Una monarquía que se va yendo

El referéndum que en 1978 se negó a la ciudadanía, cuatro décadas más tarde ya se ha situado en el centro del tablero de la política española y, conjuntamente con la resolución de la demanda catalana, acabará convirtiéndose en los próximos años en uno de los ítems con los que se evaluarán las potencialidades de la democracia española para encarar los retos del siglo XXI

Una monarquía que se va yendo
Joan Tardà

Durante los últimos cuarenta años el republicanismo había vivido un segundo exilio interior. Las fuerzas políticas democráticas que pactaron la Transición con los sectores reformadores del Franquismo tuvieron buen cuidado de enterrar la legitimidad de la II República. Las elecciones del 15 de junio de 1977 no fueron convocadas como constituyentes, pero finalmente las Cortes que resultaron otorgaron el derecho a redactar una constitución. Se ejecutó, pues, un gran fraude, porque obvia interesadamente que, una vez puesto en funcionamiento el sistema democrático, tan sólo estaban legitimadas para convocar a la ciudadanía a nuevas elecciones para dilucidar quién debía redactarla y cuáles debían ser los contenidos a incorporar.

A los fundadores del Régimen del 78, les movía un interés urgente: salvaguardar la institución monárquica patrocinada por el Dictador. Aquí radica el pecado original heredado de su padre por parte del actual Jefe de Estado. Una ilegitimidad que hubiera restado superada si a la ciudadanía se le hubiera permitido pronunciarse sobre la voluntad o no de restituir la legalidad republicana abortada por el golpe de estado de julio de 1936. De hecho, Juan Carlos I no pudo jurar la Constitución española en 1978 porque previamente ya había jurado los Principios Fundamentales del Movimiento.

Esta anomalía democrática ha presidido la vida política en España a lo largo de las últimas décadas. Para mantenerla, se convirtió imprescindible socializar el acriticismo hacia la Transición y el fomento de un discurso sobre las bondades de la institución monárquica para sepultar su ilegitimidad, que (¡repitámoslo!), atendiendo al carácter hereditario de la monarquía, en consecuencia ajena a una sucesión democrática, se ha transmitido a Felipe VI.

Los efectos de la construcción de un imaginario modélico de Transición, mantenido a lo largo de los últimos cuarenta años, hizo creer que el debate monarquía-república quedaba para siempre reducido al ámbito de las fuerzas políticas minoritarias, focalizado en territorios muy concretos como Catalunya o recluido en los ámbitos historicistas de carácter académico o memorialista.

Posiblemente, habría bastado para mantener la reivindicación republicana en estado latente si la institución monárquica hubiera sido ejemplo de virtudes y modelo de valores democráticos. Pero no ha sido así, al contrario. De hecho, difícilmente podía ser de otra manera, atendiendo a que el sistema de libertades español nació bajo el signo de la impunidad. Prueba de ello es el hecho de que aún hoy en día es vigente la preconstitucional Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977 por la que se negaba la reparación de las víctimas del Franquismo y el Estado se inhibía de las responsabilidades y obligaciones para hacer prevalecer la justicia y la verdad, de igual manera que permitía al nuevo Jefe de Estado iniciarse como rey democrático sin tener que pedir perdón por su complicidad con el régimen asesino.

En definitiva, se consolidó una anomia social que abría las puertas a todo tipo de corrupción. De hecho, ¿por qué la Casa Real, comenzando por el Jefe de Estado, no debían concebir como normal hacer todo tipo de negocios aunque no fueran legales? ¿Por qué no debían sentirse protegidos de todos y para todo si ni siquiera tuvieron que disculparse por haber presidido, conjuntamente con Franco, la manifestación de septiembre de 1975 cuando fueron aprobadas las últimas cinco penas de muerte?

Sin embargo, a pesar de que durante años el poder legislativo, los distintos gobiernos que se han sucedido y la judicatura impidieron, con la colaboración de los medios de comunicación, fiscalizar la actuación de Juan Carlos I con el fin de poder ir asociando monarquía a institución modélica en cuanto a comportamientos cívicos y palanca eficaz para la homologación de España en el concierto internacional, lo cierto es que todos los fantasmas del pasado se han hecho realidad.

La insostenibilidad de la corrupción atribuida a Juan Carlos I ha sido el agujero negro y también ha contribuido a la incapacidad del régimen del 78 a ofrecer una solución pactada a la demanda catalana de celebrar un referéndum, tal como se había solicitado en el Congreso el año 2014. Desencadenado el proceso y hecha realidad la represión, el papel desplegado por parte de Felipe VI el 3-O, bueno y legitimando el «a por ellos» y renunciando al papel de intermediación y/o de moderación ha sido a la vez un catalizador para incrementar el progresivo desguace del «prestigio», de la «aceptación» y la «funcionalidad» de la institución.

El referéndum que en 1978 se negó a la ciudadanía, cuatro décadas más tarde ya se ha situado en el centro del tablero de la política española y, conjuntamente con la resolución de la demanda catalana, acabará convirtiéndose en los próximos años en uno de los ítems con los que se evaluarán las potencialidades de la democracia española para encarar los retos del siglo XXI. Profundizar en la democracia con el fin de fortalecer el sistema de libertades obligará a metabolizar los déficits heredados y a preguntarse cómo y de qué manera la sociedad se dota de los mejores instrumentos para comprometer e identificar la ciudadanía con instituciones verdaderamente modélicas y participativas. En este sentido, la monarquía tiene bastante difícil competir con la República. Y los datos de las encuestas son ilustrativas, sobre todo atendiendo a cómo la juzgan los ciudadanos más jóvenes.


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