Laicismo y democracia

Laicismo y democracia
Ricardo Fernández
 

Hoy tenemos en España una situación jurídica ambivalente respecto de la Iglesia católica y el Estado. Éste se dice aconfesional, y por ello se le supone independiente de las iglesias por lo indicado en el art. 16.3 de la Constitución de 1978, sin que en la práctica ello suponga una separación efectiva tal y como se entiende en un Estado laico.

Es frecuente considerar que existe esa separación sin recordar que el art. 16.3 está de facto mediatizado por el Concordato con el Estado vaticano de enero de 1979, que negociado en paralelo con la Constitución deja sin efecto el “aconfesionalismo” del Estado, pues si por fechas el Concordato es constitucional, por su negociación, desarrollo del contenido y aplicación es anticonstitucional; sin que hasta la fecha ningún Gobierno se haya atrevido a desenroscar esa pescadilla. Bien por convicciones o por cálculo electoral.

En el centro del debate entre la religión y el Estado está el que ninguna concepción religiosa pueda imponer su criterio moral sobre las leyes aprobadas en un Congreso democráticamente elegido. Si la religión sí puede indicar qué es “pecado” a sus adeptos, no puede trasladarlo como delito a la ley. Y en esta premisa básica se sustenta el principio de la necesaria laicidad del Estado como garantía para toda la ciudadanía.

Lamentablemente, el Estado español y sus comunidades autónomas, en el uso de esa capacidad de gestión que tienen en determinadas áreas, han firmado acuerdos por los que no sólo no limitan la intromisión de la religión católica en lo público, sino que, además, incorporan a la evangélica, islámica y judía en las escuelas. Y lejos de hacer de la escuela un espacio de integración, lo parcelan a gusto de las creencias particulares en detrimento del horario para otras asignaturas como latín o matemáticas; como ha sucedido en Cataluña -y no sólo en ella-, al firmar la Generalitat un acuerdo con la religión islámica para que ésta entre en el currículum escolar.

En varias ocasiones se ha anunciado la modificación de la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa, sin éxito hasta el momento. El último intento fue en 2017, cuando el ministro de Justicia, Rafael Catalá (Partido Popular) dijo en el Senado que estaba dispuesto a «trabajar sobre cualquier reforma de la Ley de Libertad Religiosa». Palabras, palabras. Pero nada que no hubiese pasado antes, que el último Gobierno de Rodríguez Zapatero -en 2010- ya había archivado otro intento de reforma.

En todos los intentos de reforma los minoritarios: evangelistas, judíos y musulmanes se han quejado de los privilegios de la Iglesia católica, de las trabas que ellos encuentran frente a la católica, y la discusión se ha centrado en si hay que dar a las religiones minoritarias los mismos privilegios de los que ya goza la Iglesia católica, o al contrario, ir ya de una vez por todas a una definitiva separación de cualquier religión con el Estado. Da igual, al final ni se reforma la Ley de 1980 ni se avanza en esa tan veces prometida por el PSOE revisión del Concordato.

La realidad es que sólo a las organizaciones de laicos o a algún partido minoritario le preocupa esa situación por la que la religión católica sigue ocupando espacio público, inmatriculando inmuebles o evadiendo obligaciones fiscales al tiempo que se beneficia de los impuestos generales y critica las “paguitas” de los más pobres de la sociedad -en un ejemplo de “caridad cristiana” que levanta ampollas-, sirviendo de cabeza de puente para que el resto de las creencia irracionales reclamen y entren en la escuela a reclamar su parte del pastel; que la católica querría en exclusiva para sí, pero a la que reconoce que es una apoyo en sus tesis de que la religión, cualquiera, es un bien a proteger y mantener con los presupuesto de todos: creyentes y no creyentes. En definitiva se aseguran que el “mercado espiritual” sigue abierto y pagado por todos con la excusa del bien moral general que representa educar en sus valores misóginos y acientíficos.

Las primeras Constituciones emanadas de la Revolución francesa y que recogían un marco no excluyente de nadie por sus convicciones ideológicas o religiosas, protegían a todos de la intransigencia de los otros; pues como escribe Todorov en Memoria del mal: “pertenecer a una comunidad es, ciertamente, un derecho del individuo pero en modo alguno un deber; las comunidades son bienvenidas en el seno de la democracia, pero sólo a condición de que no engendren desigualdades e intolerancias”. Algo que es la base de cualquier religión que asegure tener la Verdad absoluta y revelada, y sobre la que construye su discurso excluyente del resto de creencias y por supuesto de su peor enemigo: El laicismo.

El laicismo establece un marco de igualdad en derechos y deberes, marca y protege los límites de actuación sean cuales sean las creencias, y son las religiones quienes tiene que adaptarse a las leyes y no a la inversa. En ningún caso una creencia puede modificar una ley civil o ser excusa para el incumplimiento de las obligaciones que como ciudadanos tenemos. Y en esa defensa de la supremacía de lo general sobre lo particular de la creencia religiosa está el campo de discusión.

El laicismo no es sólo una declaración de la necesaria separación del Estado y las confesiones religiosas, es, además, una declaración de los derechos y deberes de todos, sin que sectarismos ideológicos puedan derivar en privilegios de unos sobre otros; en la línea de lo que Luc Ferry vio como “… la emancipación de lo político en relación con lo religioso, la erosión de las tradiciones que se ha producido desde hace más de tres siglos en Europa -y que caracteriza a la laicidad- es un trabajo tan fundamental que lo esencial es irreversible. Al menos tan irreversible como lo es la democracia misma”. Hoy, y a la vista de cómo van las cosas, se me antoja muy optimista esta visión. Lamentablemente.

Pero para que esa irreversibilidad sea un hecho incontestable necesitamos que creyentes y no creyentes lleguen a un acuerdo básico de convivencia que superen las divisiones ideológicas y religiosas, de modo que la igualdad de derechos y la libertad ideológica sea la mejor garantía para todos; a unos para sentirse libres de manifestar su creencia y a otros para no verse obligados a seguir normas morales impuestas y extrañas a la ley civil; y a todos, la obligación de cumplir las leyes. Eso es la democracia laica: la garantía de protección de todos los derechos y la obligación de cumplimiento de las leyes sin excepciones.

Pero en España, en cuanto sacas a relucir el asunto de la laicidad te tachan de intolerante y a exigirte el “respeta mis derechos y no hieras mis creencias”, como si pedir que los “derechos” de todos a creer estuviesen en peligro, porque si tú tienes derecho a creer en una religión en que las mujeres no pueden votar o conducir coches, y lo impones como prohibición absoluta a todas las mujeres que sí quieren votar o conducir estás infringiendo el derecho a la libertad individual por tu particular concepción de la vida. Luc Ferry, lo explica cuando dice: “La reivindicación del derecho a la diferencia en la democracia deja de ser democrática cuando se prolonga en la exigencia de una diferencia de derechos”.

Con el laicismo se asegura el derecho de creer en lo que se quiera al tiempo que la obligación de respetar la libertad del otro, por extraña o pintoresca que nos parezca, y aceptar que el derecho a criticar esa creencia es de doble dirección y también se nos aplica a nosotros; y que con las mismas reglas de juego el Estado nos protege a unos y otros. Y sobre todo, se asegura que las líneas generales que se establecen en la Declaración Universal de los Derechos Humanos están para ser aplicadas con independencia de las creencias particulares basadas en Verdades reveladas.

Luego, estaría, entonces, el laicismo muy emparentado con una de las libertades por excelencia de la democracia: la libertad de expresión. Por lo que hilando una cosa con la otra: laicismo y libre pensamiento irían en el mismo paquete. Así que laicismo y democracia, entendiendo ésta como el conjunto de libertades y derechos civiles, son lo mismo, porque una sin la otra o no es democracia o no es laicismo.


Fuente → elcomun.es 

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