Un repaso a la Emergencia de Vox
 
Un repaso a la Emergencia de Vox
Miguel Urbán Crespo

A principios de los años setenta, la gran mayoría de los europeos pensaba que el renacimiento de las organizaciones fascistas se articularía en torno a los restos de las dictaduras mediterráneas. El tiempo ha demostrado lo contrario: salvo en el caso particular de Grecia, tanto en Portugal como en el Estado español, las opciones partidarias vinculadas al terreno de la ultraderecha han cosechado tradicionalmente los peores resultados electorales del continente. Al menos hasta finales de 2018, con la entrada de Vox en el parlamento de Andalucía, y en Portugal con Cheda! (¡Basta!), que en octubre de 2019 consiguió un asiento en el parlamento nacional.

Sin embargo, lo anterior no debería inducirnos a menospreciar la influencia social, la permeabilidad y la constancia del discurso, ni tampoco la capacidad de movilización de la ultraderecha —en sentido amplio— en el Estado español a lo largo de estos últimos 40 años, lo que algunos autores consideran “una presencia ausente” de la extrema derecha española. De hecho, esta situación ha enmascarado una realidad que ha permanecido soterrada en nuestra sociedad: la permanencia de un franquismo sociológico neoconservador y xenófobo que, sin expresión política dentro de los parámetros estrictos de la extrema derecha, se había diluido hasta ahora en el interior de un Partido Popular acogedor.

La Transición incorporó no pocos elementos de la dictadura al sistema democrático, en un proceso sin solución de continuidad en lo que se refiere a una parte muy importante de la estructura de un régimen franquista que nunca fue depurado. Diversos autores señalan esta impunidad como una razón sustancial a la hora de explicar la incapacidad de articular un movimiento de extrema derecha verdaderamente fuerte en España. De hecho, en diferentes estudios comparados sobre el resurgimiento de la extrema derecha en el ámbito europeo, se reconoce que la especificidad española está relacionada, entre otros motivos, con el tipo de partido mayoritario de derechas que se conformó en nuestro país. Así, podemos afirmar que el principal partido vertebrador de la derecha española (el PP) surge de la extrema derecha vinculada con la dictadura, algo insólito en la experiencia política europea heredera de la victoria contra el nazi/fascismo en la II Guerra Mundial. Lo cual explicaría los dejes antidemocráticos que aún conserva la derecha española y su connivencia con la extrema derecha emergente de Vox.

La derrota del PP en las elecciones de marzo de 2004, después de sus dos primeras legislaturas en el gobierno, tuvo dos lecturas muy distintas dentro de este partido. Por un lado, los sectores moderados vieron aquella derrota el 14M como el resultado de una política muy agresiva y excesivamente escorada a la derecha. Por el otro, el sector más reaccionario del PP percibió la victoria de Zapatero como un “golpe de Estado” y puso en pie un “emergente conglomerado de medios de comunicación, movimientos sociales e instituciones privadas que acabaría por constituirse en lo que llamamos nueva derecha española, aquella que “nunca virará al centro”.

Esta derecha, y su rechazo al gobierno de Zapatero, tendrá en el Madrid de Esperanza Aguirre su epicentro y el principal exponente del movimiento neocon hispano. Desde el Gobierno de la Comunidad de Madrid se subvencionó y alentó el entramado social y mediático que lideró el ciclo de movilización de un amplio y plural bloque social, político y cultural de derechas, con miles de personas en la calle durante los gobiernos de Zapatero. Recordar estos años de movilización neocon es interesante no solo para comprender el nacimiento y la génesis de una fuerza como Vox, sino también para aventurar lo que nos puede deparar el presente en relación a los repertorios de movilización social, agresividad dialéctica y utilización de estrategias de lawfare por parte de una derecha cada vez más radicalizada.

Porque fue aquel un ciclo político de movilizaciones neocon que se saldó con la mayoría absoluta del primer gobierno de Rajoy y una derecha radical que empezó a tomar un camino propio negándose a moderarse a pesar de haber alcanzado el gobierno, marcando rápidamente distancias con la dirección del nuevo presidente. Un malestar fuera y en el propio seno del PP que no solo se traducirá en el distanciamiento de José María Aznar, sino también en la escisión de Vidal Cuadras y Santiago Abascal, y la posterior creación de Vox en 2013.

Algo menos de siete años después de aquel hito, lo que hoy está en juego en el campo derecho del tablero político es qué fuerza (el PP o Vox) no solo liderará el ciclo de movilización y oposición al gobierno de coalición de PSOE-UP, sino sobre todo quién conseguirá salir de este periodo como el partido hegemónico de la derecha y, por tanto, con capacidad de disputar electoralmente el gobierno del Estado. A pesar de su repentino éxito electoral y mediático, no se puede obviar que Vox no es un partido tan nuevo como su repentino crecimiento: cuenta con los citados siete años de existencia en los que acumuló un historial de fracasos electorales antes de su irrupción en el parlamento andaluz.

Si bien podemos afirmar que Vox es la declinación española de un fenómeno reaccionario y autoritario que se ha asentado globalmente, no es por ello menos cierto que tiene también características peculiares que dependen de la historia y del contexto político español. A diferencia de la mayoría de sus homólogos europeos, Vox es una escisión de la derecha española y no un fenómeno nuevo que nace en sus márgenes, como sí lo serían el Reagrupamiento Nacional en Francia (antiguo Frente Nacional) o la Liga Norte en Italia. Y debido a las reminiscencias históricas de la ultraderecha española, el confesionalismo de Vox le acerca más a la extrema derecha del Este de Europa, esto es a organizaciones políticas como la polaca Ley y Justicia o la húngara Fidesz de Viktor Orban, que los casos francés o italiano antes mencionados.

En cierta medida, Vox representa tanto a ese franquismo sociológico que durante tantos años había convivido en el seno del PP y que no tenía expresión política propia desde la disolución de Fuerza Nueva, como a los sectores más neoconservadores agrupados hasta ahora en una especie de Tea party a la española y que han pasado de hacer lobby al PP, a encontrar un espacio político propio con Vox. En este grupo encontraríamos, por ejemplo, al universo mediático y de agitación articulado en torno al Grupo Intereconomía y a Libertad Digital, el think-tank neocon Grupo de Estudios Estratégicos (Gees), la Fundación para la Defensa de la Nación Española (DENAES) o la multitud de webs y/o plataformas de agitación como Hazte Oír.

Históricamente, la cuestión de la unidad nacional y la lucha contra el separatismo, con Cataluña como pivote, recuerda muy bien al falangismo joseantoniano que tenía como eje central la “unidad de destino en lo universal”, que más tarde quedó sentenciado en los Principios del Movimiento Nacional como: “La unidad de la Patria es uno de los pilares de la nueva España, para lo cual el ejército la garantizará frente a cualquier agresión externa o interna”. De ahí se derivaría la importancia programática y discursiva de cuestiones como la recentralización (fin de las Comunidades Autónomas, cierre del Senado, etc.), o la propia idea de España como un Estado uninacional desde el que se niega cualquier nacionalismo que no sea el español. Temáticas que se entrelazan en el discurso de Vox con la lucha contra la corrupción, el clientelismo y el “despilfarro” que supone el Estado de las Autonomías. Pero, además, Vox incorpora a su nacionalismo de genes franquistas las influencias de los disparates reaccionarios de la llamada Escuela de Oviedo del filósofo Gustavo Bueno, así como la neurosis identitaria de la que hace bandera la extrema derecha europea, que utiliza la guerra de los mitos e identidades —que la uniformidad mercantil estimula— para vehicular un discurso excluyente a favor de una comunidad nacional imaginaria.

De tal forma, el marco político que construye Vox es el de la amenaza permanente de la nación (independentistas, migrantes, feministas, etc.), que exigiría ponerse en pie de guerra en defensa de la “España viva”. Un marco que no habla de convivencia, sino de enfrentamiento y guerra, y que recuerda al “nacionalismo de los vencidos” esgrimido por los fascismos italiano y alemán de entreguerras, y que en el caso español aterrizaría en forma de reacción ante la frustración de las expectativas no cumplidas tras la instauración de la “democracia”, la economía de mercado y el auge de los nacionalismos “periféricos”. El resultado de este relato es una situación creada que impulsaría a buscar chivos expiatorios a los que culpar de los males de la “nación”. Los primeros son, evidentemente, los “traidores», esto es los nacionalismos “periféricos”, para pasar luego a quienes colaboran con esos «traidores», o sea el gobierno de coalición. Pero sin olvidar los enemigos externos: la inmigración, favoreciendo así el componente xenófobo. Además, es el de Vox un nacionalismo español que, ante la decadencia actual, busca amparo en su historia para recobrar aquellos tiempos que ilustren un pasado glorioso de la patria atacada.

Desde el punto de vista económico, el discurso de Vox es claramente neoliberal, desmarcándose al menos en parte de otras ultraderechas europeas que añaden, aunque sea sobre todo de forma retórica, un cierto discurso proteccionista o estatista (Salvini) e incluso de cierto “chovinismo del Estado de bienestar” (Le Pen). En ese sentido, y siguiendo con las comparaciones internacionales, podemos decir que Abascal es mucho más Bolsonaro que Le Pen. De hecho, siguiendo el mapa que marca la fracturación de la extrema derecha en el propio Parlamento Europeo, donde están divididos en tres grupos políticos, vemos que buena parte de las diferencias fundamentalmente son de carácter económico: marco de austeridad presupuestaria, tratados comerciales, mercantilización de servicios sociales, etc.. Y ahí vemos hasta qué punto Vox es heredera de una tradición más anglosajona del neoliberalismo autoritario, que choca con la extrema derecha predomidante en buena parte de la Europa continental occidental, de naturaleza más social-identitaria y que hace bandera de un cierto Estado del bienestar de preferencia nacional.

En su mirada hacia las experiencias del otro lado del Atlántico, Vox también ha adoptado elementos del trumpismo como la consigna “Hacer España grande otra vez” o, en las últimas semanas, las teorías de la conspiración sobre el supuesto origen intencionado de la pandemia en laboratorios chinos. Una teoría que han replicado públicamente desde Ortega Smith hasta Salvini, utilizando expresiones como “virus chino” o “Kung Flu”. Sin duda, una de las grandes aportaciones del trumpismo a la extrema derecha ha sido su capacidad de definir la agenda pública favoreciendo un proceso acelerado de derechización de la sociedad. Una forma de construir lo que Daniel Bensaïd llamaba “identidades oscuras”: el anidamiento de la microfísica fascista en lo social, de manera inversamente proporcional a la desaparición de los vínculos de solidaridad de clases.

A los bulos sobre el origen del coronavirus cabría sumar las protestas contra el confinamiento, que en ocasiones niegan incluso la propia existencia de la pandemia, y que en prácticamente todos los países han estado lideradas por la extrema derecha: en EE UU, con la Alt-Right (y el apoyo implícito de Trump) manifestándose contra los gobernadores que mantenían las medidas de confinamiento; en Brasil, impulsadas por los partidarios de Bolsonaro; en Italia, con los autodenominados chalecos naranjas; o en España, con la “revuelta de los cayetanos” del Barrio de Salamanca en Madrid. Todos ellos con sus particularidades propias de sus respectivos contextos diferentes, pero también con analogías notables que demuestran una importante conexión entre los diversos movimientos de ultraderecha a nivel global y cómo el trumpismo lleva la batuta hasta el momento.

Un trumpismo que conecta además con el narcisismo herido de una clase media que entiende que no se han cumplido sus expectativas vitales, económicas y sociales. Aporta enemigos contra los que dirigir esa irá (migrantes, feministas, demócratas, etc.), un objetivo que alcanzar como comunidad para resarcir esa herida narcisista (“Make America Great Again”, el antídoto frente a la frustración de una clase media en decadencia que sueña con recuperar su papel central en el “sueño americano”) y un medio para lograrlo: proteger a la comunidad, favorecer la preferencia nacional y recuperar la soberanía. Es ahí donde el control de fronteras y el muro de Trump se vuelven un elemento central para ejemplificar la recuperación de la soberanía y la cadena antes descrita: dirige la irá hacia el chivo expiatorio de la migración a la vez que funciona como mecanismo para definir y compactar a la comunidad que merece protección. En cierta medida, el muro de Trump representa la definición de la comunidad norteamericana desde una visión schmittiana, donde el nomos de la comunidad, o sentido de sí misma, se desarrolla a partir de su geografía, que es la precondición filosófica para sus leyes.

Prácticamente la totalidad de las organizaciones del heterogéneo ambiente político de la ultraderecha apuntan a las y los inmigrantes, preferentemente pobres y “no occidentales”, como chivo expiatorio de una supuesta degradación socioeconómica y cultural. Pero los muros de hoy ya no cumplen tanto una función de control fronterizo, sino que se han convertido, sobre todo, en un elemento fundamental de propaganda política. Levantar un muro o una valla es una medida rápida y de impacto sobre la opinión pública que configura una especie de “populismo de las vallas”. ¿Qué mejor manera de visualizar la “seguridad” ante las “invasiones” de migrantes que con una valla fronteriza? ¿Qué mejor forma de reafirmar la “soberanía” que levantar un muro en la frontera?

Y cuando es físicamente imposible, se exploran alternativas. Por ejemplo, cuando ante la imposibilidad de levantar un muro en medio del Mediterráneo, Salvini utilizó su cargo como ministro del Interior para decretar el cierre de los puertos italianos a los barcos de salvamento marítimo. Un movimiento astuto para ejemplificar su lucha contra la migración, reafirmar la soberanía de Italia en el marco de la UE, tensionar el gobierno de coalición con el Movimiento Cinco Estrellas y erigirse en poco tiempo en el político mejor valorado del país, consiguiendo que en pocos meses la Liga adelantara a sus socios como primer partido en expectativas de voto. Porque un muro defiende y define a la patria. De hecho, cuando Vox intenta trasponer a la realidad política española el muro de Trump, no solo busca materializar la defensa de las fronteras nacionales ante la migración, sino también y sobre todo salvaguardar la unidad nacional que quedaría “protegida” y definida al otro lado del muro.

Al abordar la migración desde la perspectiva de la inseguridad ciudadana, se constituye uno de los elementos más comunes de estigmatización de la población migrante, de la pobreza y de las personas pobres en general, a través de una asimilación machacona entre delincuencia, inseguridad e inmigración. A la vez que se conecta con el imaginario que construyen las políticas de austeridad que, más allá de los recortes y privatizaciones que conllevan, son la “imposición para un 80% de la población europea de un férreo imaginario de la escasez”. Un «no hay suficiente para todos» generalizado que fomenta mecanismos de exclusión, que Habermas definía como característicos de un “chovinismo del bienestar” y que concentran la tensión latente entre el estatuto de ciudadanía y la identidad nacional.

De esta forma, se consigue que el malestar social y la polarización política provocadas por las políticas de escasez se canalicen a través de su eslabón más débil: el migrante, el extranjero o simplemente el «otro», eximiendo de paso a las élites políticas y económicas, verdaderas responsables reales del expolio. Y si “no hay para todos”, entonces sobra gente, es decir “no cabemos todos”. De este modo, se difumina la delgada línea que conecta el imaginario de la austeridad con el de la exclusión, sentando las bases de la potencialidad de la consigna “los españoles/franceses/italianos primero”.

En el próximo periodo, este mecanismo de exclusión vinculado a la preferencia nacional podría cobrar aún más fuerza en un contexto de crisis económica y social acelerada y potenciada por la pandemia del Coronavirus. Sin ir más lejos, estas semanas hemos visto cómo Vox ha utilizado sin pudor diversos bulos sobre el ingreso mínimo vital para justificar su voto en contra. Sus dirigentes han afirmado y criticado que «todas las personas que lleguen en patera tendrán derecho a cobrar la renta», lo cual generaría un supuesto efecto llamada. En primer lugar, esto es falso: el primer requisito para pedir la ayuda es tener al menos un año de residencia legal y efectiva, y figurar como demandante de empleo, algo imposible para las personas migrantes recién llegadas por vías administrativamente irregulares. Pero el objetivo de semejante mentira es evidentemente otro: fomentar una lógica de enfrentamiento entre colectivos sociales por recursos escasos, abriendo así la puerta a justificar mecanismos de exclusión en favor de una pretendida primacía nacional.

Otro de los elementos característicos de Vox, muy vinculado por cierto al fundamentalismo de la nueva derecha cristiana norteamericana, es su cruzada contra el movimiento feminista en temas como el aborto, el cuestionamiento de la violencia machista y en general todo aquello que catalogan bajo el concepto-paraguas de «ideología de género”. Es este un claro guiño a los sectores más ultras de su entorno, desde la jerarquía católica a organizaciones como Hazte Oír o el Foro Español de la Familia entre otros, que de paso populariza este concepto de “ideología de género” que, en otros países europeos como Polonia o en América Latina, está sirviendo como activador y aglutinador político de la ultraderecha. Nuevamente vemos la influencia anglosajona de Vox, recurriendo a elementos movilizadores y conceptos más propios de la cultura política reaccionaria norteamericana que a la de sus vecinos europeos, quienes en vez de poner el acento en el combate contra la “ideología de género”, practican el llamado purplewashing: utilizar la supuesta defensa de las mujeres para criminalizar a otros sectores de la población (migrantes, principalmente) y justificar así la aplicación de políticas xenófobas.
 
Todas las características aquí descritas nos invitan a afirmar que Vox se ubica a caballo entre el pasado y el presente, con posicionamientos que le homologan en parte a la extrema derecha europea y en otra parte a la nueva derecha cristina norteamericana, mientras que preserva rasgos propios que lo vincularían con una cierta reactualización de la ultraderecha hispana del Tardofranquismo y la Transición. La consigna de la “reconquista de España” sea posiblemente la que mejor sintetiza esta idea de pasado y presente: por un lado, conecta con los movimientos de la ultraderecha actual y su lógica central del choque de civilizaciones, la islamofobia, los peligros de la migración y las teorías de la gran sustitución; y, por otro lado, se vincula con la idea nostálgica de la cruzada para recuperar España de manos de los “rojos” y los “separatistas”.

En cualquier caso, resulta fundamental no perder de vista que la propuesta política de Vox no busca fundar un espacio político propio a caballo de la izquierda y la derecha, al estilo del Frente Nacional o la Liga Norte, sino disputar la hegemonía de la derecha desde los postulados neocons: guerra cultural abierta contra la izquierda, autoritaria sobre el eje de los valores conservadores y profundamente neoliberal en lo económico.

Y con sus diferencias y similitudes, y más allá de las causas múltiples y de las consecuencias y lecciones variadas, hoy España se parece un poco más a Europa y a esa ola reaccionaria global que agita la ya de por si turbulenta política internacional. El reto al que nos enfrentamos es mayúsculo: cómo revertir esta ola reaccionaria global y volver a decantar la iniciativa política hacia los intereses del campo popular. Para ello se torna imprescindible aplicarnos aquella máxima de Spinoza: “ni llorar ni reír, sino comprender”. Porque situar al enemigo y el campo de batalla son los primeros pasos necesarios para dar una pelea que ya está aquí. 


Fuente → vientosur.info

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