¿Quién teme a la memoria feroz?

¿Quién teme a la memoria feroz?
Luis Suárez- Carreño

Se atribuye a Clemenceau eso de que la guerra es un asunto demasiado serio como para dejárselo a los militares. Algo parecido puede decirse a veces sobre otras responsabilidades públicas en asuntos en los que titulación y/o la habilitación oficial no parecen suficiente garantía de acierto: La política, la justicia… ¿no parecen en ocasiones cuestiones demasiado serias como para dejarlas en manos, respectivamente, de políticos y jueces?

Pero ¿qué decir de la historia y los historiadores e historiadoras? Recordemos, solo como muestra, la polémica de hace pocos años con motivo de la publicación por la RAH (Real Academia de la Historia) de un Diccionario Biográfico Español cuya benevolencia con Franco (al que se negaban a calificar como dictador) puso en evidencia que el título de historiador/a no es incompatible ni con la majadería intelectual ni con la falsificación de los hechos.

Valga este comentario para introducir dos hechos muy recientes, aparentemente (sólo aparentemente) inconexos:
Por una parte, la devolución al Estado del Pazo de Meirás y la inmediata polémica surgida en torno a su destino tras ser liberado de su largo secuestro por la familia del dictador. Por otra, las cartas y los chats, es decir, las proclamas golpistas, de los espadones militares en la reserva (donde, a diferencia del vino, no parece que mejoren, sino que tienden a agriarse) contra el actual estado de cosas y, en particular, contra el gobierno de coalición.
Empezando por el Pazo: como se sabe, fue hecho construir por la destacada escritora, figura intelectual y feminista avant la lettre, Emilia Pardo Bazán en los últimos años del siglo XIX, interviniendo al parecer ella misma en el diseño arquitectónico al gusto historicista y romantizante propio de la época.
El edificio fue ‘regalado’ en plena guerra (año 38) a Franco como residencia de verano del Jefe de Estado, para lo que se recurrió a una ‘suscripción popular’ organizada por las autoridades del régimen, empresarios afines y demás pelotas civiles, militares y eclesiásticos. El regalo fue pagado por el pueblo por simple supervivencia, como se hacía todo entonces.
A la muerte de Franco su familia mantuvo la ocupación de Meirás con las complicidades e impunidades institucionales que consagró la Transición respecto a los crímenes de la dictadura y a su herencia. Y ha sido gracias a una larga lucha de organizaciones memorialistas, sobre todo gallegas, que finalmente se ha conseguido la devolución del Pazo al Estado, y, en definitiva, al pueblo.
Es evidente que tras estas peripecias el Pazo ha añadido a sus valores culturales y patrimoniales (por los que ya mereció en su día la declaración de BIC), una rica carga de significados como lugar de memoria y como tal ha sido desde la Transición reivindicado por sectores de la izquierda y por el movimiento memorialista.
Ahora, ante la nueva vida del Pazo como centro museístico y de memoria, se han planteado a grandes rasgos dos opciones: bien su plena resignificación (o, si se prefiere, semantización) con toda la carga histórica que alberga; bien convertirlo en un centro dedicado en exclusiva a la vida y obra de su creadora y propietaria original –la Pardo Bazán– ya mencionada.
Entre quienes defienden ceñir su contenido museístico a la escritora y su obra, se ha erigido el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, que se ha apresurado a tomar posiciones tanto en este sentido como en el de reclamar la gestión del inmueble para el gobierno autonómico gallego.

Con independencia de la revisión impertinente de la hemeroteca, con la que se ha recordado lo reciente (en 2018) de la conversión de Feijóo en defensor de la recuperación del Pazo para la sociedad, no puede sorprender que este se pronuncie por el borrado de la historia reciente del inmueble, que no es otra cosa lo que su propuesta implica. No puede sorprender, puesto que la derecha de este país tiene alergia a todo lo que recuerde a los crímenes y desmanes del franquismo y sus secuelas; es una derecha (tanto PP como Vox) que se niega a condenar abiertamente el régimen franquista, que coquetea, de hecho, con los sectores neofranquistas abundantes en estamentos como el militar o judicial, y en los medios de comunicación.

Pero la derecha militante no está sola en el negacionismo: le acompañan sectores ‘progresistas’, que igualmente cuestionan el derecho a –y el deber de– la memoria. Habitualmente estos memoria-escépticos recurren a una ‘equidistancia moral’ para condenar todos los ‘bandos’ y así no tener que condenar a ninguno, situando en el mismo plano al criminal y a la víctima, es decir, al golpista y al defensor de la legalidad democrática, en el caso de la República y la Guerra. Y evocando el ‘espíritu de la Transición’ para dar por amortizados los crímenes de la Dictadura, nunca perseguidos, nunca condenados.

Se da también la circunstancia de que entre la ‘inteligencia’ anti-memoria en este país abundan los historiadores e historiadoras, quienes, al parecer, a su equidistancia inmoral añaden el celo corporativo: la defensa de un coto académico que entienden amenazado desde el campo de la memoria, ignorando, según parece, que historia y memoria son dimensiones distintas de nuestra cultura; que no pueden, en suma, rivalizar pues, aunque se retroalimenten mutuamente, cada una tiene su propia naturaleza y función.

Es precisamente una historiadora, Isabel Burdiel, quien ha salido también públicamente a la palestra para defender un futuro Pazo de Meirás circunscrito al homenaje a Pardo Bazán, en el que no quede huella de sus últimos ochenta años de existencia. En su artículo ‘Restituir la memoria de Pardo Bazán en Meirás’ (página de opinión en El País del pasado sábado 12 de diciembre), se dice que restituir la memoria de E.P.B. ‘puede ser la mejor manera, no de olvidar, sino de echar al olvido (como escribió en su momento Santos Juliá) aquellos años violentos, que no agotan nuestra historia contemporánea, que no pueden constituirse en su referente primordial’. Por ‘aquellos años violentos’, la autora se refiere (en el párrafo anterior) a ‘la guerra civil y el franquismo’.

En suma, la autora reivindica la importancia y riqueza cultural del s. XIX, como justificación o trampolín intelectual con el que saltar ágilmente por encima de los ‘años violentos’ en la memoria de este inmueble (y de todo lo que le rodea), años que deberíamos ‘echar al olvido’.
Como si los lugares de la memoria debieran, o pudieran, ser desinfectados de recuerdos (hechos) desagradables y traumáticos, fijándonos únicamente en aquel pasado que historiadores o intelectuales –o autoridades de cualquier tipo– consideraran edificante.

Adiós Auschwitz, adiós memorial de Hiroshima, adiós centro de la Paz de Guernica, adiós tantos lugares que recuerdan hechos traumáticos, ‘años violentos’… sin embargo, afortunadamente, la humanidad hace mucho ya que aprendió que la miseria no se esconde debajo de las alfombras sino que se mira de frente, y que los lugares de fuerte carga simbólica y de conflicto (los nudos de la historia) son recursos valiosos, de hecho, únicos, para el derecho a la verdad, la justicia y la reparación; para el aprendizaje de la libertad y la democracia. En nuestro caso como en el de otros muchos de pasados traumáticos recientes, el ejercicio colectivo de la memoria está inseparablemente unido a la lucha por la justicia y contra la impunidad.

Esta propuesta de la historiadora coincide sensiblemente con la ya comentada del presidente de la Xunta, y que Iniciativa Galega pola Memoria (plataforma de colectivos memorialistas gallegos), denuncia como ‘nuevo intento de ocultar los crímenes franquistas, en este caso bajo el perverso pretexto de apoyar dos causas tan loables como el feminismo y la literatura gallega’. IGM recuerda que similar artimaña –el trampantojo cultural o artístico para ocultar la memoria antifranquista– se ha utilizado también por la Xunta en la Isla de San Simón: vaciada de su contenido histórico como centro de represión por medio de líricas mixtificaciones como las de isla ‘del pensamiento’ o ‘de los poetas’.

En realidad, no existe incompatibilidad alguna de destino del Pazo de Meirás, por una parte para rendir homenaje a la Pardo Bazán (que, por cierto, cuenta con una casa-museo en La Coruña), y por otra para el relato de su apropiación por el dictador y su familia, así como de la larga lucha ciudadana por su recuperación. Al contrario: resulta sumamente didáctica la superposición sobre un mismo espacio de los valores progresistas e ilustrados que la escritora representó de manera tan destacada, y de sus opuestos (violencia, oscurantismo y corrupción) personificados en el genocida Franco. Perfecta metáfora del siglo XX de este país.

Pero ¿qué tiene que ver el debate en torno al Pazo de Meirás con las recientes soflamas de militares golpistas que, recordemos, entre los agravios destacan las políticas de Memoria Democrática?
Creo que está claro: el efecto que persiguen las soflamas, trivializadas como extravagancias y anacronismos, no es realmente influir en el juego político formal, para eso tienen al PP y a Vox, sino el de contribuir a un clima de temor e intimidación que será denominado eufemísticamente de ’prudencia’. Acobardarnos como sociedad; mantener el imperio del olvido y la impunidad. Y la reacción de muchos progresistas en materia de memoria democrática, en los medios y en la cultura, demuestra que tiene éxito.

La derecha consiguió acobardar a la mayoría de la izquierda en la Transición, y le cogió gusto a la experiencia: ese sigue siendo su objetivo hoy, y para ello nada mejor que agitar algunos uniformes. Cada acto de renuncia en materia de memoria democrática es un ejercicio de cobardía de los demócratas, aunque se disfrace de erudición o de doña Emilia, y es una muesca adicional en la culata del máuser franquista.


Fuente → blogs.publico.es 

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