constitucional iniciado con Transición, hoy sabemos no fue modélico. Nada fue sencillo: la crisis económica y el terrorismo lo dificultaron, el régimen estaba intacto y todo «atado y bien atado». Gobierno y oposición coincidieron en la necesidad de redactar una constitución consensuada y aceptada por la mayoría de las fuerzas políticas. El rey heredero de Franco, el ejército y el gobierno, que representaba a la derecha, tenían el poder, la oposición la legitimidad democrática y se avinieron. Hoy ya no es el mejor modelo para una mejor convivencia.
Una Constitución que se apruebe tras un Proceso Constituyente, debe cuestionar la forma política de Estado (actual artículo 1.3), así como la forma de elección del jefe del Estado. El acceso a la Jefatura del Estado, como a cualquier otro órgano público de representación, no puede tener carácter hereditario, sino sometido a la libre y democrática concurrencia ciudadana. No cabe que la persona del jefe del Estado (ahora el rey) sea inviolable y no sujeta a responsabilidad. Cuando finalice el Proceso Constituyente que se propone, tendrá que abandonar el trono.
Un Estado Republicano, plurinacional, solidario, participativo y laico, debe contar con una nueva estructura territorial federal, con un modelo de financiación y de política fiscal viable; que incorpore mecanismos que garanticen el Estado social, en el que la universalidad de los servicios públicos esté sustentado por principios y valores de libertad, igualdad, justicia social y solidaridad, que fortalezca y amplíe los derechos fundamentales de los ciudadanos, equiparando derechos civiles y políticos blindados, para evitar que los gobiernos de turno, ataquen los fundamentos del Estado de Derecho.
Es hora del establecimiento de un verdadero Estado social y democrático de Derecho, que propugne «como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político» (artículo 1.1 CE). Un nuevo modelo más democrático y participativo, en el que la igualdad y la justicia social sean sus principales baluartes. Defiendo el derecho a decidir, por lo que hay que introducir los mecanismos que permitan realizar consultas sobre asuntos de especial trascendencia.
La Constitución declara que «Ninguna confesión tendrá carácter estatal» y esto no se cumple en la práctica. En un estado verdaderamente laico, se ha de dar una efectiva y real separación entre el estado y las iglesias. Los fondos públicos no pueden dedicar su esfuerzo ni a la iglesia católica ni a ninguna otra. La religión tiene que salir de la escuela para nunca volver y todo tiene que quedar plasmado en la reforma que se propone. El Concordato y los acuerdos privilegiados con el Vaticano deben derogarse, enmarcándose las relaciones en el ámbito diplomático de reciprocidad.
Es necesario reformar la Constitución, para garantizar y favorecer la mayor participación ciudadana en el gobierno estatal, autonómico y municipal, mediante todo tipo de medidas posibles, como iniciativas legislativas populares, referéndums o votaciones online, en un marco de transparencia institucional, política y administrativa.
Una reforma constitucional de este calado, se debe abordar con serenidad y con determinación. Una reforma que permita avanzar en la creación de un estado federal, laico y republicano, basado en la transparencia y una mayor participación social. Una reforma que introduzca mecanismos para blindar el sistema público de pensiones, la educación y la sanidad pública, así como las prestaciones sociales para dependientes y desempleados que carezcan de bienes para subsistir dignamente. Mañana sigue siendo tarde.
La monarquía, muy alejada de los principios constitucionales de
igualdad ante la ley y de igualdad de oportunidades, tiene que
desaparecer. El acceso a la Jefatura del Estado, como a cualquier otro
órgano de representación, no puede tener carácter hereditario, sino
sometido a la libre y democrática elección ciudadana. La monarquía,
heredera del régimen de Franco, cumplió su papel durante la Transición;
pero en un sistema democrático, no cabe que la persona del rey sea
inviolable y no esté sujeta a responsabilidad. Ha llegado la hora de
establecer un estado republicano.
Una República inspirada en los principios republicanos de igualdad ante la ley, laico, que va más allá de la separación entre la iglesia y el Estado, y la elección y movilidad de todos los cargos públicos, incluido el jefe del Estado, con ciudadanos críticos y responsables, que no se conformen con ir a votar cada cuatro años, que no vayan a remolque de lo que se les ofrece, si no que reclamen su papel soberano en una verdadera democracia participativa.
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