El odio y la libertad

«Comparto sinceramente la tristeza de ver a una feminista histórica ante la fiscalía, pero no por las mismas razones que se están esgrimiendo por ahí, ni por la defensa tramposa de la libertad de expresión; lo que me apena es no poder contar en la defensa de mi derecho a una vida digna y en igualdad como la mujer que soy con la fuerza, brillantez y prestigio que Lidia Falcón tuvo alguna vez»

El odio y la libertad
Alana Portero

El delito de odio, por definición, es un figura jurídica que nace para evitar o castigar conductas que favorezcan la violencia —física o verbal— contra grupos de personas tradicionalmente agredidos, menospreciados o sujetos históricos de discriminación. Una protección legal que se aplica a quien, histórica y demostradamente, lo necesita. Enfrentar esta figura jurídica contra la libertad de expresión es una trampa habitual de la derecha supremacista o, siendo benevolentes, de quien no tiene —o no quiere tener— claros conceptos básicos de convivencia por las razones que sean: notoriedad, vender un producto, hacer marca personal o ignorancia palmaria.

Un delito de odio cometido desde la oralidad, por ejemplo: unas declaraciones públicas antisemitas, no tienen cabida en la libertad de expresión porque tienen un recorrido mayor que el de la oralidad en sí. Declaraciones de este tipo son acciones que tienen consecuencias. Socavan la dignidad de quien ya la tiene en tela de juicio constante y abren la veda a que otros hagan lo mismo, con lo que se perpetúa un estigma que desemboca en la negación de condiciones materiales en igualdad o, llegado el caso, en violencia física.

Lidia Falcón tras declarar en la Fiscalía el pasado día 14 de diciembre

«A quienes hemos sufrido la violencia de un pederasta y además somos LGTB nos hieren especialmente los intentos de conexión entre una cosa y la otra. Esto sucede de dos formas históricas: bien se achaca nuestra condición LGTB a haber sufrido abusos infantiles, como un condicionante de la conducta irreversible; o bien se insinúan conductas pedófilas inherentes a la condición LGTB»

Los discursos de odio son captadores de ejecutores de dicho odio. Cuando Richard Spencer, supremacista blanco y presidente del Instituto de Política Nacional, habla amparándose en la libertad de expresión, ese mensaje es el principio de un mecanismo estudiadísimo que termina en un chaval de Charlottesville empuñando un arma y buscando presas racializadas con objetivo de limpiar su país.

La propaganda de toda la vida, perfeccionada siglo tras siglo, al servicio de los vencedores para limpiar su imagen y atomizar en otredades a quienes no sean ellos mismos para eliminarlos, explotarlos y someterlos.

Detrás de una figura jurídica hay un estudio largo, una puesta en común que responde a una necesidad. Las leyes, especialmente en lo tocante a derechos humanos, no son ocurrencias que brotan en la imaginaria fuente de la posmodernidad, son producto de procesos largos, de observaciones, de demandas y necesidades históricas.

Esta semana hemos visto a la abogada, filósofa, periodista, dramaturga y feminista Lidia Falcón acudir a declarar ante la fiscalía de Madrid, a raíz de la denuncia puesta contra ella por la Plataforma Trans y respaldada por la Direcció General d’Igualtat del Departament de Treball, Afers Socials i Famílies de la Generalitat de Catalunya, por un supuesto delito de odio contra las personas trans.

Algunas de las barbaridades dichas por Falcón y recogidas en el diario El Salto

«La genealogía no está ahí para crear mitos, está ahí para ser reconocida y aprender de ella. Lidia Falcón se ha ganado un hueco en la genealogía feminista poniendo el cuerpo, no tiene por qué gustarme, pero una parte de la libertad de la que yo misma disfruto, lleva su huella»

A estas alturas no voy a ocultar la animadversión que me provoca la señora Falcón, ganada a pulso por sus continuos y desmesurados ataques contra el colectivo al que pertenezco. A menudo se me ha calentado la boca en redes sociales y la he descalificado, cosa de la que no estoy orgullosa y por la que me disculpo, aunque ella no sepa ni quién soy ni cómo me llamo. Casi todas nos hemos tragado eso de la marca personal en algún momento y lo hemos llevado a las redes en su máxima expresión. Es liberador entender que conviene dejar de verse a una misma como una venta, en cuanto se consigue se reducen drásticamente las meteduras de pata públicas que una comete, además de detectarse antes las que se siguen cometiendo.

Con todo, tengo que decir que me da apuro verla entrar y salir de un juzgado, arropada por unas pocas mujeres cuyo número apenas da para sostener una pancarta mediana, agarrar un megáfono y reiterar, demasiado metida en el papel, las declaraciones que la han llevado ante el fiscal.

Este caso es paradigmático de lo que significa y cómo funciona un mensaje de odio. Lidia Falcón tiene un pasado innegable como activista feminista y como luchadora antifranquista, un prestigio político justamente ganado exponiéndose en una época histórica en la que esto podía llevarte, como fue el caso, ante el torturador.

Nadie va a negarle y dejar de agradecerle eso.

La genealogía no está ahí para crear mitos, está ahí para ser reconocida y aprender de ella. Lidia Falcón se ha ganado un hueco en la genealogía feminista poniendo el cuerpo, no tiene por qué gustarme, pero una parte de la libertad de la que yo misma disfruto, lleva su huella.

La cuestión es que el prestigio, aunque ganado, te sitúa en una posición de privilegio, que es desde donde es más fácil poner la bota en la cara al prójimo. Conviene recordar que acceder a varios estudios superiores y completarlos es en sí mismo un privilegio. Lo es hoy y, sobre todo, lo fue durante la dictadura. Sin desacreditar el esfuerzo y la capacidad de trabajo necesaria para sacarlos adelante, es importante contextualizar que mientras Lidia Falcón y otras rompían ese techo de cristal, las mujeres trans estábamos ocupadas siendo putas o entrando y saliendo de prisión por la ley de peligrosidad social. Sin más opciones.

No hace falta transcribir en este texto las múltiples declaraciones tránsfobas, homófobas, lesbófobas y misóginas de la señora Falcón, están a un click de distancia de quien quiera leerlas. En un momento político como el actual, con la ley trans sobre la mesa y con ella en juego los derechos y libertades de miles de personas, lo que entra dentro de la libertad de expresión es la oposición pública a la ley —a esto tiene derecho cualquiera y así debe de ser—, pero no las vejaciones a un colectivo entero y la participación en una cadena de calumnias que cada vez es más grande. A quienes hemos sufrido la violencia de un pederasta y además somos LGTB nos hieren especialmente los intentos de conexión entre una cosa y la otra. Esto sucede de dos formas históricas: bien se achaca nuestra condición LGTB a haber sufrido abusos infantiles, como un condicionante de la conducta irreversible; o bien se insinúan conductas pedófilas inherentes a la condición LGTB. Esta barbaridad es la que una parte del feminismo está rescatando de los años cincuenta y esto es, reiterado por ella misma, megáfono en mano, lo que dice Lidia Falcón.

Lidia Falcón el pasado 18 de diciembre en El Gato al Agua, programa de Intereconomía, donde declaró lo siguiente: «El movimiento homosexual hace muchos años que está haciendo campaña por la pedofilia y la pederastia, y eso lo sabemos todos». A lo que el presentador añadió: «El movimiento homosexual y, particularmente, el movimiento trans». «Bueno, el movimiento homosexual empezó antes, ¿eh?», añadió Falcón

«La propaganda de toda la vida, perfeccionada siglo tras siglo, al servicio de los vencedores para limpiar su imagen y atomizar en otredades a quienes no sean ellos mismos para eliminarlos, explotarlos y someterlos»

Del mismo modo que lo hace la ultraderecha, también insiste en que su feminismo está librando una guerra contra el «lobby trans». Cuando una realiza una afirmación semejante debe sostenerla sobre algo sólido. Hasta hoy nadie ha sabido definir los contornos de tan influyente lobby. ¿Quiénes son? ¿Las actrices de POSE? ¿Las de Veneno? ¿Las farmacéuticas que cada año retiran o dejan de suministrar los tratamientos de sustitución hormonal? Yo misma hace nueve meses que no puedo acceder a mi medicación por desabastecimiento. Y es la segunda vez en dos años. ¿Es Soros? ¿Es Marci Bowers, la cirujana trans que hace reconstrucciones genitales gratuitas a mujeres que han sufrido alguno de los tipos de ablación que existen? ¿Quién diablos forma ese lobby de desgraciadas que no tienen dónde caerse muertas?

Hoy por hoy, cincuenta años después de las heroicidades de la señora Falcón, las mujeres trans hemos mejorado nuestra posición en la sociedad muy poco. La mayoría sigue trabajando en la calle, la mayoría sigue apartada del mundo laboral, la mayoría sigue siendo pobre. Nuestra pelea no tiene nada que ver con los techos de cristal, aunque alguna de nosotras lo haya roto, estamos peleando por salir de las alcantarillas de la historia.

Comparto sinceramente la tristeza de ver a una feminista histórica ante la fiscalía, pero no por las mismas razones que se están esgrimiendo por ahí, ni por la defensa tramposa de la libertad de expresión; lo que me apena es no poder contar en la defensa de mi derecho a una vida digna y en igualdad como la mujer que soy con la fuerza, brillantez y prestigio que Lidia Falcón tuvo alguna vez. Me entristece sinceramente no poder nutrirme más y mejor de su experiencia como pionera, que en lugar de ver a compañeras en inferioridad de condiciones y deseando aprender, ella prefiera ver en las mujeres como yo, un enemigo abyecto al que destruir. Aunque seamos el 1% y pobres. Aunque la historia y los hechos nos den la razón. Esa es la auténtica tragedia. Que Lidia Falcón, con todo su bagaje, no sepa verlo y se suba al carro de los que, no quepa ninguna duda, fueron sus enemigos hace medio siglo y lo siguen siendo hoy.

De la pertinencia de la denuncia, que apoyo sin reservas, que se encargue la fiscalía, que para eso está. Nosotras ya gestionaremos la decepción, la defensa propia y la tristeza.


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