Manuel Azaña y el sueño de una España de ciudadanos
 
Manuel Azaña y el sueño de una España de ciudadanos
Rafael Narbona

 Unamuno escribió: “¡Me duele España!”. Esta exclamación adquiere una resonancia dramática en un momento histórico en que se cuestiona la continuidad de España como nación. Una nación es un proyecto colectivo y solo puede sobrevivir cuando es capaz de ilusionar a una sociedad diversa y plural. Es indudable que España ha fracasado en ese sentido, pues durante mucho tiempo ha simbolizado los valores de la derecha más rancia y reaccionaria. Su porvenir depende de su capacidad de reinventarse, convirtiéndose en un espacio de tolerancia, convivencia y progreso. Siempre es preferible una nación moderna, con cinco siglos de historia, que una fragmentación en pequeños países. Lo importante no es ser vasco, catalán o español, sino ciudadano en un país democrático. La crisis económica ha dañado seriamente la soberanía popular. Restaurarla y ampliarla es la tarea más urgente, no fragmentar Europa en decenas de nuevos estados. Un referéndum con intenciones secesionistas solo puede adquirir legitimidad con una mayoría significativa y no con un margen ridículo. El caso escocés nos enseña a relativizar las encuestas, pero tanto en Cataluña como en el País Vasco los datos disponibles indican que las diferencias entre unionistas e independentistas no son significativas, lo cual anticipa un escenario de confrontación, con enconos profundos y riesgo de fractura social, si se celebrara un referéndum vinculante. Incluso la consulta planteada para el próximo 9 de noviembre constituye un desafío contra la convivencia. La solución no es la Europa de los Pueblos, sino la Europa del Estado del Bienestar. Afortunadamente, en Escocia ha prevalecido el sentido común.

Imagino que mis palabras sorprenderán a los que leyeron tres lamentables panfletos titulados “Por qué odio tanto a España”, “Por qué odio a este puto país (Manifiesto antiespañol)” y “¡Puta España!”. Es cierto que los escribí yo y, en ese momento, creí que expresaban lo correcto. He cambiado de punto de vista. No he sufrido una caída paulina. Simplemente, he recapacitado. Cambiar no es sinónimo de oportunismo, sino de humildad y autocrítica. Miguel de Unamuno experimentó una profunda crisis interior durante la noche del 21 al 22 de marzo de 1897, que afectó a su interpretación de Dios, el Hombre y la Historia. Aparentemente, se distanció del socialismo y se acercó al cristianismo. Ese giro despertó de inmediato una oleada de descalificaciones personales. Algunos le acusaron de buscar una cátedra en Madrid; otros, afirmaron que solo deseaba ampliar su número de lectores e ironizaron sobre su afán de notoriedad. Su buen amigo Leopoldo Gutiérrez Abascal le envió una carta de apoyo y afecto, que mostraba una enorme clarividencia al describir el perfil psicológico de sus detractores: “Como jamás se han detenido un momento a considerar lo que es la vida, ni les ha preocupado la verdad, no conciben que haya un hombre que persiguiendo la verdad, piense hoy de un modo y mañana de otro; y es que en ellos el pensamiento está muerto y por consiguiente estancado y no aciertan a comprender que el pensamiento que vive, duda, se cambia y se transforma; que no hay cosa más lógica que cambie de idea el pensador”. Unamuno no rompió realmente con el socialismo, pues durante el bienio reformista consiguió un acta como diputado de la coalición republicana-socialista y, a pesar de su apoyo inicial al levantamiento de 1936, rectificó públicamente, enfrentándose a Millán Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. La espiral de fusilamientos y represalias le había mostrado claramente que los militares no eran “regeneracionistas”, sino bárbaros al servicio de la oligarquía terrateniente. Su conversión al cristianismo, que renovó su admiración por Santa Teresa de Jesús y la tradición mística española, tampoco significó la superación de sus dudas religiosas. San Manuel Bueno, mártir (1930) refleja su ardiente deseo de creer, trágicamente frustrado por las objeciones de la razón. Unamuno murió a las cuatro de la tarde del 31 de diciembre de 1936. Antonio Machado salió en su defensa, cuando los energúmenos de uno y otro bando denigraron su figura: “De quienes ignoran que el haberse apagado la voz de Unamuno es algo con proporciones de catástrofe nacional, habría que decirles: Perdónales, Señor, porque no saben lo que han perdido”.

La muerte de Manuel Azaña suscitó las mismas reacciones de hostilidad, pues las dos Españas le consideraban un político nefasto. Es el precio de ser un espíritu libre e independiente en un país que deshumaniza al adversario para justificar su liquidación física. Al margen de la violencia fratricida que desató la guerra, Azaña siempre deploró la división de los españoles, más apegados a su provincia que a la idea de crear una nación libre, moderna, próspera y democrática. En una carta dirigida a Indalecio Prieto, se queja amargamente de las querellas impulsadas por un regionalismo disgregador y ensimismado: “Todo esto pasará y el país saldrá a vía libre. Lo que me ha dado un hachazo profundo terrible en lo más profundo de mi intimidad es, con motivo de la guerra, haber descubierto la falta de solidaridad nacional” (15 de septiembre de 1937). En La velada en Benicarló, Azaña manifiesta los mismos sentimientos, pero en la forma de diálogo teatral:

“GARCÉS.- ¿Dónde está la solidaridad nacional? No se ha visto por parte alguna. La casa comenzó a arder por el tejado, y los vecinos, en lugar de acudir todos a apagar el fuego, se han dedicado a saquearse los unos a los otros y a llevarse cada cual lo que podía. Una de las cosas más miserables de estos sucesos ha sido la disociación general, el asalto al Estado, y la disputa por sus despojos. Clase contra clase, partido contra partido, región contra región, regiones contra el Estado. El canibalismo racial de los hispanos ha estallado con más fuerza que la rebelión misma…”.

Antonio Machado no se muestra menos crítico con el carácter español: “En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. Quizá eso explica que ya en 1913 declarara en una nota biográfica: “Tengo un gran amor a España y una idea de España completamente negativa. Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo”. La Leyenda Negra ha convertido a España en una nación anómala, una especie de muñón de Europa que jamás conoció la luz de la Razón y donde aún se respira fervor inquisitorial. Algunas frases de Unamuno han contribuido a fomentar esa visión: “La norma castizamente española es la enormidad. Lo anormal, nuestra normalidad”. El filósofo rumano Emil Cioran también ha alimentado esa perspectiva hiperbólica: “Toda santidad es más o menos española: si Dios fuera un Cíclope, España le serviría de ojo”. Al igual que las mentiras, las exageraciones suelen disfrutar de una paradójica credibilidad. La verdad no suele ser épica ni lírica y, en ocasiones, parece inverosímil, pero se ajusta a la realidad. El conspicuo hispanista Joseph Pérez nos ofrece una versión que se corresponde mejor con los hechos: “La civilización española posee indiscutiblemente su originalidad y singularidad, pero ¿es radicalmente ajena a los grandes movimientos que caracterizan al Occidente europeo? No hay ningún motivo para pensarlo. […] España es un país con formas de vida y culturas homologables con las de otros países europeos, por lo menos desde finales de la Edad Media”. ¿No es cierta entonces la Leyenda Negra? “Cada nación tiene en su historia sus páginas negras –aclara Joseph Pérez-, pero, en general, se las considera como acontecimientos que pertenecen a un pasado histórico que no tienen por qué empañar definitivamente la imagen de una nación. En Francia, sin ir más lejos, las matanzas del Terror revolucionario y de la Comuna de París han sido tan tremendas como las guerras civiles que ha conocido Europa; la expulsión de los protestantes durante el reinado de Luis XVI fue posiblemente más horrorosa que la expulsión de los judíos de España”. Joseph Pérez considera que el nacionalismo catalán explota un victimismo injustificado: “No entiendo por qué Cataluña puede sentirse hoy discriminada. Nunca ha tenido tanta autonomía como ahora. En cuanto a la cuestión fiscal, el jacobino que hay en mí dice que el que paga es el contribuyente y no los territorios”. Joseph Pérez considera que llamar nación a Cataluña “es muy discutible. […] En la Edad Media, la lengua definía la nación. Y Cataluña es una comunidad con idioma, cultura y tradiciones propias. En este sentido, no carece de motivos para considerar que es, hasta cierto punto, una nación con sus rasgos originales. Pero esto no impide que haya una idea superior que sea la de España”.

¿Qué define esa idea superior? Según Joseph Pérez, tres acontecimientos históricos fundamentales. En primer lugar, “la voluntad de permanecer y relacionarse con la Europa cristiana. […] España habría podido tener el destino del África del Norte, una zona romanizada y cristianizada pero que a raíz de la conquista árabe pasó definitivamente al mundo oriental. Debía haber sido la suerte de la Península Ibérica, pero contra este destino hay una voluntad por parte de los herederos de la Monarquía visigótica que no se resignan, no se conforman y llevan a cabo una obra de gran envergadura que les permitirá reincorporarse a la cristiandad occidental”. En segundo lugar, “la Guerra de la Independencia, que fue un gran momento de patriotismo español. Los catalanes entonces no hicieron caso de Napoleón, que estaba apoyando el nacionalismo separatista. Pero los catalanes reaccionaron como españoles. Por eso digo que la de Independencia es una guerra nacional, de la nación española”. Por último, el propósito de construir una sociedad de ciudadanos, que no excluye grandes márgenes de autonomía regional. Eso sí, la descentralización administrativa no debe implicar división política. En 1932, Manuel Azaña apoyó el Estatuto de Cataluña porque entendió que no ponía en peligro al Estado, pero -al igual que Manzzini– opinaba que una nación demasiado pequeña no es viable como Estado. Varias décadas más tarde, la experiencia ha demostrado que el derecho de autodeterminación puede convertirse en algo profundamente dañino. Alemania actuó irresponsablemente reconociendo la independencia de Croacia y Eslovenia. Su propósito era controlar la costa dálmata, adquiriendo una salida al Mediterráneo. Estados Unidos apoyó la independencia de Kosovo porque le permitía ampliar su zona de influencia, estableciendo un puente entre los Balcanes y Oriente Medio. Actualmente, Estados Unidos destruye a sus rivales, promoviendo conflictos internos que fragmentan países. De hecho, baraja dividir Irak en tres naciones significadas por su lengua y creencias religiosas: sunitas, chiitas y kurdos. Siria y Libia ya son Estados fallidos y podrían correr una suerte similar.

Joseph Pérez contempla con estupor el separatismo catalán: “Puedo comprender la tentación secesionista de pueblos o culturas que estén o se sientan oprimidos. ¿Es el caso de los catalanes? España tiene uno de los modelos políticos más descentralizados de Europa, quizá del mundo. Los catalanes votan libremente desde hace muchos años. La lengua y la cultura catalanas se expresan libremente. ¿Dónde está el problema?”. Esta reflexión también vale para el País Vasco. Mi relación con independentistas vascos y, en menor medida, catalanes, me reveló que su orgullo patriótico apenas difería del nacionalismo español, conservador, localista, intolerante y cainita. Los colores son irrelevantes. La ciudadanía, no. España no es patrimonio de la derecha. Una izquierda responsable y moderada debe reivindicar un espacio que solo adquiere legitimidad como patrimonio común. Franco no salvó a España, sino que retrasó su constitución como una nación moderna, plural e integradora, causando un pavoroso genocidio. Aún no se ha reparado el dolor de las víctimas, ni siquiera simbólicamente. Será imposible normalizar la convivencia hasta que se exhumen las fosas clandestinas y se proporcione un descanso digno a los restos de más de 100.000 asesinados por las columnas franquistas. Solo Camboya nos supera en el número de desaparecidos. No surgirá un porvenir esperanzador, mientras no se haga justicia con el pasado. No se trata de ajustar cuentas, sino promover el perdón y la reconciliación. Azaña soñó con una España de ciudadanos, pero los intolerantes de uno y otro lado impidieron que su idea prosperara. Se han dicho muchas mentiras sobre él. No es cierto que afirmara: “Para que España vaya bien hay que bombardear Barcelona cada 50 años”. Esa frase es del general Espartero, duque de la Victoria. Tampoco es verdad que reprimiera la sublevación de Casas Viejas, con una orden brutal: “ni heridos, ni prisioneros; tiros a la barriga”. El responsable de la matanza fue Manuel Rojas, capitán de la Guardia de Asalto, condenado a 21 años de reclusión por 14 homicidios y liberado en 1936 por los golpistas. Azaña murió en Montauban, relativamente solo y abrumadoramente incomprendido. Se le acusó de cobarde, pero yo creo que encarna el ideal de sabio formulado por Unamuno: “vale más equivocarse con alma que acertar sin ella”. Spengler afirmó que “en última instancia, la civilización siempre ha sido salvada por un pelotón de soldados”. Creo que esa frase es rotundamente falsa. En realidad, la civilización sobrevive gracias a un puñado de hombres buenos, como Manuel Azaña, Julián Besteiro o el anarquista sevillano Melchor Rodríguez García, que aprovechó su cargo de Delegado Especial de Prisiones de Madrid para frenar las matanzas de Paracuellos del Jarama y salvar a 16.000 personas de ser asesinadas por las milicias revolucionarias. Su lema fue: “Morir por las ideas, nunca matar por ellas”. Fue el último alcalde del Madrid republicano, nombrado por Besteiro a título simbólico. Su labor humanitaria no le salvó de las cárceles franquistas. Nunca abjuró de sus ideas y rechazó la oferta de colaborar con la dictadura. Vivió modestamente y murió en 1972. A su entierro acudieron falangistas y anarquistas. Se rezó un multitudinario Padrenuestro, se cantó “A las barricadas” y el féretro fue envuelto en la bandera roja y negra de la CNT, sin que se produjeran incidentes, a pesar de la época. Así se construye una nación de ciudadanos. El resto es estupidez y barbarie.


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