La sombra del Frente Popular

La sombra del Frente Popular 
Lluís Rabell

Las cosas se van decantando y todo parece indicar que el gobierno de Pedro Sánchez sacará adelante sus presupuestos con el apoyo de una mayoría parlamentaria muy similar a la que le dio la investidura – una suerte de “Frente Popular”, diría Enric Juliana, recurriendo a una metáfora sin duda evocadora, aunque forzada. Junto al esperado griterío de las derechas, no han faltado algunas voces críticas desde las propias filas del PSOE, sin olvidar la de Felipe González, denunciando los compromisos con “quienes quieren romper España”. La retórica es conocida, pero nunca había carecido tanto como ahora de sentido político. No hay por qué dudar de que, tanto Bildu como ERC, sueñen con levantar un día sendas repúblicas en Euskadi y Catalunya. Pero saben perfectamente que ese objetivo no está en modo alguno a la orden del día. La independencia es un reclamo electoral, una seña de identidad, pero no forma parte de la agenda de ninguna de esas formaciones en los próximos años. El “procés” se saldó con un estrepitoso fracaso. El parlamento europeo acaba de certificar que el derecho de autodeterminación no cabe en las fronteras de la UE. No hay más “hojas de ruta”. Sólo la voluntad de detentar el poder autonómico y sus nada despreciables recursos. Sobre todo ante la perspectiva de poder gestionar una parte de los anhelados fondos europeos.

Por eso, más allá de la apuesta de Puigdemont a favor de mantener una tensión permanente con España, los partidos nacionalistas – PNV, Bildu, ERC, también el Pdcat – están abocados al acuerdo presupuestario. Y por eso mismo también es perfectamente legítimo que la izquierda busque a través de ese acuerdo los votos necesarios para sacar adelante las cuentas. Eso se llama hacer política. Es la gestión inteligente – palabra de moda -, por parte de unos y otros, de una suma de debilidades. El gobierno de coalición está en minoría. Pero vascos y catalanes – sobre todo sus respectivas representaciones en el Congreso – saben que no hay alternativa. Los rugidos del PP y de Vox les ilustran cada día sobre las sombrías perspectivas que abriría una desestabilización del actual ejecutivo y un retorno al poder de esa derecha enfurecida.

La entente presupuestaria está tensando, sin embargo, las costuras del Estado de las autonomías, poniendo de relieve sus límites. Ya se ha visto durante la pandemia, sobre todo por lo que respecta a la Comunidad de Madrid: lejos de entender la autonomía como un “gobierno de proximidad” y una instancia de redistribución territorial del poder, llamada a cooperar con la administración central más allá de colores políticos y lógicas discrepancias, la derecha ha transformado la comunidad en una trinchera desde la que libra una guerra de desgaste contra un ejecutivo denostado desde el primer día como “ilegítimo”. No es cierto que Madrid sea un “paraíso fiscal”: su ciudadanía paga impuestos. Y también resulta discutible su capacidad de ejercer un “dumping fiscal” respecto a otros territorios. El número de fortunas personales que a lo largo de los últimos años se han desplazado a Madrid, atraídas por las ventajas de la tributación autonómica, no parece demasiado relevante. Más allá del poderoso influjo que ejerce la capitalidad sobre las grandes empresas, no es la fiscalidad la que determina su ubicación: el impuesto de sociedades no forma parte de la “cesta” de tributos cedidos a las autonomías. En realidad, la estampida de firmas asentadas en Catalunya debió mucho más la incertidumbre generada por la agitación secesionista que a cualquier otro incentivo. Lo que sí ocurre en Madrid es que los ricos se ahorran un montón de impuestos al no pagar nada por sucesiones, muy poco por transmisiones patrimoniales y al tributar las rentas altas en la horquilla más ventajosa del tramo autonómico del IRPF. Unos 4.000 millones de euros según algunas estimaciones, que deberían satisfacer si Madrid aplicase un régimen fiscal similar al de otras autonomías. Es decir, una minoría acomodada detrae recursos que serían necesarios para atender los servicios públicos y las necesidades de la población trabajadora de la comunidad de Madrid – una comunidad cuyo gobierno, al tiempo que presume de seguir bajando impuestos, reclama al ejecutivo central una mejor financiación por parte del Estado.

Pues bien, eso que es una cuestión de clase, entre las declaraciones de Gabriel Rufián y las réplicas airadas de Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la comunidad que parece decidida a emular a Trump, han logrado convertirlo en una disputa entre territorios. Es el discreto encanto de los nacionalismos. No deja de tener su punto de ironía que el representante de ERC, que alentó durante años la pulsión de insolidaridad fiscal de las clases medias de Catalunya con su “España nos roba”, reivindique una armonización de los tributos autonómicos. (Algo desde luego muy razonable, incluso para gente de derechas, si por tal se entiende el establecimiento de unos umbrales mínimos por debajo de los cuales no es posible rebajar los impuestos, respetando por lo demás un cierto margen de maniobra sin el cual la autonomía perdería gran parte de su sentido). Aunque, en realidad el bandazo en el discurso responde al desvanecimiento del espejismo de la independencia. Por su parte, el PP, adalid de la “unidad inquebrantable de España”, iza ahora la bandera del separatismo fiscal de Madrid. Un señuelo territorial igualmente engañoso, porque se trata en realidad de un trato de favor a las fortunas, clases altas y medias-altas a cuyos intereses está estrechamente vinculada la derecha española. El aliento de Vox en el cogote del PP contribuye a enmascarar cualquier problema de naturaleza social en un “episodio nacional”. Por su parte, el PNV ha tardado muy poco en manifestarse a favor de la armonización de la fiscalidad autonómica en todas las comunidades… a excepción de Euskadi. Allí, el “cupo” es algo sagrado. Algo muy comprensible: para la burguesía vasca, el régimen foral y el concierto económico – condiciones totalmente alejadas de un diseño federal – resultan sin duda más ventajosos que los costes de levantar un Estado independiente con todos sus atributos… si es que esa hipótesis cupiese un día en Europa. Añádase a eso la habilidad del PNV para sacar petróleo de sus escaños en el Congreso. Tonterías, las justas.

En ese sentido, cualquier referencia a un “frente popular” resulta muy atrevida. Es posible que, a trompicones, esa heterogénea mayoría que dará luz verde a los PGE, acompañe al gobierno de izquierdas a lo largo de una legislatura sin duda difícil, pero viable una vez salvado el escollo que supone la aprobación de la ley de presupuestos. Ya sería mucho que el gobierno pudiera implementar sus reformas sociales, aprovechar los fondos europeos para iniciar la transformación ecológica de muestro modelo productivo y llegase a reconducir el conflicto catalán a un terreno político. Bajo el impacto de la pandemia y sus asoladoras consecuencias, la tarea se antoja todo un desafío.

Pero esas mismas circunstancias son las que ponen de relieve la necesidad de avanzar hacia un modelo de Estado cooperativo, solidario y leal en sus relaciones institucionales. Es decir, un modelo federal. Ése, y no otro, es el proyecto genuino de la izquierda. Por lo que vemos, los nacionalismos – periféricos y centralistas, desde ópticas diametralmente opuestas, pero que en momentos de tensión pueden llegar a ser conniventes – no van a estar por la labor. En el proyecto federal, las identidades nacionales, las distintas culturas y sentimientos, tienen lugar y acomodo. Pero ese proyecto sólo puede liderarlo una izquierda amplia y socialmente enraizada. Los nacionalismos – esa “inflamación enfermiza de la conciencia nacional” de que hablaba Isaiah Berlin – siempre representarán las pretensiones de las élites o los delirios de grandeza de la pequeña burguesía. Las alianzas sirven para andar un tramo. Y resultarán tanto más provechosas cuanto menos se idealice a los compañeros de viaje. En una palabra: los acuerdos, hoy absolutamente necesarios con los nacionalismos periféricos, no pueden ser óbice para que la izquierda se postule al liderazgo de la sociedad en todos los territorios. Sólo cabe imaginar la transformación federal de España merced a la implicación de variados actores sociales, políticos y nacionales. Pero nadie ahorrará a la izquierda la tarea de impulsar y vertebrar, paso a paso y a partir del propio Estado de las Autonomías, esa transición superadora del mismo.

27/11/2020 catalunyapress.es


Fuente → lluisrabell.com · 

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