
La adversidad pone a prueba la retórica política. Ante lo inesperado,
en medio de las crisis, cuando hay que hacer frente a la catástrofe…,
es entonces cuando los discursos políticos que se hicieron y se hacen
han de mostrar su potencia de verdad, la fuerza del compromiso que en
ellos se pretendió mostrar, su capacidad de conformar la realidad
asumiendo la responsabilidad que las propias palabras explicitaron.
Porque la política no es sólo cuestión de palabra, pero sin palabra no
hay política: acción y discurso van entrelazados en el campo abierto de
lo político.
Así, por ejemplo, en nuestro aquí y ahora de crisis sanitaria con sus
graves consecuencias también de crisis social, las palabras que hablan
de responsabilidad y solidaridad se ven en el espejo tanto de los
comportamientos individuales como de las políticas públicas. Los
discursos de política económica se ven ante la prueba –cuando son
enunciados desde la izquierda– de si se ubican o no bajo un paradigma
distinto del neoliberal dominante en las últimas décadas. Las proclamas
de cogobernanza, por su parte, quedan pendientes de que se compruebe si
efectivamente es así en un Estado autonómico con síntomas de
agotamiento, pero que no alcanza el federalismo que tanto se invoca. Y
ante la crisis institucional que en España afecta a la monarquía como
forma de Estado y a la Corona como su encarnación en la jefatura del
mismo, los discursos oscilan entre dos polos contra los que puede
estrellarse su veracidad. Por una parte, encontramos el blindaje de un
Felipe VI afectado por la crisis de credibilidad que en torno a él
generan los hechos protagonizados por su padre, el rey emérito Juan
Carlos I, al huir de España para supuestamente salvar la Corona de los
escándalos financieros en los que está inmerso y para salvarse él mismo
de la presión de la opinión pública y quién sabe si de más complejos
requerimientos desde el ámbito judicial. Y, por otra, tenemos el
cuestionamiento de la Corona como institución e incluso la reclamación
del tantas veces preterido referéndum sobre o república o monarquía.
¿Cómo quedan las distintas maneras de expresar diferentes posiciones
políticas –incluyendo las que se manifiestan antagónicas desde el seno
del mismo gobierno de coalición PSOE-UP– ante estos acontecimientos en
una realidad política que indudablemente se ve alterada por ellos? A la
vista quedan las dificultades para salvar la consistencia de los
discursos políticos.
¿Cómo hacer valer los potenciales de solidaridad en una sociedad que ve cómo quien fue su jefe del Estado se fuga apegado a la riqueza turbiamente amasada?
No hace falta insistir en lo que todos estamos de acuerdo: la
necesidad de que las administraciones y los poderes públicos, en los
diferentes niveles del Estado, articulen las respuestas que urgentemente
reclama la situación sanitaria, máxime ante rebrotes de contagios de
coronavirus que presentan preocupantes indicios de una segunda ola de la
epidemia de covid-19, así como la crisis económica que amenaza con
endurecerse y la crisis social que, sobre todo por el desempleo, está ya
entre nosotros con enorme crudeza. Esas urgencias, sin embargo, no
tienen por qué bloquearnos frente a otras cuestiones importantes que,
por lo demás, no dejan de incidir en las respuestas mismas a las
urgencias señaladas. Unas instituciones políticas gravemente erosionadas
en su legitimidad no ofrecen el mejor aval para generar los consensos
suficientes en torno a las medidas necesarias que han de implementarse,
ni pueden ser soporte de la cohesión que reclama una sociedad
tremendamente dañada en sus recursos económicos y en sus dinámicas en
las más diversas esferas –pensemos, por ejemplo, en las difíciles
situaciones que de aquí a unas semanas habrá que afrontar en el campo de
la enseñanza, desde los primeros niveles educativos hasta el ámbito de
las universidades–. ¿Cómo hacer valer los potenciales de solidaridad en
una sociedad que ve cómo quien fue su jefe del Estado se fuga apegado a
la riqueza turbiamente amasada, y que gobierno y oposición de derechas
dan el penoso espectáculo de encubrir tal operación, en connivencia con
la Casa del Rey, bajo una opacidad tal que sólo explica la “razón de
establo” –que no de Estado, como se encargaba de decir nuestro Baltasar
Gracián allá por el siglo XVII– que subyace a tales maniobras de
enjuague? ¿Cómo acometer las reformas en serio que necesita nuestro
sistema político –¡hasta para coordinar políticas de salud pública!–, si
la ciudadanía se ve en una democracia menoscabada en la que no se
arbitran mecanismos suficientemente ágiles para hacer cambios
imprescindibles –salvo cuando hubo que reformar con molde neoliberal el
art. 135 de la Constitución– o en la que se presentan cuestiones
dogmáticamente intocables de hecho y, de suyo, prácticamente
imposibilitadas de derecho –léase: monarquía–?
Crítica de las apelaciones falaces al pacto constitucional del 78
El mismo presidente del Gobierno, ante los hechos protagonizados por
el rey emérito y sus previsibles consecuencias –incluida la desconfianza
creciente de la ciudadanía respecto a que la Justicia sea igual para
todos–, ha hecho una encendida defensa del pacto constitucional del 78,
lo cual no sería objeto de sorpresa si no fuera por las connotaciones de
inmovilismo jurídico-político que han tenido sus declaraciones, con las
que ha comprometido al PSOE en su conjunto, por más que Juventudes
Socialistas y la corriente Izquierda Socialista eleven tímidamente la
voz recordando su memoria republicana. Dar a entender que defender el
pacto constitucional es poco menos que tratar la Constitución como un
bloque monolítico, de forma que hasta se obvia el derecho a plantear su
reforma y el derecho también a reivindicar referéndum sobre monarquía o
república –incluso por partidos en posición de gobierno-, suena a
defensa in extremis de una institución que los comportamientos de quienes ostentan su representación han puesto en situación más que delicada.
No vale el argumento de que en el caso de los desafueros –podemos
decir presuntamente delictivos– del rey Juan Carlos hay que aplicar la
distinción entre lo privado y lo público, pues en sus prácticas
corruptas se ha servido de la más alta magistratura pública para un
ilícito enriquecimiento privado –de todo punto criticable, salvo que
desde el Partido Socialista se quiera aplicar de la manera más
improcedente el perverso lema de “costes públicos, beneficios privados”
con intención exculpatoria–. Resulta por ello que el descrédito de la
Corona así acumulado recae sobre el mismo Felipe VI, heredero no sólo
del trono, sino de la fortuna de su progenitor, por más que se adelante
expresando ciertas renuncias a parte de la misma que, por lo demás, no
son de momento aplicables. En definitiva, la Corona se ve muy agrietada
como institución y la monarquía llevada a posición difícilmente
defendible por la deslegitimación recaída sobre ella, como bien advirtió
el jurista y político democristiano Oscar Alzaga en su día, señalando
cómo pondría la monarquía en situación insalvable en España un rey “que
delinquiera”, cosa que se niegan a ver quienes abusan de la misma
Constitución a la que apelan aquellos que a toda costa quieren extender
la “inviolabilidad” del rey emérito a los deméritos de sus chorizadas
fiscales.
Cuando las cosas vienen así dadas, asombra que el presidente diga
enfáticamente que la Corona es “la clave de bóveda de nuestro sistema
democrático”, pues aunque tal enunciado se compadece con lo que entraña
una defensa a ultranza de un pacto constitucional que se pone a gravitar
sobre ella, a la vez revela, sin que fuera esa la intención, el porqué
de su intangibilidad incluso por procedimientos democráticos: al fin y
al cabo se está reconociendo que la Corona es la piedra angular que los
arquitectos de la “reforma pactada” de la Transición pusieron para
asegurar por arriba la estabilidad de un sistema de poder que habría de
ser incuestionable y que en “modo monarquía” –parlamentaria, pero
heredada del franquismo, con el lavado de cara de la legitimación
democrática de una constitución refrendada por la ciudadanía– aseguraba
el atado de los cabos económicos, políticos, militares y hasta
religiosos que sobre ella confluían. En definitiva, pues, una defensa
del pacto constitucional expuesta de la manera descrita opera como
defensa de lo que se ha llamado “régimen del 78”, lo cual, al formularse
así, no implica una desvalorización de los esfuerzos individuales y
colectivos hechos por quienes, pagando un alto precio en sus vidas en
muchas ocasiones, trabajaron por traer a esta España la democracia que
buscábamos. Ésta, dicho sea de paso, no fue mero resultado de los hilos
movidos por el rey Juan Carlos y el presidente Suárez, venido a tal
posición desde las entretelas del franquismo, aunque, como el rey,
conscientes de lo imperioso de la reforma de un régimen dictatorial
impresentable en Europa. El caso es que aquella filigrana de “reformismo
sin ruptura” –¡cuánto franquista quedó en los “aparatos del Estado”!–
dio paso a una democracia constitucional, por más que al cabo del tiempo
sean más notorios los lastres que entonces, por la correlación de
fuerza existente, no pudieron arrojarse, siendo ellos en gran parte los
que han alimentado pautas y vicios que han provocado la deriva de
nuestra democracia a “régimen del 78”, no siendo menor la corrupción que
por décadas ha corroído el sistema hasta verse coronada por la
corrupción real que hoy conocemos.
Laicidad, federación y república como vectores para trascender una monarquía decrépita
Con todo, hay una razón frecuentemente aducida para aparcar lo
importante por mor de atender a lo urgente. Se trata del consabido
argumento de que no estamos en momento adecuado para tales cosas,
insistiendo en lo inoportuno de traer al espacio público una crítica de
la monarquía, amén de la crítica a quien ha ostentado la Corona, que
desestabiliza el orden social y el sistema político, máxime si se trae a
colación la alternativa republicana. Hay que decir que tal objeción no
hace justicia a los hechos mismos. La verdad acerca de éstos, como diría
Hannah Arendt, no debe ser escamoteada: lo que desestabiliza hoy por
hoy el sistema político y, por extensión, el orden social, es la
corrupción que ha horadado a la monarquía española hasta dejar al
descubierto sus miserias. Vale de nuevo lo del cuento de Hans Christian
Andersen: el rey está desnudo, aunque se negaran a verlo, y es el mismo
Felipe VI el que muestra su desnudez a consecuencia de cómo su padre, el
que abdicó en él por discutible vía exprés, se ha marchado forrado de
billetes, quizá hasta llevando consigo la ya famosa máquina de contarlos
que hacía funcionar en el palacio de La Zarzuela. ¡Menuda opereta! Por
añadidura, hay que observar que ya no cabe más uso torticero del
conocido dicho jesuítico de “no hacer mudanza en tiempo de desolación”,
olvidando por cierto lo que continúa diciendo la susodicha regla
ignaciana insistiendo en “estar firme y constante en los propósitos” que
se albergan. Es decir, la socorrida mención de la inoportunidad es una
manida manera de aplazar sine die lo que no se quiere hacer o
lo que resignadamente se acepta como inmodificable. En realidad es lo
que pasa, ya que puede caber en cualquier cabeza que cuando se habla de
referéndum o de proceso constituyente para una república no se está
diciendo que eso se tenga que hacer mañana de buenas a primeras. Pero sí
se está planteando que se ponga de manera creíble en la agenda política
y en el debate público, sacando la cuestión de la república de la mera
ornamentación política en actos públicos o de las declaraciones que no
comprometen a nada y que lo único que hacen es reducir lo republicano a
un uso fetichista de ello para tranquilidad de conciencias conformistas
tras retóricas izquierdistas. Por ello, por mi parte me permito señalar
que, si bien la monarquía en España no va a caer mañana mismo, sí tiene
fecha de caducidad, aunque no pueda datarse con exactitud. Tal es el
descrédito de la Corona que aplasta bajo su peso al mismo Felipe VI. No
habrá palabra que pueda decir sustrayéndola al ruido de una monarquía
decrépita, como se viene evidenciando en sus intervenciones públicas. La
monarquía está hundida, y con ella pueden quedar hundidas las fuerzas
políticas que aten su futuro a esa rueda de molino. España necesita
república para su Estado. Y ese futuro requiere un cultivo intenso de
conciencia republicana para hacerlo posible. Para ello hay vectores de
especial fecundidad, como los que suponen la laicidad que reclamamos, la
federación que hemos de promover y la misma república que
democráticamente debemos de traer.
Dar a entender que defender el pacto constitucional es tratar la Constitución como un bloque monolítico suena a defensa in extremis de una institución en una situación más que delicada
Al hablar de vectores por donde potenciar la conciencia republicana
en la ciudadanía no partimos de cero, ni por memoria, ni por esperanza
respecto al futuro. La cuestión no es el mero cultivo de un ideal, el
cual bien pudiera quedarse en ilusión impotente. Por el contrario, se
trata de prestar atención a lo que se está gestando en nuestra sociedad,
aunque aún esté en ciernes, pues teniendo como referencias desarrollos
que corresponden objetivamente a semillas de razón democrática
republicana, no puede olvidarse cómo la represión franquista, con su
presión ideológica sobre las conciencias, llegó a proscribir incluso del
vocabulario político hasta las palabras mismas, proscripción que aún
hoy, tras más cuarenta años de democracia, hace notar sus efectos al
entrar en la conversación pública términos como “laicidad”,
“federalismo” o “república”. Cabe decir que la izquierda ni siquiera ha
logrado que dichas palabras, con lo que significan, entren en un amplio
debate social sin la carga negativa que sobre ellas echó la dictadura.
Por eso es oportuno traer a la escena pública un discurso en el que la
constelación semántica que se dibuja al hablar de laicidad, federación y
república pueda abrir camino a una radicalización de la democracia que
nos lleve, en la praxis y como horizonte para ella, más allá de la
democracia alicorta que supone la monarquía parlamentaria que tenemos.
De no avanzar por ahí, el deterioro de nuestra democracia no hará sino
incrementarse bajo la presión de los poderes dominantes que de manera
oligárquica, y sirviéndose de la Corona como “clave de bóveda”, ponen
sus intereses por delante del “bien común”. Poner los mimbres para ir en
esa dirección es imperativo político que muchos podemos pensar también
como responsabilidad moral desde una ética democrática que, sin
moralismos que a la postre se doblegan ante lo fáctico, considera que en
las circunstancias actuales, por difíciles que sean, hay que hacer el
ejercicio de aquella virtú que Maquiavelo, el gran teórico de
lo político a la vez que agudo observador de la política, la pensaba
como el imprescindible coraje cívico –republicano, podemos precisar-
para acometer lo necesario cuando se haya logrado que maduren las
condiciones.
Al reflexionar sobre la laicidad contamos con un hecho significativo
en fechas recientes: el funeral de Estado por las víctimas de la
pandemia de covid-19. Dejando al lado puntos en este momento menos
relevantes, hay que destacar que fue un acto laico, promovido por el
gobierno, al que asistieron, además de familiares, muy diferentes
autoridades nacionales y representantes internacionales, presidido por
el jefe del Estado, si bien éste asistió días antes también como rey a
un acto religioso convocado por el episcopado católico para orar por los
fallecidos. Que el funeral de Estado no tuviera connotaciones
confesionales fue, sin duda, un paso importante, que, como era de
esperar, contó con comentarios negativos por parte de algunos jerarcas
de la Iglesia, a la vez que la derecha del PP criticaba la índole
laicista del mismo y la derecha de Vox se ausentaba. Que en una sociedad
secularizada, pluralista y democrática se hiciera un funeral de Estado
laico era lo que procedía –¡por fin!–, lo cual hay que afirmarlo a pesar
de las fallas de un proceso de secularización en virtud de las cuales
se habla –el mismo filósofo Habermas toma nota de ello– también de
“postsecularismo” en tanto que las religiones siguen teniendo un
determinado espacio y papel en la vida social. Lo cierto es que el hecho
referido es impulso, a su vez, para seguir adelante aplicando un
principio de laicidad que es lo que corresponde a una democracia que
quiera ser coherente y consecuente con la separación entre el Estado y
las confesiones religiosas, a la par que con el respeto al principio de
igualdad y no discriminación al que obligan los derechos que implican la
condición de ciudadanas y ciudadanos. Las exigencias de laicidad y de
igualdad van sostenidas junto al respeto sin trabas a la libertad
religiosa y de conciencia, la cual es derecho fundamental para una
laicidad que la conciencia democrática asume no contra las religiones,
sino contra las ilegítimas intromisiones confesionalistas de las
religiones en la política con las miras puestas en mantener o ganar
privilegios. Tal cosa es lo que continúa amparando la posición
conservadora de unas derechas sobre las que sigue pesando el lastre
nacional-católico del que no se ha librado del todo lo político en
España, siendo el lastre que desde nuestra democracia no se ha
conseguido eliminar denunciando, por ejemplo, unos Acuerdos entre el
Estado y la Santa Sede injustificables y hasta contrarios en su
materialidad a la misma Constitución tras la que se amparan. Por lo
demás, avanzar en la laicidad a la que debemos obligarnos lleva también,
como exigencia republicana para una democracia madura, a replantear la
soberanía en términos laicos, sin restos de poder sacralizado, los
cuales habrá que reconocer que perduran en una institución monárquica
que conlleva “restos” de absolutismo de los cuales, por definición, no
puede prescindir. Y es eso con lo que no debemos transigir.
Si hacemos parada en torno a la federación es obligado hacer hincapié
en cómo venimos hablando desde la izquierda y desde hace años acerca de
una reforma federal del Estado de las autonomías y, sin embargo, no se
han dado pasos firmes hacia ese objetivo. La misma gestión de la crisis
sanitaria que hemos vivido y en la que aún estamos ha hecho patente las
importantes carencias que tenemos en cuanto a “gobierno compartido” que,
junto al “autogobierno” –par cuyo análisis es el punto fuerte de un
reputado teórico del federalismo como Elazar–, define a un Estado
federal. Está comprobado que la retórica de la cogobernanza, sin armazón
jurídico-político para darle consistencia, no resiste las
insuficiencias del autonomismo de nuestro Estado, por muchos elementos
federalizantes que tenga. Faltan algunos que son claves, como un
explícito pacto federal sin ir más lejos, que en nuestro caso, dada la
crisis territorial y conflictos como el de Cataluña, ha de implicar
federalismo plurinacional. Hay que subrayarlo una vez más, pues la
tozudez de los hechos obliga a ello, poniendo todo el énfasis que haga
falta en la necesidad de difundir y consolidar en nuestro complejo
panorama político una cultura federal que contemple España como
“pluriverso” –visión muy distinta de la que se impone dogmáticamente con
la fórmula de la “indisoluble unidad de la nación española”, con
resonancias de España eterna con posos imperialistas–, el cual en verdad
reclama una federación de corte republicano en la que puedan conjugarse
demandas de reconocimiento –nacional e intercultural- y exigencias de
igualdad.
Laicidad para nuestra política y federación para nuestro Estado son
propuestas en torno a lo importante que se inscriben en la órbita de esa
democracia radical que necesitamos, susceptible de entenderse para su
coherencia como propia de un republicanismo puesto al día. Los hechos en
torno a la Corona y a la monarquía que de manera tan esperpéntica se
han dado activan la reivindicación de la república como forma de Estado
más adecuada a las necesidades de nuestra democracia, sin postergar que
sean atendidas debido a la presión de “poderes fácticos”;
reivindicación defendible también por cuestiones de principio, más allá
de coyunturas, por desagradables que éstas sean. Es decir, los
desafueros de Juan Carlos I y la debilidad irrecuperable de Felipe VI
para la jefatura del Estado llevan a abrir el debate sobre república,
pero no se defiende la alternativa republicana solamente a causa de esos
hechos en su inmediatez. O dicho de otro modo: la opción republicana,
en nuestra España del siglo XXI, es por fuerza contraria a la
restauración borbónica que se nos impuso de facto con la recuperación de
la democracia que supuso la Constitución del 78, en confusa coyunda de
principio democrático y principio monárquico como “pecado original” de
la misma del que al día de hoy no nos hemos redimido. El caso es que no
defendimos dicha opción solamente por motivos antiborbónicos. Aunque no
se hubieran dado los hechos patéticos que nos han traído a una grave
crisis institucional, tenemos fuertes razones a favor de la república.
Eso quiere decir que la monarquía española, aunque se defina
parlamentaria, tiene un insalvable déficit originario de legitimidad,
por provenir como rey el mismo Juan Carlos I de la designación hecha por
el dictador para restaurar la monarquía en el marco definido por los
albaceas del régimen franquista. A ese déficit histórico de legitimidad
de carácter fáctico se suma la siempre cuestionable legitimidad de la
institución monárquica por su colisión con el principio de igualdad que
implica la lógica democrática, máxime si planteado desde la raíz de una
concepción republicana de la democracia misma y de lo que la ciudadanía
supone en ella, dicha cuestionabilidad se aprecia en definitiva como
inaceptabilidad. A las cuestiones de principio se suma que el
patrioterismo monárquico, a pesar de sus soflamas, no ha resuelto de
forma efectiva e integradora lo que Helena Béjar formuló hace ya algunos
años como “dejación de España”.
Republicanismo cosmopolita: alternativa al conservadurismo monárquico y a los neoimperialismos de la globalización
Laicidad, federación y república forman, por consiguiente, una tríada
de vectores entrelazados que, en tanto ganen concreción –debemos hacer
todo lo necesario para que así sea–, delinean un futuro para el Estado
español distinto y distante del que nos puede aguardar si se prolongan
sin más las inercias de una democracia embutida en el molde de una
monarquía deslegitimada. A quienes atrapados por la resignación vienen a
insistir machaconamente en que estas cuestiones no interesan a la
ciudadanía, pendiente de otras urgencias, hay que recordarles que muchos
en el Titanic no se interesaron por la brecha de agua que se abrió en
su casco. La orquesta siguió tocando, como siguen aquí con sus
archiconocidas excusas los que actualmente no consideran la gravedad de
la crisis institucional que desde su cúspide afecta al Estado. Cuando,
por el contrario, se toman cartas en el asunto dispuestos a acometer el
proceso de transformación que demanda la deteriorada realidad política
de España ha de hacerse erigiendo un paradigma republicano, en el que la
democracia se tome en serio y no de manera instrumental al modo del
liberalismo y sus variantes, nuevo paradigma bajo el que la acción
política se oriente estratégicamente con fuerza de convicción suficiente
para ganar adhesiones en pro de superar el lastre nacional-católico, el
estrecho patriotismo del nacionalismo españolista y la figura tutelar
que sobre la democracia supone el papel de un jefe de Estado que reina y
que, aunque se dice que no gobierna, sí determina con su presencia y
sus mismos roles constitucionales ciertos márgenes que acotan la
dinámica política.
Lo que desestabiliza el sistema político y, por extensión, el orden social, es la corrupción que ha horadado a la monarquía española hasta dejar al descubierto sus miserias
Como la alternativa republicana no es sólo respecto a forma de
Estado, sino también respecto a idea de democracia y concepto de
ciudadanía, al poner como referencia la tríada laicidad, federación y
república estamos haciendo una propuesta que se contrapone al rancio
“Dios, Patria y Rey” del que los monárquicos no se han desprendido, y
ello aunque ese lema tradicionalista fuera el del carlismo que se
enfrentó a la corriente isabelina en el siglo XIX en conflicto interno
al borbonismo; el caso es que a la vez que el carlismo acabó
reconociendo como rey a Juan Carlos I, el monarquismo vinculado a éste,
fracasado en el pasado en cuanto a la potenciación del liberalismo en
España, ha terminado virando a planteamientos muy conservadores. Si el
mismo PP encarna hoy ese monarquismo, cuando ya se ha desechado el
oportunismo juancarlista, lo hace adoptando fuertes dosis de
conservadurismo bajo la presión de la ultraderecha de Vox. Las derechas
españolas, con énfasis mayor o menor, permanecen apegadas a un
confesionalismo que privilegia a la Iglesia católica, a una idea de
patria con rebrotes de nostalgia imperiofílica –fórmula con la que cabe recoger el diagnóstico del profesor Villacañas en su análisis de la sesgada crítica a la imperiofobia
contra España que hace la historiadora Roca Barea– y a un culto
fetichista a la Corona ajeno a los presupuestos y prácticas de una
democracia igualitaria.
Así, pues, frente a un Dios tomado en vano, frente a una patria con
sus mandangas –expresión que el escritor Fernando Aramburu refiere a una
patria vasca mitificada, pero que es aplicable a cualquier otra que el
mito ensalce irracionalmente– que es la que los señoritos, como decía
Machado por boca de Juan de Mairena, compran y venden, cuando el pueblo
que trabaja por ella ni siquiera la mienta, y frente a reyes o reinas
sin legitimidad…, es la hora de exigir laicidad, federación y república.
Al tiempo, mientras el conservadurismo monárquico es prisionero del
pasado, el republicanismo que ha de abrirse paso tiene memoria y desde
ella mira al futuro. Éste es fundamental en la génesis de aquella
realidad en la que, como dice Bloch al final de su Principio esperanza,
nadie ha estado todavía y que, en tanto la logremos, merecerá ser
considerada patria por una república a la cual, en virtud de su
cosmopolitismo como alternativa a los neoimperialismos de la
globalización, no le quede ancha la consideración de la Tierra como
patria de la humanidad.
Fuente → ctxt.es
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