"Se recorta, velada, una tragedia de aglomerados rojos, rojos zares, con un tic-tac en plenilunio, abiertos, como revoluciones de los huertos / granadas con la herida de tu florido asombro, dátiles con tu esbelta ternura sin retorno", escribió Miguel Hernández.
Entre bancales con esos frutos que por el color de su jugo son símbolo del martirio y palmeras altivas con impactos de bala, se alzan dos vigas de hierro con cadenas rotas, un monumento que se levantó en los años 90 "en recuerdo de todos los seres humanos que sufrieron y murieron por un mundo más justo y más libre". Cerca se ha instalado hace tan solo unos días un panel informativo en memoria de los represaliados.
Son los únicos vestigios que indican a simple vista la existencia del campo de concentración de Albatera, en la localidad alicantina de San Isidro. De los 300 que el régimen franquista diseminó por todo el país, para "propagar una atmósfera de terror" y "crear una impresión de dominación", tal y como dijo el general Mola al inicio de la guerra, es uno de los más importantes, y también de los más desconocidos. Forma parte de esa España oculta, de esa historia no oficial todavía por contar.
Entre finales del 39 y principios del 40 lo desmantelaron y arrasaron hasta sus cimientos con el objetivo de no dejar rastro. Solo quedaron algunos escombros. Sin embargo, su silueta aún podía distinguirse en las imágenes aéreas a gran escala que los llamados vuelos americanos captaron de toda la Península en 1946. "Es curioso porque en ellas se ve la estructura", afirma el arqueólogo e historiador Felipe Mejías. Fue lo que le permitió hace dos años determinar su ubicación exacta y su perímetro de 709 metros de longitud por 200 de ancho (14 hectáreas).
Se cerró el 27 de octubre de 1939, y su memoria se borró durante 40 años y se olvidó por otros 40 más. Justo 81 años después, "el azar ha querido que se abra una oportunidad para dar luz a lo que sucedió", prosigue. Lidera un equipo de cinco arqueólogos que esta semana ha comenzado una prospección con detectores de metales para documentar su existencia a través de los objetos, recabando restos de ropa (como cinturones y hebillas), insignias, proyectiles, basura… "La información de los basureros permite reconstruir lo que la documentación no aporta", explica el investigador.
Los que lograron sobrevivir contaron que la dieta consistía en un chusco de pan que compartían entre cinco y una lata de sardinas para dos cada tres días. "Comían cuatro o cinco veces al mes", sentencia Mejías. Los tres primeros días bebieron de los charcos el agua que les tiraron al suelo. En esas primeras horas tampoco les proporcionaron comida, y ya venían de ingerir solo las flores de los almendros. "Dejábamos aquello pelao", dijo el poeta Marcos Ana.
Se calcula que hasta 20.000 personas recalaron allí entre el 5 y el 6 de abril del 39, muchos, desde el campo de los Almendros. Recién declarado el fin de la contienda, con la caída del último bastión republicano, se habían dirigido al puerto alicantino con la esperanza de subir a unos barcos que nunca llegaron. A excepción del presidente y los cargos más relevantes, capturaron a gran parte de la cúpula del Gobierno y la sociedad republicana. Comisarios políticos, gobernadores civiles, militares de alta graduación, médicos, escritores, artistas… que no pudieron subir al Stanbrook, el último buque que zarpó camino al exilio.
"Llegamos al muelle de carga de la estación ferroviaria de Alicante donde había un tren de transportar ganado", contó en los años 80 el exprisionero Juan Caba. En vagones abarrotados, a punto de la asfixia, los trasladaron a lo que hasta ese momento había funcionado como campo de trabajo, una estructura penitenciaria que se inauguró en 1937 para los acusados de espionaje, rebelión y sedición.
Un lugar emblemático que se convirtió en un infierno
Los documentos demuestran que los cautivos cobraban un pequeño salario por su jornada laboral de ocho horas y había permisos de fin de semana. La instalación contaba con enfermería, servicio de correos, un régimen de visitas familiares y partidas presupuestarias para alimentos. "Era un centro emblemático y ejemplar para la República", advierte Mejías.
Nada que ver, en su opinión, con el infierno en el que se convirtió después. El franquismo se limitó a aprovechar el cerco de alambre. Instalaron a los reclusos en el terreno que circundaba los barracones. A la intemperie y hacinados, "como animales", prosigue, apenas se podían tumbar en el suelo. "Arañando como pudimos la tierra, tuvimos que acomodar nuestro esquelético cuerpo al lecho del terreno", según Caba.
A un mes especialmente lluvioso le siguió un verano que rajaba la tierra y la piel, llena de llagas abiertas por el sol. La escasez de agua y alimento les provocaba atroces episodios de estreñimiento y diarrea severa. Los retretes, atascados desde el segundo día, eran conocidos como lugares de tormentos. "Incluso las letrinas, o más bien las zanjas que los presos excavaron, dan información", continúa Mejías.
Aquello se llenó de chinches y parásitos. Empezaron a enfermar rápidamente. "Nos acosaba la idea de que moriríamos de hambre y sed", describió Caba. Algunos ya no se levantaban al toque de diana. Morían de inanición.
Queda en pie el antiguo horno de pan, reconvertido en caseta de aperos de labranza. "Hay quien dice que era de cremación. Hay muchas exageraciones", aclara Mejías, que lo ha podido documentar con una foto de febrero de 1938, cuando aún era campo de trabajo.
Para desentrañar las huellas soterradas, otro grupo de cuatro especialistas de la Universidad de Cádiz está batiendo con un georradar una superficie de 3 hectáreas, que era la zona de acceso. Mejías espera hallar la información que hay en el subsuelo y "determinar con precisión la ubicación de la fosa común", de la que tiene evidencias.
Los testimonios de los internos hablan de que "una o dos veces al día, malolientes carros tirados por burros sacaban a los cadáveres amontonados". La historiografía, sin embargo, contabiliza ocho fallecidos en ese periodo. "Son cifras ridículas. Hay una especie de vacío", determina Mejías, que cree que "la única forma de saber dónde están los muertos es preguntando a la gente".
Necesitaba otra perspectiva, conocer lo que pasaba fuera del recinto, así que hace tres años, a través de la Cátedra Interuniversitaria de Memoria Democrática de la Comunitat Valenciana, inicia una serie de entrevistas a los propietarios de los terrenos, que le confirman que en los años 50, cuando se rotura toda la zona y se pone en cultivo, salieron restos humanos en superficie en tres lugares: "Esto son signos inequívocos de la existencia de la fosa".
El investigador opina que es probable que después afloraran algunos más, pero se ha silenciado porque "sigue habiendo miedo a hablar". Fue fundamental el testimonio de un operario que en 1977 instaló unos tubos de drenaje en el término de San Isidro. Al hacer las zanjas de dos metros de profundidad en la parcela sobre la que están trabajando aparecieron varios cuerpos intactos, en intervalos de 10 a 12 metros, con manchas que seguramente fueran cal viva.
Aunque no se aventura a dar una cifra del número de cadáveres, se muestra seguro de que "hay una fosa de grandes dimensiones". El próximo día 9 un equipo de siete arqueólogos y una antropóloga de la Universidad de León comenzarán los sondeos y la excavación con maquinaria para ver en qué situación se encuentra.
Un presupuesto todavía limitado
No obstante, advierte, el presupuesto de 17.600 euros que el Gobierno valenciano ha otorgado al proyecto, la mayor cuantía de toda la comunidad para este fin, no será suficiente para exhumarla, algo que dependerá de una próxima subvención que saldrá a finales de año.
Estas actuaciones formarán parte de un plan a cuatro años con el que pretende prospectar el perímetro completo del campo, un espacio que hace un año y medio se declaró Bien de Relevancia Local, con una metodología novedosa que hasta ahora solo se ha llevado a cabo en Castuera (Badajoz).
"Esto es un primer paso", ya que el también responsable de la identificación de las fosas comunes en la provincia está seguro de que "hay más", aunque algunas podrían estar bajo la superficie que ocupa el pueblo, que se levantó en los años 50 cuando llegaron colonos de diferentes puntos de la geografía para trabajar las tierras. Incluso, hay quien cree que se construyó encima para mermar la memoria del lugar.
Es cierto que "alguien quiso que no se supiera lo que pasó", piensa Mejías. De hecho, es imposible saber el número de fallecidos, porque no hay registros ni ficheros de los prisioneros. Hubo fusilamientos, sobre todo en mayo y junio, que solían ser por intentos de huida. Marcos Ana logró fugarse, pero acabó siendo detenido en Madrid, convirtiéndose en el preso que más tiempo pasó en una cárcel franquista. Desde su encierro, que duró 23 años, escribía versos con sueños de libertad: "Si salgo un día a la vida (...)".
Otros llegaron a la conclusión de que solo la muerte acabaría con la agonía, las humillaciones y las vejaciones que sufrían por un régimen de terror que les impuso un temor constante a ser asesinados en cualquier momento. "Estáis a nuestra merced. Si quiero, no tengo más que dar la orden: estas metralletas automáticas que os apuntan dispararían hasta terminar con todos vosotros. No tenemos que responder ante nadie", era la arenga a los detenidos de Ernesto Giménez Caballero, ideólogo del fascismo. Las ‘sacas’ o ruedas de reconocimiento se producían continuamente. A algunos les daban un paseíllo por los alrededores, y ya no volvían.
"Fue un campo de represión cruel y duro donde se les dejaba morir de hambre, sed y enfermedad. Salvando las distancias, al final en algunas fases funcionó al estilo nazi", según Mejías. Los que pasaron por el lugar lo recordaron como un campo de exterminio. Algunos historiadores creen que fue un modelo que pudo servir de inspiración para la Alemania de Hitler, incluso con una probable visita del destacado militar Rudolf Hess.
Acciones extremas con el fin de aniquilar al adversario
Las directrices del general Mola antes del golpe de Estado fueron "eliminar a los elementos izquierdistas. La acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, aplicando castigos ejemplares", que resultaron ser una especie de holocausto ideológico. Los apresaron "solo por pensar diferente", continúa Mejías, que defiende que "por encima de ideologías, desenterrar las fosas, a la luz de la arqueología, con métodos científicos y evaluaciones rigurosas, es una cuestión de derechos humanos".
En este sentido, recuerda que la ONU ha hecho varios requerimientos a España para rescatar a los desaparecidos que aún están sin dignidad en cunetas, y piensa que la futura Ley de Memoria Democrática, "aunque mejorable, es un paso de gigante con respecto a la de 2007", ya que el Estado sufragará con fondos públicos la búsqueda de las víctimas.
"Muerto que te derramas, muerto que yo conozco, muerto frutal, caído, con octubre en los hombros", decía el poeta oriolano. "Es el momento de liberarse de esa carga: están ahí, solo hay que sacarlos", añade Mejías, que recuerda al autor Dardo Sebastián Dorronzoro, un desaparecido de la dictadura argentina que antes de que lo detuvieran había escrito: "Me declaro culpable, muy bien, pero debo advertirles que ya ustedes me mataron, me enterraron, me borraron todas las arrugas y las lágrimas de mis hermanos, y me dijeron que te diviertas con los gusanos, pero olvidaron de borrar las huellas que mis pasos marcaron en tantas calles y caminos del mundo". "Nosotros queremos encontrar esas huellas", concluye el arqueólogo.
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