Fascismo 'mainstream' o cómo la extrema derecha ha usado las redes sociales para conquistar el poder

 
 

Publicamos un fragmento del libro 'Fascismo mainstream. Como la extrema derecha usa las redes sociales y la crisis del periodismo para llegar al poder', que se publicará en unos meses.

Fascismo 'mainstream' o cómo la extrema derecha ha usado las redes sociales para conquistar el poder / Carles X. Senso Vila:

El fascismo se ha convertido en mainstream. Santiago Abascal contaba en los primeros días de este mes de julio con 700.000 seguidores en Instagram. Casi insignificantes comparados con los 852.000 de Benjamín Netanyahu, los 2,2 millones de Matteo Salvini o el 1,1 millones de Boris Johnson. Jair Bolsonaro se iba a los 17,1 millones. Donald Trump a los 20,7 millones. Con bastante menos fuelle quedaban otros como Viktor Orbán con 71.700 seguidores, Jeanine Áñez con 160.000, Marine Le Pen con 151.000, Geert Wilders con 139.000 o Nigel Farage con 136.000.

Todos, completamente todos, han crecido en seguidores en los últimos meses. Un fascismo mainstream aupado en la red social preferida por los jóvenes de menos de treinta años y también por un buen número de bots o cuentas falsas compradas para parecer lo que no eran y han acabado convirtiéndose: voces con derecho a ser escuchadas. También lo han acompañado en ese camino hacia el seguimiento de masas los medios de comunicación, sobre todo la televisión, gracias en algunos casos a la cómoda equidistancia y en otras a la profunda irresponsabilidad democrática.

En las últimas semanas ha tomado forma una campaña denominada #StopHate4Profit que ha provocado miles de millones de pérdidas a Facebook, plataforma acusada por importantes multinacionales de no combatir los mensajes de odio con la suficiente contundencia. Al boicot publicitario organizado por grupos de derechos civiles como la Liga Antidifamación (ADL, por sus siglas en inglés), NAACP o Color of Change se han sumado compañías como Unilever (dueña de cuatrocientas marcas entre las que se encuentran Axe, Dove, Magnum o Lipton), Verizon, Patagonia, North Face, Starbucks, Coca Cola u Honda, que critican a Facebook por amplificar las voces de supremacistas blancos y no hacer lo suficiente para detener la propagación del discurso de odio.

La retirada de la publicidad también ha afectado a otras plataformas como Instagram o Twitter. A pesar de haber criticado el posicionamiento inicial de Twitter, Mark Zuckerberg anunció días después, en respuesta a las críticas, que Facebook pasaba a etiquetar las publicaciones consideradas de interés periodístico que violen las políticas de la compañía. Rompe así la que ha sido, pese a no admitirlo, la política de la empresa en los últimos años, beneficiada por la polarización social.

Internet, y más todavía las redes sociales, están basadas en la manipulación y la modificación de las conductas sobre la base de las emociones, principalmente negativas, ya que moviliza el dolor, que es más fácil de extender. Cuantas más son las interacciones (el preciado engagement) más es la información que las plataformas acumulan sobre todos y cada uno de nosotros y más posibilidades tienen de conocernos y de ofrecer productos adaptados a nuestras “necesidades”. Eres manipulado en base a las emociones. Te conocen y te mangonean, para bien y para mal. Además, cuentan con una creciente y parece que imparable capacidad para vender los datos a empresas interesadas en el marketing político, que dirigirán después sus productos electorales en función de lo que cada uno (sin saberlo) había reclamado.

Trump contestó a un examen del que ya conocía las preguntas. Las redes sociales polarizaron y enfrentaron a la sociedad americana a través de debates creados artificialmente para que después el dirigente de extrema derecha apareciese como la respuesta. Todo estaba predefinido como anterioridad y la mayoría de edad de la sociedad que en teoría vive en la primera potencia del mundo quedó en entredicho. Pero lo bien cierto es que nadie se libra.

Varias agencias de protección de datos han multado (sobre todo en Europa) a redes sociales como Facebook por vender datos de los usuarios. Bajo la excusa de mejorar los servicios para, cada vez, ofrecer datos más personalizados, las principales potencias tecnológicas trafican con datos privados que hacen vulnerables a las personas. Cada “Me gusta” que se ha situado en una página de un político, en una receta, en una silla mostrada en una tienda online. Cada búsqueda de ropa en Zara digital, cada hotel reservado, cada contenido sexual o curiosidad erótica. Todo es almacenado. Todo es vendido. Crean perfiles y potencian los aspectos más emocionales. Si saben que una persona del sur de Estados Unidos busca contenido del Ku Klux Klan, a partir de entonces le impactan con material sobre el supremacismo o las políticas de Trump contra los migrantes. Si descubren que un español teclea numerosos tuits sobre la supuesta imposición del feminismo en detrimento de los intereses de los hombres, le sitúan en sus muros digitales contenidos misóginos de Vox. Crean así mundos herméticos artificiales irreconciliables. Si algo te asusta, las redes sociales te ofrecen más miedo. A los pirómanos, les reparte cerillas.

Unas investigaciones periodísticas de The New York Times y The Observer después de unas filtraciones de extrabajadores desvelaron que la consultora Cambridge Analytica adquirió de forma indebida información de cincuenta millones de usuarios de la red social, con la que formuló estándares de comportamiento (en función de sus visitas o seguimientos) para venderlos después a campañas políticas, que manipularon psicológicamente (respondiendo a preguntas o necesidades que ellos mantenían) por ejemplos en las elecciones presidenciales de los EE UU en 2016 o en el proceso del Brexit en Reino Unido. Facebook aceptó haber cometido errores. Con esa información se crearon mensajes que respondían a las necesidades de la población. Contestaban preguntas a medida. De hecho, formulaban preguntas y respuestas a medida. Sabían dónde debían expandir el odio contra los extranjeros, dónde debían cargar contra el establishment o dónde fortalecer los mensajes contra la izquierda.

A la publicidad personalizada la complementaron con la elaboración de miles de noticias falsas que se expandieron como la espuma. El debate electoral entre Trump y Clinton se centró, principalmente, en un mundo que no existía. La percepción que los votantes de los Estados Unidos de América cambió radicalmente. De forma artificial y por lo tanto sometiendo la libertad ciudadana.

Una polarización social de calado histórico y con un peligro intrínseco todavía por evaluar. Las mentiras acaban convirtiéndose en realidades. Las palabras en odio. La teoría en práctica. Un hombre convencido de que el incendio de Notre Dame fue obra de musulmanes intentó prender fuego a la mezquita de Bayona, en el País Vasco francés, y disparó a dos fieles. El agresor —Claude Sinké, un exmilitar de 84 años con problemas psíquicos y excandidato a unas elecciones locales por el partido de extrema derecha Frente Nacional— aludió, para justificar el atentado, a una teoría de la conspiración que circuló en las horas y días posteriores del incendio accidental en la catedral de París. Ejemplos hay múltiples.

Un auténtico cambio cultural orquestado por compañías con un ansia de poder (y capital) ilimitado que, además, no asumen el control de los estamentos judiciales estatales, con una opacidad absoluta en sus métodos. Las emociones (alentadas con mayor facilidad en los extremos) incitan a la acción mucho más que el raciocinio. Polarizando a la sociedad consiguen más engagement, más interacciones y por tanto más beneficios. A Facebook, Google o Youtube les importa un pimiento quien gobierne. Sus dirigentes tendrán sus posicionamiento ideológicos pero no importan. Lo único relevante es que para obtener más réditos económicos necesitan enfrentar a la sociedad. Cabrearlos para hacerlos reaccionar. Y la solución pasa por la creación de globos artificiales en los que la retroalimentación consigue activar un proceso de afianzamiento que lleva a las posiciones más radicales del espectro ideológico. De ahí que la extrema derecha (que a dicho proceso ha unido ingentes cantidades de dinero y la complicidad del mundo conservador) ha visto en las redes sociales un auténtico filón.

La investigadora Zeynep Tufekci demostró que el algoritmo de Youtube que ofrece propuestas automáticas en función de los gustos mostrados por el usuario siempre lo acaba conduciendo hacia los extremos. Lo explicó a la perfección en un artículo titulado “YouTube, el gran radicalizador del siglo XXI” en el periódico The New York Times: “Intrigada, experimenté con temas no políticos. Emergió el mismo patrón básico. Los vídeos sobre el vegetarianismo llevaron a vídeos sobre el veganismo. Los vídeos sobre hacer trote condujeron a videos sobre correr ultramaratones. Parece que uno nunca es lo suficientemente “fanático” para el algoritmo de recomendaciones de YouTube. Promueve, recomienda y difunde vídeos en una manera que parece constantemente elevar la apuesta. Dados su alrededor de mil millones de usuarios, YouTube podría ser uno de los instrumentos de radicalización más potentes del siglo XXI”. En el lodazal de la polarización, el mensaje de odio del fascismo mainstream chapotea feliz.

“Estamos aquí hoy para defender la libertad de expresión de uno de los mayores peligros”, dijo Trump antes de firmar una orden para limitar la inmunidad de la que gozan las compañías de redes sociales por los contenidos que los usuarios comparten en sus plataformas. Defendió además que, de poder hacerlo legalmente, cerraría la plataforma. ¿Un secreto? No lo hará. Le debe buena parte de su éxito político. La campaña de Trump llevaba gastados (a seis meses de las elecciones de noviembre de 2020) 62 millones entre Facebook y Google. Ni siquiera ha empezado la carrera. Su competidor por el despacho oval, Biden, acumulaba 22 millones.

La gente piensa que leer el muro de Facebook es conocer el mundo. Y nada más lejos de la realidad. Responde a estrategias de marketing, también político, para explotar las emociones con el único objetivo de aumentar el flujo de interacción y, con ello, los beneficios. La extrema derecha lo ha complementado con la creación de millones de perfiles falsos, que rebotan mensajes, convirtiendo su mensaje de confrontación en viral para que los medios de comunicación tradicionales caigan inocentemente en el juego (en parte porque sus redacciones tiemblan con cada vez menos y más inexpertos efectivos) y conviertan la mentira en verdad a través de sus páginas o telediarios.

Facebook aceptó tener 2.500 millones de usuarios activos mensuales, pero casi 400 millones de las cuentas son falsas. A finales del tercer trimestre del 2017, Twitter declaraba 330 millones de usuarios y –según los cálculos de su director ejecutivo, Jack Dorsey– había 16,5 millones de bots, aunque ese mismo año un estudio de las universidades de Carolina del Sur e Indiana estimaba que la cifra de perfiles controlados de forma automática estaba entre los 30 y los 48 millones.

La situación no ha hecho más que empeorar. Los bots acechan y acosan al adversario. Alentados por miles de supuestos aliados, los usuarios movilizados se empoderan en la potenciación de un determinado mensaje e inician una campaña de ataque que lleva a la más profunda de las agresividades verbales para, en ocasiones, dar el salto a la vida real y acabar en violencia física. La avasalladora presencia de bots desmovilizan a cualquier persona que tenga un mínimo de vida compleja más allá de las redes sociales digitales, dada la imposibilidad de hacer frente en la contestación. Mensajes que en la calle son minoritarios e incluso reprobados por la mayoría de la población, en el mundo digital consiguen consensos gracias a manifestaciones masivas a las que asisten robots que, aunque no votan en las elecciones, sí pueden provocar que otros, pensándose miembros de una comunidad autorizada, elijan determinada opción política. “En España se descubrió una red coordinada de cuentas de Twitter que utilizaba una mezcla de bots y cuentas falsas para impulsar etiquetas anti-islam y amplificar apoyo al partido populista de derechas VOX”, indicó el comisario europeo de Unión por la Seguridad, Julian King, en una rueda de prensa para informar sobre el impacto de la desinformación en los comicios europeos de 2019.

Bruselas aseguró que recibió información “de que más de 600 grupos y páginas de Facebook que operan en Francia, Alemania, Italia, el Reino Unido, Polonia y España han difundido la desinformación y discursos de odio o han usado perfiles falsos para aumentar artificialmente el contenido de las partes o sitios que apoyan. Estas páginas generaron 763 millones de visitas. Los informes de investigadores, verificadores y personas de la sociedad civil también identificaron casos de intentos de manipular el comportamiento de voto a gran escala en al menos nueve Estados miembros”.

Los medios de comunicación ya no cuentan con un red de corresponsables, que han desaparecido en los enclaves internacionales puntuales en los que se está viviendo la noticia y también en los municipios, desde los que aparecían informaciones únicas, con visiones certeras que contaban con la voz del pueblo. Ahora la información se realiza desde las redacciones con la utilización de teletipos en el primer caso y de notas de prensa que envían los ayuntamientos en el segundo. Se pierde el matiz. Se dinamita la objetividad basada en datos. Y se gana en equidistancia, una de las características de los teletipos.

Ante el retroceso de un tipo de periodismo, cada vez cuentan con más relevancia los muros de las redes sociales como entes informativos. Un estudio del Pew Center mostró que la población norteamericana se informó mayoritariamente a través de la Fox News en las elecciones que convirtieron a Donald Trump en presidente. Después le siguió la CNN, mientras que Facebook se convirtió en la principal fuente de información para un 8 % de la población, es decir, más casi veinte millones de personas que recibieron sólo los impactos que el algoritmo de la red social (ya hemos visto a través de que procedimientos) decidía.

La ciudadanía en general todavía no ha interiorizado suficientemente que en Internet nada es gratis y que el tiempo invertido y los datos regalados tienen un alto valor. El fascismo mainstream se ha expandido entre una población que no es nativa en el mundo digital y que padece para formar parte de una transformación que siempre les supera y en la que siempre encuentran “productos” más atractivos, aumentando su incertidumbre y su malestar como miembros de una sociedad de una exigencia y competitividad atroz.

A través de la ciberdemocracia, la arena política se abre a la opinión individual y se asimilan las visiones bajo la defensa de la libertad de expresión, dejando sin valor el conocimiento previo y la búsqueda de la objetividad. Los vínculos asociativos construyen identidades colectivas bajo el leitmotiv de las emociones efímeras e inmediatas. El fascismo mainstream, con sus mensajes directos y sus acusaciones simplistas, logra un gran eco. Y de Facebook, a las urnas.


Fuente → lamarea.com

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