"Ahora no toca"

"Ahora no toca"
Juan José Guirado

"Ahora no toca". Recuerdo que José María Aznar vetó con estas palabras una visita de Juan Carlos I a Cuba. Visto lo visto, no quedaba claro si era él quien se imponía al Rey o era el Rey quien se escondía detrás de la aparente altanería del altanero Presidente del Gobierno.

"Ahora no toca", es hoy la respuesta de la mesa del Congreso a cualquier iniciativa que ponga en cuestión la monarquía. Quienes participaron en el reparto de la soberanía se oponen a cualquier modificación del statu quo sobre la atada y bien atada jefatura del Estado.

El "ahora no toca" se ampara hoy en urgencias de primera línea, en medio de esta inesperada (pero esperable) crisis universal. El argumento lo emplean las tres derechas, pero también el Partido Socialista, como uno de los principales compromisarios de la Transición. Y una buena parte de la población cree que "no toca", unos por posicionamiento ideológico, otros con el argumento esgrimido de que este debate tapa cuestiones inmediatas.

La oportunidad para plantear una cuestión o tomar una medida es algo a tener siempre en cuenta, aunque no está exenta de sesgos que dependen de la correlación de las fuerzas interesadas. Pensemos en lo "convincente" que es retrasar la subida del salario mínimo a menos de dos millones de trabajadores aunque se suba a otros dos millones de empleados públicos, que cobran en promedio bastante más. ¿No podrá afrontar un empresario la subida de nueve euros al mes, 30 céntimos diarios, a un empleado sin arruinarse? ¡Muy mal le debe ir la empresa! Está claro que hay interés en enfatizar quién lleva el timón de la economía...

El razonamiento de que "no toca tocar" ahora la Jefatura del Estado, tiene sin embargo algunas razones convincentes. Lo que, como plantea no tiene que ver con el rechazo del debate, sino con la consideración de los efectos secundarios que tendría querer forzar ahora ese cambio tan necesario. Los sentimientos identitarios, sean de nación o de pasión política, congelan las soluciones y refuerzan posiciones visceralmente enfrentadas, sin aportar vías que conduzcan a otra cosa que enquistamientos reaccionarios. El republicanismo no debe plantearse como una mera seña de identidad, sino como un proyecto que requiere un proceso bien meditado. Decía Monereo:

"Si el republicanismo de España se identifica con la república catalana y vasca, con el separatismo y la desintegración del país, la tercera vía republicana no tiene viabilidad, eso solo beneficia a la monarquía y a Vox (...) mandas un mensaje al electorado vasco y catalán, no refuerzas Unidas Podemos en estos territorios, la devalúas táctica y estratégicamente (...) el problema es que Unidas Podemos se quedará en la España chica (...) las tres grandes nacionalidades históricas desparecerían de nuestro horizonte, también desaparecerían Baleares y Valencia, que ya tienen sus nacionalistas. Para decirlo en plata, la táctica es táctica, hay que tener cuidado con ella porque a veces te hace incompatible con tus objetivos (...) ¿Queremos la república federal y solidaria o no? Si eso no está claro, lo que ocurrirá es que desapareceremos en el País Vasco y Catalunya como fuerza efectiva y las derechas se quedarán con el proyecto unitario de España.

En estos momentos la República como forma del Estado no tiene posibilidades de éxito, aunque otra cosa sea mantener vivo el debate. Aunque en caso de necesidad las fuerzas dominantes no tendrían muchos escrúpulos en barrer la monarquía y sustituirla por una "república" a su medida. Algunos ingenuos se conformarían con esta solución gatopardesca.

Los peligros señalados se enuncian también en un artículo que dejo a continuación:

"Hay que recordar que estamos en España, que poner en cuestión a la monarquía puede dividir a la población, aunque sea asimétricamente, y dar impulso a las derechas: a la ultraderecha de Vox y a la extrema derecha del PP; y al runrún de sables, nunca en este país tan disparatado como parece."

Aseguremos la vía, que requiere definir muy bien en qué podría consistir esa República Federal Solidaria, la única que puede salvar realmente a este país de una balcanización, que perjudicaría y debilitaría a todos, o de una dictadura centralista que podría ser absolutamente catastrófica.

Sigue el artículo, con una propuesta final final un tanto peregrina, cargada de ironía, de Juan-Ramón Capella, catedrático emérito de Filosofía del Derecho y autor del libro Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de época.


Un emérito de mérito
Juan Ramón Capella

Es difícil encontrar un modelo igual.

Al aceptar suceder al dictador cumplió los planes de éste: que tras su muerte se instaurara —la palabra lo expresa claramente: no es una simple restauración— una monarquía cuya legitimidad procediera del levantamiento militar de 1936, que aparecería así como legítimo en el régimen que le sucediera. Si el levantamiento militar fue legítimo, no habría que responder por los crímenes de la guerra y la postguerra, ni habría vuelta atrás al expolio de las propiedades de los vencidos; jamás se rememoraría con verdad y en toda su extensión lo sucedido. Juan Carlos lo dijo con toda claridad en aquel acto de 1969: "Recibo de su excelencia el jefe del Estado y generalísimo Franco la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936, en medio de tantos sufrimientos, tristes, pero necesarios, para que nuestra patria encauzara de nuevo su destino". De paso, juró las leyes fundamentales de la dictadura. En el futuro no haría lo mismo con la Constitución de 1978: la promulgó, pero no la juró.

El relato oficial señala como mérito del emérito facilitar la constitucionalización del régimen de libertades. ¿Mérito? No le quedaba otra. Tras mantener en la jefatura del gobierno a tuvo que irse a despotricar a los USA para librarse de él. Pero se sabía el oficio —su cuñado dejó de ser rey de Grecia por aceptar gobiernos militares— y buscó a una persona capacitada para el cambio, Adolfo Suárez, el cual logró al mismo tiempo legalizar y descafeinar al Partido comunista, pero que daba largas a la entrada en la OTAN. Esto último no le gustaba nada al gobierno de EEUU, sobre todo cuando Reagan accedió a la presidencia, y en España los militares andaban revueltos —ahora también, pero no tanto— con el estado de las autonomías (entonces con la inestimable colaboración del terrorismo etarra). El hoy "emérito" había sableado al Sha de Persia y al rey de Marruecos para poner en pie el partido de Suárez; ahí debió iniciar su aprendizaje, si es que no lo traía aprendido de casa.

Y aquí empieza el otro episodio en que el emérito sale reforzado de rebote con la inestimable ayuda de la "versión oficial". El otrora general Armada, que ya aparecía detrás de Juan Carlos de Borbón en el acto de aceptación de 1969, era persona muy cercana al rey, a quien visitaba en sus vacaciones en la nieve, y al que éste quería a toda costa trasladar a Madrid (a lo que Suárez, con buen olfato, se oponía). Juan Carlos arrancó para Armada ese destino en el Estado Mayor Central exigiéndoselo a un atribulado ministro de Defensa cuando el presidente del gobierno estaba de viaje. Esa impropia interferencia no era gratuita. La idea era que un militar sucediera a Suárez como presidente del gobierno. "Pero a mí me lo dais hecho", decía el hoy emérito, que no quería pringarse. Armada y Milàns, los generales más monárquicos del país, con la inestimable ayuda del CESID, montaron un teatro de golpe de estado en que un actor secundario, Tejero, debía dar a Armada la ocasión de ofrecerse a los partidos para resolver la situación creada por el propio actor secundario.

La cosa falló por la mano de obra: Tejero se movía para instaurar un gobierno militar, no el gobierno de un militar. Sus grotescas formas resultaron inadmisibles para Juan Carlos: entrar a tiros en el Congreso y zancadillear a un teniente general no era "dárselo hecho". A Armada, que pidió permiso al rey para acudir al Congreso, éste le dijo que lo hiciera "a título personal" (o sea, no en su nombre). Tejero frustró los planes de Armada, quien, para el consiguiente consejo de guerra, le preguntó al rey si podía invocar sus conversaciones con él. Juan Carlos, obviamente, le borboneó. El discurso en tv del rey, cuando dijo no aceptar ninguna solución contraria a la Constitución, le valió unánime reconocimiento oficial, pero también habría valido si Armada hubiera conseguido de los partidos el nombramiento de presidente del gobierno. Un discurso que valía tanto para un roto como para un descosido.

Entre una y otra boda de los hijos y tras el 23 F en su versión oficial (versión que omite recordar, claro, que el golpe facilitó los objetivos de entrar en la OTAN y tratar de reconducir el proceso autonómico mediante la LOAPA), el de la "legitimidad del 18 de julio" también se legitimó (por decirlo de alguna manera) por los mass-media, la tele y el Hola principalmente. Empezaron los negocios por persona interpuesta (Colón de Carvajal y de la Rosa, unos angelitos) o no interpuesta, si no venían de antes. Y luego ha llegado todo lo demás: un rosario de despropósitos vergonzosos con aspectos delictivos unos, inconvenientes otros y presuntamente delictivos otros más pero que no se pueden perseguir porque eran actos de un rey irresponsable (jurídicamente y no). Hasta que no hubo más remedio que abdicar.

El "emérito" se alinea con hombres muy característicos del actual régimen político: Jordi Pujol, Jaume Matas, Zaplana, Camps, Mas, los responsables de los cuartos en Andalucía o en el PP. Gente que juega con el dinero público sin vergüenza. Algo habrá que hacer. Hay cosas cuya reiteración resulta peligrosa. El gobierno debe actuar honestamente. La gente empieza a estar cansada de la "política por arriba" o politiqueo, con pactos a su conveniencia entre quienes están en eso, los cuales no saben ver que les están mirando, y no con buenos ojos, los de abajo.

El firmante de este papel es republicano. Pero lejos de él la pretensión de cuestionar la monarquía como institución en estos momentos. Hay que recordar que estamos en España, que poner en cuestión a la monarquía —a diferencia de lo que piensan los dirigentes de Unidas Podemos— puede dividir a la población, aunque sea asimétricamente, y dar impulso a las derechas: a la ultraderecha de Vox y a la extrema derecha del PP; y al runrún de sables, nunca en este país tan disparatado como parece. Eso es lo peor que nos puede pasar como gente. No están los tiempos para más crispación, para más divisiones. Cuando podamos descansar del coronavirus ya pensaremos en otras cosas: pues se nos van a echar encima muchos problemas, y no hay que sobreañadirles ninguno más.

Lo que se debe hacer, en mi opinión, es reformar como mínimo la institucionalización constitucional de la jefatura del Estado. Acabar, claro, con la ley sálica, pero también con la atribución a esa jefatura del mando supremo de las fuerzas armadas, que debe corresponder al presidente del gobierno. Y establecer un código de conducta para la jefatura del Estado similar al que tienen otras monarquías parlamentarias. El principio monárquico, que no acaba de casar bien histórica y teóricamente con la democracia salvo en contados casos, sí casa en ocasiones con la prudencia política. Quizá valga la pena apostar por la pacificación de un país que lo necesita para que acaben triunfando tarde o temprano unas instituciones más acabadamente democráticas.

Hay que buscar soluciones imaginativas. Por ejemplo, ¿por qué un solo jefe del Estado? Se podría institucionalizar una Jefatura del Estado colegiada, bicéfala, con un rey y un presidente del reino republicano de España. Si la santísima trinidad ha durado tantos años, y eran tres, ¿por qué no habría de funcionar esta más modesta proposición?


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