

De la Dictadura Franquista a la Restauración Monárquica. Historia de una lucha y de una traición
El pasado 2008, en plena crisis económica, los defensores del
régimen monárquico han celebrado sin pena ni gloria el 30 aniversario de
la Constitución que selló el pacto de la Transición. Cuando hablamos de
la Transición nos estamos refiriendo a esa etapa de la historia
reciente en la que el sangriento régimen totalitario franquista, surgido
de la guerra civil con la misión de destruir cualquier vestigio del
movimiento obrero organizado y toda expresión nacionalista, se
“transformó” en el régimen actual. El inicio de la Transición se suele
establecer en noviembre de 1975, fecha de la muerte de Franco, aunque,
en un sentido amplio, la Transición comienza tras las protestas contra
el Consejo de Guerra de Burgos de diciembre de 1970, que dieron paso a
una crisis abierta del régimen franquista. Podemos también decir que la
Transición se cierra, con el triunfo electoral del PSOE en octubre de
1982, que lo convierte en gestor directo del nuevo régimen, en
alternancia con los herederos políticos del franquismo.
Por Felipe Alegría y Teo Navarro (Septiembre de 2008)
Con escasas y honrosas excepciones, la Transición española es
presentada como una exitosa empresa que permitió a la sociedad española
convertirse en una moderna democracia europea, como resultado del compromiso democrático del rey, de la habilidad de Adolfo Suárez al frente de los políticos aperturistas del franquismo y de la actitud responsable de los dirigentes de la izquierda, especialmente Santiago Carrillo y Felipe González.
Sin embargo, 30 años después, una nueva y aún incipiente generación
de jóvenes que no vivió la Transición y no se siente comprometida por
aquellos pactos, ha comenzado a levantar la reivindicación republicana
para expresar su rechazo a un régimen al que “le llaman democracia y no
lo es” y en el que no caben sus aspiraciones políticas y sociales ni el
derecho de los pueblos a la autodeterminación.
Frente a la versión oficial, hecha a la medida de los intereses de
la clase dominante y de la izquierda institucional, convertida en parte
consustancial del nuevo régimen, es necesario rescatar la verdad histórica y desenmascarar la enorme estafa que
supuso la Transición para las aspiraciones del movimiento obrero y
popular, de la juventud y de las nacionalidades. Este rescate es del
todo necesario para recuperar el hilo histórico de la lucha
revolucionaria y dar una base de apoyo sólida a la la batalla para
acabar con el régimen monarquico y abrir el camino para la
transformación socialista.
Tal como sucede con la revolución española de los años 30, la
versión oficial de la Transición, pretende silenciar el papel
transcendental de la clase obrera, cuya movilización adquirió una
masividad y una combativida extraordinarias, a la cabeza de todos los
oprimidos y en alianza con un poderoso movimiento de las nacionalidades,
especialmente en el País Vasco. En realidad, a partir de la revolución
portuguesa de 1974 y, en particular desde la muerte de Franco en
noviembre de 1975, el país vivió una situación prerrevolucionaria
que duraría hasta las elecciones de junio de 1977 y cuyo desarrollo
amenazaba con barrer un orden político y social que se tambaleaba tras
la muerte del dictador y con abrir paso a un torrente revolucionario aún
más poderoso que el que se había desatado en Portugal tras el
derrocamiento de la dictadura salazarista. A desarticular este
movimiento dedicaron todas sus energías las direcciones políticas y
sindicales del movimiento obrero: el PSOE y UGT por un lado y por otro
el PCE y Comisiones Obreras, con especial responsabilidad estos últimos,
en aquel entonces claramente predominantes entre los trabajadores.
Tras el desencadenamiento de la revolución portuguesa, el
imperialismo americano y europeo, la gran burguesía española y la
mayoría de las fuerzas franquistas ya no tenían duda de que debían
reformar el régimen si querían asegurar la continuidad del dominio del
capital: “Algo debe cambiar para que todo sigua igual”. Los
historiadores oficiales hablan de la destreza política del rey, de
Adolfo Suárez y de los jerifaltes franquistas “aperturistas”, dedicados
en cuerpo y alma a salvar sus privilegios y los de su clase en una
situación extremadamente crítica. No seremos nosotros quienes neguemos
habilidad a estos personajes sin escrúpulos, pero no hay duda de que que
las cosas hubieran resultado muy distintas si la dirección del movimiento obrero hubiera estado en otras manos que las de los Carrillo y González,
que utilizaron el enorme caudal de confianza que los trabajadores y la
juventud depositaron en ellos para traicionarlos sin ningún miramiento.
El rey elegido por Franco y los jerarcas franquistas no cambiaron
los “Principios Fundamentales del Movimiento” hasta que no obtuvieron
garantías de los jefes del PCE y el PSOE. El PCE fue legalizado cuando
Santiago Carrillo se comprometió ante Adolfo Suárez a aceptar la
monarquía restaurada por Franco, la bandera rojigualda con la que los
fascistas ganaron la guerra y la unidad indisoluble de España. Carrillo y
González se comprometieron a no cuestionar la continuidad de los
principales aparatos de Estado y a que a nadie pidiera cuentas por los
crímenes del pasado, muchos bien recientes, ni por el expolio y el robo
que habían cometido masivamente. Las direcciones nacionalistas burguesas
vasca y catalana también se prestaron al juego, al renunciar al derecho
a la autodeterminación a cambio de administrar su “autonomía”. La
propia Constitución comenzó a elaborarse tras la garantía de contención
laboral dada por CCOO y UGT en los Pactos de la Moncloa. A cambio de
aceptar la negación del derecho de autodeterminación y de no poner en en
cuestión la pervivencia del ejército del 18 de julio, de los jueces
franquistas, de la guardia civil y la policía torturadoras, de mantener
la preeminencia de los entonces siete grandes bancos y los privilegios
de la jerarquía católica, el aparato franquista concedía a la llamada
oposición democrática un lugar al sol en el nuevo Parlamento, las nuevas
Autonomías y los ayuntamientos democráticos.
Un contexto marcado por un ascenso revolucionario internacional y el fin del “boom” económico que siguió a la II Guerra Mundial
La crisis del régimen franquista se produce en un marco
internacional marcado por la ola revolucionaria de finales de los años
60, cuyos hitos principales fueron: el Mayo del 68
francés, que mostró que la revolución socialista en Occidente no era una
quimera imposible; el levantamiento, el mismo año, contra la burocracia
estalinista en Checoslovaquia (la “Primavera de Praga”, que acabó en una sangrienta derrota) y la gran oleada de huelgas en Italia,
en 1969. Este ascenso internacional obtuvo en 1975 una enorme victoria,
con la derrota política y militar del imperialismo norteamericano,
obligado a abandonar Vietnam de manera humillante.
Estas convulsiones acompañaban al fin del período histórico excepcional de crecimiento económico posterior a la II Guerra Mundial, al
que los franceses llaman “los 30 gloriosos”. Un período marcado por un
prolongado “boom” económico, que había permitido importantes conquistas
sociales, en particular en Europa. Sin embargo, en 1973 dio comienzo una
larga crisis capitalista, que se presentó bajo el rótulo de la “crisis
del petróleo”. Dos años antes Richard Nixon
había suspendido unilateralmente la convertibilidad del dólar en oro,
poniendo fin a los acuerdos de Bretton Woods que habían sido firmados al
final de la II Guerra Mundial. El abandono unilateral de Bretton Woods
fue expresión palpable de que entrábamos en un nuevo período, que se
alarga hasta hoy, mucho más agitado y complejo.
Al calor de la crisis, el capitalismo se planteó ya el objetivo de comenzar el desmonte de las conquistas de
la clase trabajadora que se expresaban en el llamado “Estado del
Bienestar”, así como iniciar una política de recolonización de los
países semicoloniales. Empiezan a despuntar ya entonces elementos que
más tarde se conocerán con el nombre de neoliberalismo, que se
convertirá en una verdadera ofensiva mundial a partir de los 80, tras
las victorias de Thatcher y Reagan. Esta ofensiva, con sus altibajos, se
perpetúa hasta hoy a través de las medidas de precarización,
privatizaciones, liberalización financera y ataques a los derechos
sociales y a los servicios públicos.
En el cuadro marcado por la ola revolucionaria de 1968 y el fin del
“boom” de la postguerra, tuvo lugar en abril de 1974, en plena crisis
franquista, la Revolución de los claveles en
Portugal. Esta revolución tuvo un enorme impacto en el Estado español.
Las razones son claras: entroncó con una situación de fortísimo ascenso
del movimiento; demostró que las dictaduras podían ser derrocadas y, por
último, llegó más lejos que Mayo del 68 en la quiebra del Estado
burgués y en la creación de organismos de doble poder obrero y popular.
La revolución portuguesa insufló una fuerza extraordinaria a la lucha
contra la dictadura, contribuyó al surgimiento de un movimiento de
jóvenes oficiales llamado UMD (Unión Militar Democrática) y encendió
todas las luces rojas de alarma del imperialismo y la burguesía
española. Fue en aquel entonces que, dada su extrema debilidad, la
burguesía española se vio obligada a soltar lastre en el Sahara (“Marcha
Verde”) y negoció un acuerdo con Marruecos, por el que le entregaba la
colonia, desahuciando al pueblo saharaui.
Hay que añadir finalmente que tres meses más tarde del inicio de la revolución portuguesa caía en julio la dictadura de los coroneles en Grecia, seguida pronto por la monarquía griega.
La situación económica a la muerte de Franco
Como antes hemos señalado, el período final de la dictadura coincidió con la llegada, a partir de 1973, de la recesión económica internacional. Y con el estancamiento económico, comenzó a reaparecer el paro masivo, que vino acompañado de una enorme inflación.
Ante falta de expectativas de ganancia y la gran incertidumbre
política y social que se vivía en el Estado español, se produjo una fuga
masiva de capitales y una fuerte caída de la inversión capitalista. El desempleo español,
que era del 2,6% en 1973, comenzó a subir de manera alarmante: se había
doblado en 1976 (4,9%), llegó al 12% en 1980 y alcanzó el 22% en 1985.
Sin embargo, mientras en el resto de Europa los salarios eran
sometidos a duros planes de ajuste, en el Estado Español los sueldos
siguieron creciendo por encima de la inflación hasta 1977, con los
Pactos de la Moncloa. Era una inflación desbocada, que pasó del 12% en
1973 al 18% en 1976 y al 25% en 1977. La burguesía, a la defensiva y con
un paro en ascenso, necesitaba esperar a otro momento para primero
frenar y después lanzar una ofensiva contra los trabajadores.
El movimiento obrero al frente de la lucha antifranquista
El desarrollo económico español, a la sombra del largo período de
crecimiento económico internacional de la posguerra mundial, produjo un
cambio cualitativo en la composición de la sociedad española: mientras
que al final de la guerra civil la mayoría de la población activa era
campesina (el 63%), en 1975 la población asalariada suponía ya el 70% de
la población activa, 9’5 millones sobre un total de 13’4. En buena
medida procedía del enorme flujo migratorio del campo hacia las grandes
ciudades industriales. Es esta clase obrera rejuvenecida y socialmente
mayoritaria la que protagonizó la Transición.
Tras la eliminación física de los militantes y la prohibición de las
organizaciones obreras por la dictadura franquista, los primeros
movimientos huelguísticos importantes fueron la huelga general de
Barcelona de 1951 (la huelga de los tranvías) y las huelgas de las
cuencas mineras asturianas de mediados de los años 50, donde aparecieron
las primeras Comisiones Obreras. En los años 60 el movimiento
huelguístico se intensificó notablemente, alcanzando una dimensión sin
precedentes en regímenes tan represivos como el franquista. En los
primeros 70 había alcanzado un extraordinario desarrollo y, finalmente, a
la muerte del dictador, adquirió proporciones enormes [1].
A la cabeza de las huelgas se encontraba el movimiento clandestino
de las Comisiones Obreras, base de la reconstrucción del movimiento
obrero organizado tras la victoria franquista. Las CCOO nacieron y se
desarrollaron como los grandes órganos de lucha unitarios que
aglutinaban a la abrumadora mayoría de activistas obreros surgidos al
calor de la lucha contra el franquismo. El movimiento de las CCOO tuvo
diferentes expresiones. En unos casos eran comisiones elegidas por la
asamblea de trabajadores que, apoyadas en el agrupamiento clandestino de
los luchadores, negociaban por encima de la representación legal del
sindicato vertical[2].
En otros casos la representación legal de los “enlaces y jurados” había
sido ganada por la Comisión Obrera de la fábrica, a la que se
subordinaba la representación legal. En las elecciones sindicales de
1975, las CCOO alcanzaron la mayoría de la representación legal de los
trabajadores en el conjunto de las grandes empresas, aunque hubo
lugares, en particular Navarra, Guipúzcoa y sectores fabriles de
Vizcaya, en que los trabajadores boicotearon las elecciones, desafiando
frontalmente las estructuras del sindicalismo vertical y desautorizando
la política del PCE, que vinculaba su proyecto de sindicato único de los
trabajadores a la “ocupación/transformación” de las estructuras del
sindicato vertical, oponiéndose a los comités elegidos por las asambleas
y, más aún, a su extensión y coordinación.
A pesar de la represión[3],
el régimen franquista era incapaz de detener el movimiento huelguístico
y organizativo de los trabajadores, que constituían la columna
vertebral de la oposición a la dictadura franquista, arrastrando a los
estudiantes, intelectuales, sectores de la pequeña burguesía y de las
capas medias y en estrecha alianza con los movimientos de las
nacionalidades oprimidas.
Las reivindicaciones de carácter económico y laboral –aumentos
lineales de salario, reducción de la jornada de trabajo y de la edad de
jubilación o mejora de las condiciones de trabajo— se fundían de manera
natural con las reivindicaciones directamente políticas, ya que las
luchas chocaban de inmediato con la represión y la falta de libertades
democráticas. Los trabajadores reclamaban el restablecimiento de los
derechos democráticos que habían sido arrancados por la dictadura, la
disolución del sindicato vertical, el reconocimiento de las asambleas y
de las comisiones elegidas por ellas para la negociación de los
convenios colectivos, el derecho de huelga, la readmisión de los
despedidos y la libertad de los detenidos. Exigían la amnistía para los
presos políticos, la disolución de las fuerzas de orden público y
libertades democráticas plenas. En el fragor de la movilización tomaban
cuerpo consignas que apuntaban de lleno al corazón del régimen, como
abajo la dictadura, fuera la monarquía o el derecho a la
autodeterminación. A partir de 1974/1975 se sucedían huelgas generales
con grandes enfrentamientos con la policía. Miles de nuevos activistas
surgían al calor de la situación prerrevolucionaria que se abrió a
partir de la muerte de Franco.
La burguesía se sentía impotente para frenar el movimiento. Por un
lado, la represión actuaba como un acicate para la lucha de los
trabajadores que pasaba rápidamente de las reivindicaciones económicas a
las políticas en el curso de sus movilizaciones. Por otro, el
movimiento obrero todavía no estaba debidamente maniatado por una
burocracia dirigente que pudiera contenerlo.
La muerte de Franco y la restauración monárquica
Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Con el propósito declarado de dejarlo todo “atado y bien atado”,
en 1969 había nombrado al Príncipe Juan Carlos como su sucesor,
restaurando la monarquía borbónica como continuidad natural de la
dictadura franquista, en la mejor tradición reaccionaria española. Juan
Carlos, que ya había ejercido de Jefe de Estado cuando Franco estuvo
enfermo, fue proclamado rey dos días después, jurando ante las Cortes
franquistas los Principios del Movimiento Nacional, base ideológica del
régimen que justificaba el alzamiento fascista y el régimen de terror
posterior.
En el contexto de crisis económica y de ascenso del movimiento
obrero que hemos descrito, la burguesía estaba dividida sobre el camino a
seguir. Un sector muy importante de la misma[4]
era consciente de que la continuación de la dictadura, ahora con ropaje
monárquico, no sólo aislaba al Estado Español de la “Europa
democrática”[5],
sino que, más aún, podía dar lugar a un estallido revolucionario
semejante o mayor al de la revolución portuguesa de abril del 74[6]. Así, apostaba por promover reformas por arriba
que impidieran que la creciente movilización de las masas pudiera
desembocar en un proceso revolucionario que pusiera patas arriba el
orden social burgués.
Se trataba por lo tanto de emprender una difícil reforma democrática del
viejo régimen, que asegurara la continuidad de los principales aparatos
de Estado y de la dominación del capital. Una reforma que, para no ser
vista como una muestra de la debilidad del régimen y un reconocimiento
de la fuerza obrera y popular, debía ser lenta, parcial y en torno a la
monarquía borbónica, convertida en pilar central de continuidad y
legitimidad del régimen anterior.
¿Reforma del franquismo o ruptura revolucionaria?
El éxito de la operación exigía alargar el proceso, de manera que
apareciera como una operación impulsada por el propio rey, combinando la
represión más dura con reformas democráticas limitadas que dieran lugar
a una “moderna monarquía parlamentaria”, donde tuvieran continuidad los
principales aparatos estatales franquistas.
Sin embargo, el factor decisivo era neutralizar el peligro
revolucionario que venía de la clase trabajadora, al frente del
movimiento de oposición al régimen. Para ello debían comprometer en la
operación de reforma del franquismo a las direcciones del movimiento
obrero. Suárez buscó inicialmente el acuerdo con el PSOE[7],
que entonces iniciaba su reconstrucción, abriéndole la puerta de la
legalidad, mientras dejaban fuera al PCE. La dirección del PSOE no le
hizo ascos a la propuesta y así lo acordó en su XXVII Congreso de 1976.
Sin embargo, quien detentaba en aquel entonces la hegemonía y el control
sobre la mayoría de los trabajadores era el PCE[8]
(que controlaba CCOO) y en 1977 Suárez finalmente lo legalizó, no sin
que antes manifestara –como hemos señalado antes- su acatamiento a la
Monarquía, la bandera y la unidad española.
Ni la dirección del PSOE ni la del PCE, enzarzados en una fuerte
rivalidad entre sí, no aspiraban a otra cosa que a instaurar un régimen
más o menos parlamentario, buscando para ello la reconciliación con los
franquistas. Apostaron por una política de colaboración de clases,
actualizando los famosos 10 puntos de Negrín de la fase final de la
guerra civil y la política de “reconciliación nacional” del PCE[9]. Éste creó en 1974 la Junta Democrática, con
personajes burgueses poco representativos, alguno de ellos como Calvo
Serer, un opusdeísta partidario de D. Juan. Asoció a CCOO a la Junta y
tuvo en ella como artistas convidados a los maoístas del PT. Por su
parte, el PSOE organizó en 1975 la competencia a Carrillo: la llamada Plataforma de Convergencia Democrática,
que incluía a otros personajes de la intelectualidad franquista
reciclados, como el democristiano Ruiz-Giménez, así como a los también
maoístas del MC y la ORT. Ambas, Junta y Plataforma, acabaron
unificándose en marzo de 1976 en la Coordinación Democrática o Platajunta[10], a la que también se adhirieron CCOO y UGT.
Como había ocurrido durante la II República y la guerra civil, esta
política de colaboración de clases situaba a las organizaciones obreras a
remolque de la burguesía que había medrado a la sombra del franquismo,
pero que empezaba a apostar mayoritariamente por una reforma política
controlada que impidiese un estallido revolucionario.
De este modo, mientras la clase obrera se aplicaba al objetivo de
derruir un orden franquista cada vez más cuarteado (abriendo así la vía
al cuestionamiento del propio régimen capitalista), otra vez sus
direcciones políticas y sindicales se aplicaban en desviar esa enorme
energía revolucionaria hacia un régimen parlamentario-bonapartista que
asegurara el dominio social de la burguesía y en cuyas instituciones
pudieran medrar.
La matanza de Vitoria el 3 de marzo de 1976 pone al régimen al borde del abismo
El primer gobierno franquista de Juan Carlos I reunía –bajo la
presidencia de Arias Navarro, el último jefe de gobierno de Franco– a
las dos facciones del régimen, los duros y los blandos,
un equilibrio que reflejaba el debate abierto en el seno de la clase
dominante y en el aparato de poder franquista acerca del alcance real
que debía tener la reforma política del régimen. Sus diversos proyectos
de reforma, intentando sólo un cambio de maquillaje del régimen, sin
contar con la “oposición democrática”, fueron barridos por los
acontecimientos.
La marea movilizadora a la muerte de Franco no paraba de crecer. La
mini-amnistía de principios de diciembre decretada por el rey, apenas sí
supuso la liberación de 100 presos –incluidos los dirigentes de CCOO
condenados por el proceso 1001— de los más de 2000 que había en las
cárceles, por lo que arreciaron las manifestaciones exigiendo la
amnistía total y los enfrentamientos con la policía.
A inicios de 1976 el ascenso de las luchas obreras era continuo. En enero empezó en Madrid[11] y se fue extendiendo hacia el resto del Estado[12],
alcanzando su punto culminante en marzo en el País Vasco. En algunas de
las empresas más importantes del país (Ensidesa, Hunosa, Standard
Eléctrica, Motor Ibérica…) las huelgas duraron meses.
La lucha alcanzó un punto culminante en Vitoria el mes de marzo. Las
asambleas de trabajadores aprobaron en las fábricas una plataforma
reivindicativa[13]
y eligieron comisiones de representantes sometidas a las asambleas y
revocables, para coordinar la lucha y negociar con la patronal. La
huelga se extendió a las fábricas más importantes de Vitoria. Se
realizaban asambleas diarias y se eligió un comité central de huelga
compuesto por representantes de los distintos centros. Mediante un
boletín diario el comité de huelga informaba del desarrollo de la lucha.
Se crearon cajas de resistencia y se organizaron asambleas en los
barrios obreros y en los institutos, que eligieron comités que se
integraban en el comité central de huelga.
A casi dos meses del inicio de la lucha se convocó una huelga
general en toda Vitoria el 3 de marzo. La policía cargó contra una
multitud de 5.000 trabajadores que realizaban una asamblea en la Iglesia
de S. Francisco y disparó con fuego real, matando a tres obreros e
hiriendo a más de 100. Dos obreros más murieron después en el hospital.
La respuesta obrera fue inmediata, montando barricadas en las calles de
Vitoria. Policías y soldados enviados por el gobierno para sofocar la
movilización se negaron a retirarlas. Las tropas estuvieron acuarteladas
pero el mando militar no se atrevió a sacarlas a la calle consciente de
que los soldados (todos ellos de reemplazo) se negarían a disparar
contra los trabajadores. Un impresionante cortejo de 100.000 personas
acompañó a los féretros durante el funeral.
Los sucesos de Vitoria desataron la indignación obrera y social, con
huelgas y manifestaciones espontáneas por todo el país. La represión
policial de estas movilizaciones produjo tres muertos más en Tarragona,
Elda y Basauri. La huelga general estaba a la orden día, pero los
dirigentes de CCOO llamaron a la calma y ésta sólo se convocó en el País
Vasco, donde el éxito fue total con 500.000 participantes. La huelga de
Vitoria acabó el 16 de marzo y la patronal acabó aceptando las
principales reivindicaciones obreras.
Con los sucesos del 3 de marzo en Vitoria estuvieron dadas las
condiciones para lanzar un movimiento huelguístico de ámbito estatal
que, con seguridad, habría arrastrado al resto de sectores sociales.
Todo ello en una situación en que la burguesía estaba dividida y
desorientada[14],
el edificio del régimen se resquebrajaba y las instituciones clave como
el ejército y las fuerzas represivas mostraban fisuras y división[15].
Todos los hechos señalan que un movimiento de esa potencia podría
haber derribado al régimen tambaleante y abrir con ello una vía
revolucionaria, siguiendo la estela de Vitoria. Sin embargo, los
dirigentes de los partidos y sindicatos obreros, que tenían la confianza
de las masas trabajadoras y la autoridad suficiente para ello, se
negaron a desatar este movimiento, con especial responsabilidad del PCE,
la organización con mayor influencia en el movimiento obrero. Por
desgracia, no había una organización revolucionaria con suficiente
influencia para hacer decantar la situación.
En los meses siguientes continuó la intensidad de las huelgas y
manifestaciones. El 1 de mayo el gobierno prohibió las manifestaciones
pero, a pesar de la represión policial, en las ciudades y localidades
más importantes se produjeron manifestaciones y acciones callejeras. La
oleada de huelgas prosiguió[16].
La policía era auxiliada en su labor represiva por las bandas fascistas, organizadas desde el propio aparato de Estado[17].
El 9 de mayo se produjeron los sucesos de Montejurra (Navarra). Durante
la concentración anual de los miembros de la escisión de izquierda del
carlismo, a la que también acudían otros grupos de izquierda, bandas
fascistas mataron a tiros a dos de los participantes[18]. Este hecho desató una nueva oleada de indignación popular.
Gobierno Suárez: la reforma se pone en marcha
La utilización de la represión como mecanismo para contener la
“marea revolucionaria” se había mostrado incapaz, estimulando todavía
más la radicalización. Sectores cada vez más amplios de la burguesía
entendían que había que apostar por un gobierno formado exclusivamente
por “reformistas”. El gobierno Suárez[19], formado en julio de 1976, tenía como principal tarea impulsar una reforma pactada, es decir, negociar con la oposición para asegurarse el apoyo de los líderes obreros a los planes de la burguesía.
Sin embargo, las movilizaciones exigiendo la amnistía total fueron
en aumento, así como la petición de derechos democráticos de las
nacionalidades históricas. Se producen nuevos crímenes de la policía y
las bandas fascistas en Hondarribia, Madrid y Tenerife. Una oleada de
asambleas, manifestaciones y huelgas[20] recorre el país en respuesta a la represión[21]
y contra al régimen. El 12 de noviembre de 1976 la “Coordinadora de
Organizaciones Sindicales”, formada por CCOO, UGT y USO convocó una
huelga general estatal en contra del proyecto del gobierno de imponer
topes salariales y mayores facilidades del despido, en la que pararon
más de 2 millones de trabajadores[22].
El 10 de setiembre[23]
Suárez presentó el proyecto de reforma política. El PCE (que no veía su
legalización asegurada) denunció el proyecto, al que calificó de
“fraude antidemocrático”, porque no planteaba la dimisión del gobierno
Suárez y la formación de un gobierno provisional que convocara
elecciones constituyentes a las que pudieran concurrir todas las
organizaciones[24]. Por su parte, el PSOE[25]
y las fuerzas burguesas de oposición matizaron sus críticas y se
mostraron comprensivos ante Suárez, que permitía una cierta libertad de
prensa, no les ponía obstáculos a su actividad y a cuyo gobierno
reconocían ya como el director del proceso de reforma franquista. El
proyecto fue aprobado a mediados de noviembre en las Cortes franquistas,
con la resistencia minoritaria del “búnker” representado por Blas Piñar[26]. Se concretaba así el proyecto de autorreforma del régimen otorgada desde arriba.
El 15 de diciembre se realizó el Referéndum para la Reforma Política
(“Si quieres la democracia, vota” era el lema oficial) sin las mínimas
garantías democráticas, al seguir siendo ilegales las organizaciones
obreras, que llamaron a la abstención, en el caso del PSOE con mucha
tibieza. Según el Gobierno, el referéndum fue aprobado con un 94% de
votos afirmativos. El “búnquer” franquista logró un 2’6% de votos
negativos. La abstención fue masiva en los centros industriales.
En diciembre se realizó el XXVII Congreso[27]
del PSOE que, a pesar de mantener aún formalmente un buen número de
postulados marxistas en su programa, inició un claro giro derechista,
aceptando en los hechos la reforma de Suárez e iniciando la persecución
de la disidencia interna.
La respuesta a la matanza de Atocha, una nueva oportunidad perdida
A inicios de enero de 1977, un sector del aparato de Estado, en
colaboración con organizaciones fascistas como Fuerza Nueva y
Guerrilleros de Cristo Rey, decidió poner en marcha una campaña de
asesinatos con el objetivo de crear un clima de terror que justificase
un golpe de Estado militar para restituir el orden dictatorial.
El 23 de enero un reconocido fascista asesina al estudiante Arturo
Ruiz en una manifestación proamnistía. Los GRAPO secuestran ese mismo
día al teniente general Villaescusa[28].
En la manifestación del día siguiente por el asesinato de Arturo Ruiz
es asesinada por la policía otra estudiante, mientras bandas fascistas
recorrían Madrid agrediendo a la gente en la calle.
El mismo día 24, pistoleros ultraderechistas asesinaron a cinco
abogados laboralistas de CCOO, en la calle Atocha. La tensión de las
masas amenazaba con estallar al conocerse los nuevos crímenes. Todo el
mundo estaba pendiente de la convocatoria de una huelga general. Sin
embargo, Carrillo y los dirigentes del PCE manifestaron que “había que apoyar al gobierno” y “no responder a la provocación”.
A pesar de ello más de 300.000 trabajadores se declararon en huelga en
Madrid el día 26, coincidiendo con el entierro de las víctimas, y
también hubo paros en Euskadi y otros lugares. El PCE organizó un
espectacular servicio de orden de varios miles de miltantes en la
multitudinaria manifestación, silenciosa, de solidaridad.
Como nueve meses atrás, cuando los asesinatos de Vitoria, volvían a
darse las condiciones para desatar un movimiento general de lucha que
derrocase al régimen. El gobierno estaba acorralado y a la defensiva y
amplios sectores de la clase trabajadora, y con ella otros sectores
sociales antifranquistas como el movimiento estudiantil y las
nacionalidades, dispuestos a ir hasta el final. Pero una delegación de
dirigentes de la oposición negoció con Suárez y, a cambio de promesas de
actuación contra el “búnquer”, ofreció una declaración conjunta
gobierno-oposición denunciando el terrorismo y haciendo un llamamiento
al pueblo para que apoyara al Gobierno. Los dirigentes obreros no sólo
abortaron el movimiento sino que legitimaron expresamente al gobierno
Suárez, encabezado por un franquista que había sido elegido por un rey
coronado por Franco.
La represión policial continuó durante los meses siguientes. En mayo
se convocó en Euskadi una semana pro amnistía total, que se saldó con
seis activistas muertos. Los dirigentes del PSOE y el PCE, en lugar de
llamar a secundar la movilización y exigir la disolución de las fuezas
represivas, volvieron a llamar a la calma. Los trabajadores y las
organizaciones de la izquierda vasca convocaron una huelga general que
tuvo un seguimiento masivo.
Con estas actuaciones El PCE hizo méritos para ser reconocido como
una fuerza de orden por la burguesía, que se acabó de convencer de la
necesidad de legalizarlo, a pesar de las protestas de la jerarquía
militar, para que pudiera controlar “desde la legalidad” al movimiento
obrero. El Financial Times, el periódico del capital financiero británico, no se equivocaba en diciembre de 1978, cuando escribía: «El
apoyo del PCE, tanto a la primera como a la segunda administración
Suárez, ha sido abierto y sincero. El señor Carrillo fue el primer líder
que dio su apoyo a los Pactos de la Moncloa, e inevitablemente el PCE
ha apoyado al Gobierno en el Parlamento. Pero, como partido que controla
la central sindical mayoritaria CCOO y el partido político mejor
organizado en España, su apoyo durante los momentos más tensos de la
transición ha sido crucial. La moderación activa de los comunistas,
durante y después de la masacre de los trabajadores de Vitoria en marzo
de 1976, el ametrallamiento de cinco abogados comunistas en enero de
1977, y la huelga general vasca en mayo de 1977, por poner sólo tres
ejemplos, era probablemente decisiva para evitar que España cayera en un
abismo de conflictividad civil importante y permitir la continuación de
la reforma».
La legalización de la izquierda y las elecciones generales de junio de 1977
Los sindicatos fueron definitivamente legalizados en febrero de
1977, al igual que el PSOE. El PCE lo fue en abril. A cambio de la
legalización del PCE, Carrillo aceptó reconocer a la monarquía, adoptó
la bandera monárquica y la unidad de España y ofreció su cooperación
para alcanzar un futuro pacto social. El 9 de abril, cuando la mayoría
de la élite política y militar se hallaba fuera de Madrid por las
vacaciones de Semana Santa, Suárez anunció la legalización del PCE.
Aunque se produjo la dimisión del ministro de Marina y hubo algunos
movimientos de descontento entre la alta jerarquía militar, finalmente
el Consejo Superior del Ejército encajó la noticia de la legalización
con una demostración de “disciplina y patriotismo”. Al fin y al cabo el
rey estaba detrás.
Una comisión conjunta de la oposición y del gobierno elaboró la ley
electoral y Suárez convocó las elecciones generales en el mes de abril.
El parlamento quedó organizado en dos cámaras, con un senado donde todas
las provincias elegían el mismo número de representantes y con la
función de ratificar o rechazar los acuerdos del Congreso[29].
Sólo tenían derecho al voto los mayores de 21 años, excluyendo a los
más de dos millones de jóvenes entre los 18 y 21 años y al millón de
inmigrantes.
La principal opción de la burguesía, la UCD de Suárez, que agrupaba a
los “nuevos demócratas” procedentes del franquismo, obtuvo el 34’2% de
los votos. AP, encabezada por Fraga y que agrupó a la mayor parte de la
“vieja guardia” franquista, el 8’2%. La burguesía financió generosamente
estas opciones, además de disponer de los medios de comunicación
controlados por UCD desde el gobierno. Los votos de izquierda superaron
ampliamente a los de derecha en los grandes centros urbanos e
industriales: el PSOE obtuvo el 30%, el PCE el 9’2% y el PSP el 4’5%.
Año y medio después de la muerte de Franco, la monarquía instituida
por él y la “democracia” surgida de la reforma del franquismo, conducida
por los propios franquistas reconvertidos en demócratas, con el rey a
la cabeza, habían ganado la batalla política, después de largos meses de
impresionantes movilizaciones y de momentos en que estuvieron dadas las
condiciones para derribar el régimen franquista (especialmente en marzo
del 76 y en enero del 77). La ley de amnistía de octubre de 1977 venía a
cerrar el círculo: verdadera ley de “Punto Final”, garantizaba completa
impunidad por los crímenes y expolios franquistas,[30].
La derrota electoral del PCE en estas primeras elecciones generales y
el proceso de autodestrucción que le siguió fueron el precio que pagó
por su traición. El nacionalismo burgués en Euskadi y Catalunya (CiU,
PNV) obtuvieron importantes resultados, en buena parte como consecuencia
de la renuncia del PSOE y del PCE a la lucha por los derechos
nacionales de Catalunya y el País Vasco.
Los Pactos de la Moncloa y la subordinación a los intereses de la patronal
En la situación de profunda crisis económica internacional iniciada
en 1973, la economía española reflejaba su escasa competitividad en un
mercado internacional de competencia feroz entre las distintas
burguesías. La inflación, que era la respuesta patronal a las subidas
salariales que no podían evitar, llegó al 25% a fines de 1977. Suárez
devaluó la moneda un 20% para estimular las exportaciones, incrementando
el precio de las importaciones y la inflación. Pero para el capital, la
devaluación sólo tendría eficacia si iba acompañada de un plan de
ajuste que redujera los salarios lo que, dada la fuerza del movimiento
obrero, requería la colaboración de sus dirigentes[31].
Tras las elecciones, el gobierno Suárez se puso manos a la obra. El
contenido de los Pactos de la Moncloa, abarcaba temas políticos,
sociales y económicos. Por primera vez, se obtuvo un consenso general
poder-oposición sobre la necesidad de hacer depender del “crecimiento
económico” (es decir, de la recuperación del beneficio patronal) todos
los demás factores: salarios, condiciones laborales y empleo. Así, los
salarios crecerían por debajo de la inflación y los incrementos se
guiarían por el IPC previsto[32],
dando por entendido que los aumentos en la productividad pasarían a
engordar los excedentes empresariales. Se establece la posibilidad de
regular plantillas, permitiendo el despido del 5% de las mismas en
aquellas empresas en que la subida salarial superase el 20%; se
contempla la contratación temporal y el ajuste de plantillas en las
empresas en crisis. Los Pactos de la Moncloa constituyeron la palanca
que facilitó el paso del modelo de acumulación anterior a la regulación
liberal de la economía, creando las condiciones sociales para la
Constitución de 1978, que consagraría la inviolabilidad de la
propiedad privad de los medios de producción y de economía de mercado.
Los dirigentes del PCE (el principal abanderado), el PSOE y CCOO
apoyaron los Pactos desde el principio y sólo la UGT se opuso
inicialmente, para acabar apoyándolos. Los planes que la burguesía no
había podido imponer durante la agonía de la dictadura se pusieron en
marcha gracias al apoyo de los principales dirigentes obreros[33].
Sin embargo, la oposición de los trabajadores fue muy amplia. Durante
el mes de noviembre se produjeron manifestaciones contra el Pacto, en
defensa del nivel de vida y contra el aumento del paro en las
principales ciudades, convocadas por UGT y otros sindicatos. Muchas
secciones de base de CCOO se pronunciaron en contra de los Pactos[34].
Éste fue el primero de una larga serie de pactos sociales que
sirvieron –además de para aumentar la tasa de ganancia del capital y
reducir el nivel de vida de los trabajadores– para desmoralizar a una
clase trabajadora cuya capacidad de lucha había puesto a su alcance una
transformación profunda de la sociedad y la veía alejarse por la
política de colaboración de clases de sus dirigentes.
Las reivindicaciones nacionales
El franquismo, tras su victoria militar, aplastó con violencia
sanguinaria las reivindicaciones nacionales de los pueblos catalán,
vasco y gallego, convirtiendo con ello la lucha contra la opresión
nacional en una de las palancas fundamentales de la lucha
antifranquista. La Transición trató de dar salida al problema por medio
del “Estado de las Autonomías”, una suerte de pacto entre el aparato de
Estado, la izquierda oficial y las burguesías periféricas por el que el
primero cedía algunas competencias de gobierno a los gobiernos
territoriales a cambio del reconocimiento de la unidad de España y de la
preeminencia del poder central.
El abandono descarado de la reivindicación del derecho de
autodeterminación por parte del PCE y el PSOE y de la burguesía
nacionalista, unido a la brutal represión sobre el pueblo vasco, donde
las movilizaciones alcanzaban mayor radicalidad y combatividad, fue el
caldo de cultivo para el desarrollo de ETA. La muerte y la tortura de
muchos de sus activistas por las fuerzas represivas franquistas y su
inserción social les granjeaba un gran apoyo popular.
En otoño de 1977 se produjeron multitudinarias movilizaciones por
los derechos nacionales. En Euskadi las manifestaciones eran de cientos
de miles. En Barcelona, la Diada Nacional catalana del 11 de septiembre de 1977 congregó a un millón de manifestantes.
Incluso en zonas donde el nacionalismo no tenía tradición histórica
como Andalucía hubo manifestaciones masivas en defensa de la Autononía[35].
El 4 de diciembre en Málaga un joven trabajador fue asesinado por la
policía mientras participaba en la manifestación, que reunió a de
200.000 personas. Los enfrentamientos de los trabajadores con la policía
alcanzaron tal virulencia que el gobierno decretó durante tres días el
“estado de excepción” en Málaga.
Las elecciones sindicales
A principios de 1978 se celebraron las primeras elecciones a comités
de empresa, con los sindicatos ya legalizadas. CCOO y UGT obtuvieron en
conjunto más del 70% de los delegados. En esta época estos dos
sindicatos alcanzaron niveles desconocidos de afiliación, 5 millones
entre las dos organizaciones, cerca del 50% de la clase obrera de
entonces. A través de la financiación estatal que recibirán por la
representación obtenida, los privilegios concedidos como “sindicatos más
representativos” y la restricción creciente de los derechos
democráticos internos de la afiliación, se fue fortaleciendo una
burocracia dirigente, cada vez más independiente de la base afiliativa y
de los trabajadores y más dependiente del aparato estatal y de la
patronal. Las elecciones sindicales de 1978 representaron la
consolidación de la división sindical en dos grandes centrales (CCOO
vinculada al PCE –del que más tarde se iría progresivamente
desvinculando– y UGT vinculada al PSOE) y la marginación de la central
anarquista CNT, que no tomó parte en el proceso electoral.
Las huelgas, a diferencia del período anterior, se dan ahora sólo
por motivos económicos y, a pesar de que las direcciones sindicales
habían aceptado los topes salariales, muchas movilizaciones se
enfrentaron a la pérdida de poder adquisitivo provocada por los Pactos
de la Moncloa. Se produjeron varias huelgas generales en la construcción
y el metal. Sin embargo, el número de jornadas de huelga disminuyó
sensiblemente en relación con los años anteriores[36].
Se aprueba la Constitución
El PSOE en 1977 todavía aún se pronunciaba con la boca pequeña por
la República, aunque a principios de 1978 aceptaba ya plenamente la
“monarquía constitucional” del Borbón. Los dirigentes del PSOE y del PCE
defendían la Constitución, en cuya elaboración participaban, como la
mejor garantía para las libertades democráticas, para parar los golpes
de estado y para asegurar los derechos sociales como el trabajo, la
vivienda, la educación o la salud.
Sin embargo, la Constitución, que sería aprobada por amplia mayoría
en el referéndum del 6 de diciembre de 1978 (pero que en Euskadi sólo
fue apoyada por una tercera parte del censo electoral) consagraba la
inviolabilidad de la economía de mercado y de la propiedad capitalista,
la restauración en la cúspide del Estado de la Monarquía restablecida
por Franco, la unidad forzada de España, garantizada por el Ejército
franquista y las vías para declarar el “estado de excepción y de sitio”
si la “seguridad nacional” se viera amenazada.
Las elecciones legislativas y municipales de 1979 y el abandono formal del marxismo del PSOE
Durante el primer semestre de 1979 se produjo una nueva oleada de
movilizaciones obreras, a pesar de la política conciliadora de las
direcciones de CCOO y UGT, comprometidas con los Pactos de la Moncloa.
El continuo aumento del coste de la vida y los intentos de la patronal
de pasar a la ofensiva ante el estancamiento de la lucha obrera, dieron
lugar a un movimiento de resistencia que se extendió a prácticamente
todos los sectores[37].
Pero la mayoría de las luchas fracasaron por la intervención de la
burocracia sindical, que aceptaba los topes salariales y negociaba y
firmaba frecuentemente a espaldas de los trabajadores.
En este contexto se celebraron elecciones generales del 1 de marzo
de 1979. Volvió a ganar la UCD contra todo pronóstico. El fracaso de la
izquierda era el reflejo en el terreno electoral de su política de
sometimiento a la patronal y la Monarquía, que hizo que sectores
importantes de la clase trabajadora y de la juventud optaran,
defraudados, por la abstención.
Las elecciones municipales del 3 de abril[38]
–que UCD había ido demorando durante casi dos años, temerosa de sufrir
un revés electoral que condicionase las elecciones generales— dieron
esta vez la victoria a las organizaciones de la izquierda en las
principales ciudades, siendo el primer triunfo electoral claro sobre la
UCD.
El PSOE, el principal partido de electorado obrero (como partido
histórico que había sido de la clase trabajadora española), estaba
llamado a ser el futuro gestor gubernamental de los intereses de la
burguesía cuando la UCD pasara a la oposición y, para ello, debía
adecuar su programa a ese papel. Por eso, Felipe González había
declarado en mayo que él “ya no era marxista” y que propondría que esa
definición desapareciera de los Estatutos del Partido. El XXVIII
Congreso del PSOE rechazó esta propuesta de la dirección, para aceptarla
a los pocos meses en un Congreso Extraordinario que endiosó a Felipe
González y otorgó todo el poder de decisión al aparato del partido.
La última gran oleada de movilizaciones de la Transición
Durante el otoño/invierno de 1979 se produjo la última gran oleada
de movilizaciones del movimiento obrero y de la juventud de la
Transición.
En septiembre el gobierno Suárez presentó al parlamento el proyecto
de Estatuto de los Trabajadores, que era un refrito de los múltiples
decretos promulgados desde 1977 profundizando en el recorte de
derechos para los trabajadores[39].
Esta ley levantó la indignación masiva de la base sindical y de los
trabajadores, produciéndose una amplia oleada de huelgas,
manifestaciones y pronunciamentos en contra. Hubo huelgas generales
contra el Estatuto de los Trabajadores en Granada, Euskadi y Asturias,
además de paros en muchas empresas y resoluciones en contra de cientos
de secciones sindicales y asambleas de trabajadores de todo el Estado.
Los estudiantes, por su parte, también se pusieron en movimiento[40].
Centenares de miles de estudiantes de Enseñanzas Medias y, en menor
número, de la Universidad, se lanzaron a la calle a protestar contra el
Estatuto de Centros Docentes y la Ley de Autonomía Universitaria (LAU),
leyes con las que el gobierno de UCD impulsaba la privatización de la
enseñanza pública, la reducción de los presupuestos y el recorte de
derechos democráticos de los estudiantes. Se crearon Coordinadoras de
Estudiantes, formadas por delegados de los institutos elegidos en
asamblea, y se convocaron huelgas y manifestaciones en todo el Estado
los días 5, 6 y 7 de diciembre. La represión policial del movimiento fue
brutal. Decenas de estudiantes fueron heridos en las cargas policiales,
auxiliados por bandas fascistas que también atacaban las
manifestaciones. El momento álgido de la lucha fue el 13 de diciembre en
Madrid, donde la lucha era más intensa, con un paro total en los
institutos y universidades madrileñas y más de 100.000 manifestantes[41].
La misma tarde del 13 de diciembre CCOO había convocado una
manifestación en contra del Estatuto de los Trabajadores y en
solidaridad con los trabajadores de Chrysler (actual Peugeot), donde
habían sido despedidos 8 trabajadores. A la manifestación asistieron
300.000 trabajadores y a ella se sumaron miles de estudiantes. Cuando
una manifestación estudiantil paralela trataba de unirse a la
movilización obrera, una brutal carga policial con fuego real asesinó a
dos estudiantes e hirió a varios más. La policía detuvo a decenas de
estudiantes en todo el Estado.
Una huelga general habría podido derrotar los planes del gobierno y
forzar su caída. Sin embargo, los dirigentes del PCE y CCOO nunca se
plantearon luchar consecuentemente. Su intención se limitaba a presionar
para “mejorar la ley”, reiterando una y otra vez que “no pretendían
derribar al gobierno”, mientras el PSOE y la UGT daban apoyo al proyecto
de Estatuto de los Trabajadores y se oponía a las movilizaciones.
Al día siguiente, el 14 de diciembre, se convocaron manifestaciones
estudiantiles en todo el Estado en protesta contra los crímenes y por la
libertad de los detenidos y en muchas empresas también se convocaron
paros, pero fueron movilizaciones limitadas y sin perspectiva de
generalización y unificación. La protesta estudiantil aún continuó en
enero y febrero de 1980. El 1 de febrero la joven estudiante, dirigente
estudiantil y camarada[42],
Yolanda González, delegada por su Instituto en Vallecas en la
Coordinadora de Estudiantes, era secuestrada y asesinada por pistoleros
fascistas de Fuerza Nueva. También en esta ocasión los dirigentes de las
grandes organizaciones se negaron a convocar una respuesta general a la
altura del crimen y de la ira que desató entre millones de trabajadores
y estudiantes.
Políticamente derrotado el movimiento y recién aprobado el Estatuto
de los Trabajadores, la UGT firmó un nuevo Pacto Social, el llamado
Acuerdo Marco Interconfederal (AMI), comprometiéndose a mantener la paz
social en base a la contención salarial y el recorte de derechos
establecidos en los Pactos de la Moncloa dos años antes (en 1979 la
pérdida salarial superó el 4%). Presionada por sus bases, la dirección
de CCOO no firmó, pero nunca organizó respuesta seria alguna contra el
pacto.
El final de un ciclo: reflujo de la movilización
El año 1979 marcó el final de un ciclo del movimiento de masas. Los
trabajadores, a la cabeza de los sectores populares y las
nacionalidades, habían librado una larga y sacrificada batalla para
acabar de raíz con el régimen franquista y abrir una vía para la
transformación profunda de la sociedad. Y en varias ocasiones -como
hemos visto- estuvieron a punto de lograrlo.
Por su parte, la burguesía y con ella la fracción del aparato
franquista más lúcida y que mejor representaba sus intereses, habían
comprendido la necesidad imperiosa de reformar el régimen franquista,
convertido ya en un obstáculo absoluto para su dominación ante el
arrollador empuje de los trabajadores. Para ello necesitaban el
compromiso de los dirigentes obreros con su proyecto de reforma política
y con sus planes económicos ante la aguda crisis capitalista.
El potente proceso de luchas que llegó hasta 1977 (y que se prolongó
hasta 1979) logró importantes conquistas laborales, pero no consiguió
estabilizarlas. Con la derrota política del movimiento de masas, la
burguesía se dispuso a retomar con creces lo que se había visto obligada
a conceder. El paro se hizo masivo y la inflación, unida a la
contención salarial, fue devorando los salarios. Mientras tanto, las
luchas, con el transcurrir del tiempo, acababan con frecuencia en
derrota, provocando el retraimiento de los trabajadores.
La confianza de los trabajadores y la juventud en los dirigentes de
los partidos de izquierda y de los sindicatos fue declinando, bajo los
golpes de la decepción por los resultados de su política de colaboración
de clases y por su confortable acomodación al nuevo régimen monárquico.
La afiliación política y sindical cayó en picado. En estas
circunstancias, los años siguientes fueron de claro reflujo de la
actividad política y sindical del movimiento.
El segundo gobierno Suárez y la aprobación los Estatutos de Autonomía
Ante la aguda crisis económica, la burguesía exigía medidas más
drásticas. Sin embargo, el gobierno encontró una respuesta social
importante durante el año 79, a pesar de la contención del movimiento
por parte de los aparatos políticos y sindicales.
Atrapada en esta contradicción, la política económica de la UCD
zigzagueaba entre una política inflacionista que aumentaba la cantidad
de dinero en circulación y otra deflacionista, con recorte del gasto
público y limitaciones al crédito para reducir una inflación galopante.
El malestar de la burguesía con el gobierno Suárez iba en aumento,
en paralelo a sus exigencias de una política resuelta contra las
conquistas de los trabajadores.[43]
En este contexto, en 1979 fueron aprobados los Estatutos de
Autonomía para Euskadi y Catalunya, consagrando la negación del derecho
de autodeterminación y sustituyéndolo por una gestión descentralizada de
competencias cedidas por el Estado a las burguesías nacionalistas
periféricas. El Gobierno adoptó la que se conoció como política de “café para todos”,
en un intento de diluir los reclamos soberanistas de las nacionalidades
históricas en un sinfin de autonomías con parecidas competencias.
En el País Vasco el 40% del electorado se abstuvo en el referéndum
estatutario, aunque esta vez sólo rechazaron el Estatuto la izquierda
abertzale y la extrema izquierda. En las elecciones autonómicas
catalanas y vascas, el PSOE sufrió un importante retroceso frente a las
opciones nacionalistas, pagando su giro españolista.
En Andalucía PSOE y PCE reclamaban que el Estatuto se rigiera por el
artículo 151 de la Constitución, como el vasco y catalán, en lugar del
artículo 143 que otorgaba menos competencias y daba menor “categoría” a
la Autonomía. Después de importantes movilizaciones, la pugna se saldó
con la convocatoria de un referéndum que derrotó duramente al gobierno
de la UCD, que había apostado por la abstención. El descrédito del
gobierno reforzó la crisis interna en la UCD y el descontento entre
sectores de la burguesía que le daban apoyo.
La intensificación de la actividad de ETA y de la ultraderecha
Con la clase trabajadora políticamente fuera de la escena, entre los
años 79 y 82, cobraron especial protagonismo los atentados de ETA y el
terrorismo de las bandas fascistas, que experimentaron una fuerte
intensificación.
En los años 76-77 se había producido un intenso debate en ETA sobre la conveniencia de abandonar la lucha armada[44].
La gran frustración política de una parte significativa de la población
vasca, la traición de la izquierda española, la feroz represión
policial y la aguda crisis social y económica contribuyeron a que la
línea militarista[45]se impusiera en ETA, que consolidaba el apoyo popular de un sector de la población vasca.
El terrorismo fascista (que había estado presente durante toda la
Transición como complemento de los cuerpos represivos del Estado,
alimentado por los sectores más ultras del aparato estatal) también
intensificó su actividad. Compuestas en su mayoría por policías o
guardias civiles e hijos de militares, las bandas fascistas actuaron
contra trabajadores, jóvenes y militantes de la izquierda abertzale e
incendiaron y destruyeron decenas de locales obreros y de la izquierda.
Pero, lejos de apelar a la movilización y a la autodefensa organizada
para aplastar estas bandas, los dirigentes reformistas hacían
llamamientos a la tranquilidad, a confiar en el Gobierno y a “no caer en
provocaciones”, envalentonando así más a los grupos fascistas y a la
represión policial
.
La conspiración golpista del 23-F
A principios de 1981 la UCD (el partido de los franquistas
“reformistas”) estaba políticamente acabado y era ampliamente impopular.
Suárez, que ya había agotado su misión, estaba aislado en el seno de su
propio partido y desacreditado entre los sectores decisivos de la
burguesía y del aparato de Estado, lo que le llevó a dimitir a
principios de febrero de 1981.
Fue en este contexto, en un momento marcado por atentados mortales
de ETA sobre mandos militares, que se produjo el 23-F, el intento de
golpe de estado más serio de los proyectados durante la Transición[46].
Mientras se votaba la elección de Calvo Sotelo como nuevo presidente de
gobierno, las Cortes fueron ocupadas por varias decenas de guardias
civiles a punta de metralleta, dirigidos por el teniente coronel Tejero.
Mientras, el general Milans del Bosch sacaba los tanques en las calles
en Valencia, imponiendo el “estado de sitio”, y en Madrid blindados de
la División Acorazada ocupaban las instalaciones de RTVE.
Los principales jefes militares estaban al corriente de la
preparación del golpe, con el rey a la sombra. El principal estratega
del golpe era el general Armada, miembro del círculo íntimo del rey y
recién nombrado por éste jefe operativo del Estado Mayor del Ejército.
Entre los principales instigadores del golpe existía un acuerdo para
constituir un gobierno de tipo bonapartista “blando” presidido por
Armada, compuesto por civiles y militares, al estilo del Directorio de
Primo de Rivera de 1923. Sólo que esta vez estaba prevista la presencia
de representantes del PSOE, UCD e incluso del PCE[47], y debía contar con el visto bueno del Congreso de Diputados.
El rey mantuvo una actitud “ambigua” durante largas horas, hasta que a las 12 de la noche[48],
cuando salió en pantalla para pedir al pueblo “tranquilidad “ y a los
militares que se quedaran quietos y no siguieran a Tejero y a Milans. En
ese espacio de tiempo sucedió que el golpe “blando” previsto se frustró
porque Tejero y Milans (cuyo proyecto era un gobierno estrictamente
militar y abiertamente dictatorial) no se avinieron a la propuesta de
“gobierno de concentración”que les presentó Armada. Fracasado el golpe,
al rey sólo le quedaba desvincularse de él y llamar a “defender la democracia”.
La historia del 23-F es una de las páginas más vergonzosas de la
izquierda reformista española, que mostró la más servil sumisión a la
burguesía y al régimen monárquico: primero compinchándose con el rey en
el “golpe blando” de Armada, más tarde boicoteando descaradamente la
movilización y llamando a la calma y, finalmente, convirtiéndose en
pieza fundamental de una inmunda campaña mediática que, hasta el día de
hoy, atribuye al rey el papel de “héroe y salvador de la democracia
española”.
La agonía de UCD
El relevo de Suárez por Calvo Sotelo no salvó del derrumbe a la UCD.
Su descrédito ante los trabajadores se combinaba con la insatisfacción
entre el sector hegemónico de la burguesía[49]
que exigía una política más resuelta y que empezaba a apostar
mayoritariamente por una gran derecha articulada alrededor de la Alianza
Popular de Manuel Fraga en medio de la acelerada descomposición del
“Centro”.
El gobierno Calvo Sotelo, no obstante, cumplió algunas de las tareas
que la burguesía le exigía antes de desaparecer. A finales de 1981
impuso la entrada en la OTAN como parte del proceso de plena integración
de España en el orden capitalista occidental y europeo. Poco después,
al calor de la presión reaccionaria cuya máxima expresión había sido la
intentona golpista, aprobó la LOAPA, una ley que laminaba las
competencias de las autonomías.
La represión policial y las conspiraciones reaccionarias y fascistas
no disminuyeron y nuevamente la actitud de los dirigentes de la
izquierda institucional fue la de llamar a la calma frente a los ataques
fascistas y los crímenes de las fuerzas represivas, envalentonados ante
esa pasividad. Presos de ETA como Joseba Arregi murieron por torturas
de la policía. En mayo del 81 la guardia civil asesinó impunemente a
tres jóvenes en Almería. En marzo del 82, asesinó a dos jornaleros en
Cádiz. En el juicio del 23-F la justicia militar, con la complicidad del
gobierno, sólo emitió condenas severas para los principales inculpados
–Armada, Milans del Bosch y Tejero—, que diez años más tarde estaban en
libertad o en régimen abierto. A los pocos meses del juicio, cien
oficiales del ejército y de la Guardia Civil hicieron público un
manifiesto de solidaridad con los golpistas. En octubre del 82, en plena
campaña electoral, fue descubierta otra conspiración golpista para el
día anterior de las elecciones.
El triunfo electoral del PSOE en octubre de 1982 y la integración europea
La desintegración de la UCD mostraba el desgaste de la opción
política, surgida de las entrañas del propio franquismo, que había
recibido el respaldo mayoritario de la burguesía española para dirigir
el difícil tránsito de la dictadura franquista al règimen monárquico.
La bancarrota de la UCD reflejaba un proceso de polarización social.
El triunfo del PSOE se volvía ya inevitable. Tras años de crisis
económica y sucesivas derrotas de la clase trabajadora en ese terreno,
esa perspectiva electoral alimentó fuertes esperanzas de cambio entre
los trabajadores.
El PCE, por su parte, vio acentuarse su declive electoral, pagando
con una profunda crisis su decisiva contribución a la burguesía. Su
constante giro a la derecha, que tomó cuerpo en el llamado eurocomunismo[50], lo sumió en una crisis permanente con expulsiones, escisiones y abandono masivo de militantes desengañados.
La victoria electoral del PSOE el 28 de octubre de 1982 fue
aplastante, con más de diez millones de votos y una amplísima mayoría
parlamentaria de 202 diputados sobre 350. La socialdemocracia volvía al
gobierno, cincuenta años después, por la vía parlamentaria. La
constitución del Gobierno Felipe González vino a constituir el cierre de
la Transición y el inicio de una nueva etapa en la historia reciente.
En los años siguientes, el gobierno del PSOE volvería a mostrarse como
el gobierno de la burguesía y del rey, dispuesto a imponer los planes
más duros, explotando la confianza que en ellos depositaban las masas
trabajadoras y frustrando sus anhelos.
Sólo una organización con ese grado de influencia podía desatar la
durísima ofensiva contra los trabajadores que representó la reconversión
industrial de sectores económicos hasta entonces decisivos, como lo
altos hornos y los astilleros navales, con una alto grado de
organización y combatividad obrera. La fuerte derrota sufrida por los
trabajadores (facilitada por el papel de la burocracia sindical, que
mantuvo aisladas las movilizaciones de respuesta, y por las altas
indemnizaciones y prejubilaciones concedidas) puso la puntilla al
ascenso que se había abierto con la agonía del franquismo y despejó de
manera definitiva, de la mano de una fuerte ofensiva neoliberal, el
camino de la integración europea del capitalismo español, cumpliendo los
designios de la burguesía.
Algunas conclusiones mirando al futuro
Las revoluciones se dan en circunstancias históricas excepcionales
en que los trabajadores y oprimidos irrumpen por millones a la vida
política, los aparatos del estado capitalista se desmoronan y se plantea
el gran problema de quién debe mandar en la sociedad: el problema del
poder. En el Estado español se daban los ingredientes para que pudiera
desencadenarse un proceso revolucionario: un régimen en crisis terminal,
una burguesía desconcertada y dividida y un desbordante movimiento
obrero y popular, consciente de su poder y de la debilidad del enemigo.
Si en el Estado Español no se derrocó al franquismo y se puso en marcha
una revolución fue porque el movimiento resultó traicionado y porque los
revolucionarios no tuvimos suficiente fuerza para neutralizar la
traición.
La sublevación militar-fascista de 1936 fue el instrumento de la
burguesía española para aplastar el proceso revolucionario que las masas
trabajadoras habían ido labrando desde la instauración de la II
República, combinando sus reivindicaciones más elementales, las demandas
democráticas y las socialistas. El franquismo salvó a la burguesía
española mediante el exterminio del movimiento obrero organizado y la
superexplotación de la clase trabajadora. Pero no resolvió ninguno de
los problemas históricos del capitalismo español. Todas las viejas
reivindicaciones democráticas que la burguesía había sido históricamente
incapaz de resolver (forma de Estado, autodeterminación de las
nacionalidades, reforma agraria, separación Iglesia-Estado), que el
franquismo ahogó en sangre y represión durante 40 años, volvieron a
aflorar durante el declive y la descomposición del régimen.
Tres décadas después de aprobarse la Constitución monárquica de
1978, el régimen surgido de de la reforma pactada del franquismo muestra
su podredumbre. Tras el final abrupto de 14 años de “milagro español”,
lo que ofrece el capitalismo español y su régimen son corrupción, paro
masivo, desigualdad social, empobrecimiento de millones de hombres y
mujeres, impunidad para los poderosos y falta de futuro para la
juventud. Las proclamas sociales de la Constitución, como el derecho al
trabajo o la vivienda, han demostrado ser puro papel mojado, mientras
las viejas tareas democráticas, comenzando por el derecho de las
nacionalidades oprimidas a su autodeteminación, reclaman toda su
vigencia.
Vivimos momentos difíciles, aplastados por la crisis y por la enorme
dificultad de organizar la respuesta, ahogada por una burocracia
sindical privilegiada entregada al capital y al régimen monárquico y
trabada por el tremendo retraso en la reorganización de la izquierda
sindical y política. El resurgimiento del movimiento que ha de acabar
con el régimen y con el capitalismo deberá pasar cuentas por la traición
de la Transición y, para ello, sacar las lecciones de este período
fundamental de nuestra historia reciente. Sin ello, no lograremos
construir la dirección revolucionaria necesaria para triunfar.
Barcelona, septiembre de 2008
[1]
El movimiento pasó de 171.000 jornadas de huelga entre 1964-1966 a
1.548.000 en el período 1973-75.Entre los años 1976-1978 alcanzó la
espectacular cifra de 13.240.000 jornadas de huelga, casi 10 veces más
que en los dos años anteriores.
[2]
La CNS, también llamada Sindicato Vertical, era el sindicato del
régimen. Manejado por funcionarios falangistas, se integraba en el
aparato de Estado y tenía como misión controlar a la clase trabajadora e
impedir cualquier desarrollo sindical independiente. La afiliación de
los trabajadores era obligatoria y de ella formaban parte patronos y
obreros. Durante mucho tiempo, los representantes de los trabajadores en
las empresas, llamados enlaces o jurados, fueron seleccionados por los
funcionarios verticalistas, de acuerdo con los patronos, entre los
trabajadores más reaccionarios y más dóciles.
[3]
Muchos obreros murieron por disparos de la policía, se produjeron
numerosísimas detenciones, encarcelamientos y despidos por participar en
huelgas, reuniones ilegales o manifestaciones. La represión alcanzó en
1972 a la dirección de CCOO con Marcelino Camacho al frente, cuyos
integrantes fueron juzgados y condenados en el llamado Proceso 1001, en
medio de un amplio movimiento internacional de solidaridad exigiendo su
libertad y el fin de la dictadura.
[4]
Aunque un sector minoritario de la clase dominante y de los aparatos de
estado del franquismo, con un papel relevante en sectores de la
jerarquía militar, se oponían sin embargo a cualquier cambio. Eran los
llamados “ultras”.
[5]
La Europa capitalista y occidental del momento, con Alemania y Francia a
la cabeza, era un espacio económico vital para los negocios de gran
parte del capital español, que aspiraba a ingresar en la Comunidad
Económica Europea y que tenía estrechos lazos económicos con esos
imperialismos que, junto al norteamericano, habían realizado importantes
inversiones productivas en España a partir de mediados de los años 50
(automoción, industria química…), aprovechando las altas tasas de
ganancia que obtenían explotando una mano de obra sensiblemente más
barata y sin derechos. La caída de los régimenes bonapartistas
dictatoriales de Portugal y Grecia, especialmente del primero, hicieron
ver a esos imperialismos la necesidad de una “apertura democrática” del
régimen dictatorial para prevenir un estallido revolucionario.
[6]
La revolución portuguesa iniciada el 25 de abril de 1974 con la
rebelión de sectores del ejército en los cuarteles y de los trabajadores
en las calles derribó la dictadura salazarista y dio paso a una
situación revolucionaria que puso a la orden del día el problema del
poder, con la clase trabajadora empezando a construir organismos de
doble poder en los centros de trabajo y los barrios. Sin embargo, la
acción combinada de las principales organizaciones de la izquierda
portuguesa, especialmente del Partido Comunista (aliado al Movimiento de
las Fuerzas Armadas –MFA-) y del Partido Socialista (defensor de una
salida parlamentaria “clásica”) permitió la reconstrucción del Estado y
la continuidad del orden capitalista.
[7]
La UGT, como el PSOE, jugaron un papel muy secundario durante la lucha
antifranquista. Fue en la Transición con el apoyo de la socialdemocracia
internacional (especialmente de la alemana y de los petrodólares
venezolanos de Carlos Andrés Pérez) y con la colaboración de sectores
reformistas del franquismo (que veían en ellos la posibilidad de limitar
la aplastante hegemonía del PCE y CCOO en el movimiento obrero) que
recuperar aron su histórica ascendencia sobre la clase trabajadora
española.
[8]
El PCE era al final de la dictadura el partido más implantado y, con
diferencia, el más influyente en el movimiento obrero, agrupando a una
parte mayoritaria de los activistas. Su papel dirigente en CCOO le
aseguraba el control sobre los sectores más importantes de la clase
obrera y le permitía crecer en militancia e influencia. Esta
implantación en los centros de trabajo se combinaba con su inserción en
los barrios obreros a través de las Asociaciones de Vecinos. El PCE
contaba con una valerosa columna vertebral de cuadros y militantes
abnegados que consideraban el “partido” como la razón vital de su
existencia y a sus jefes como a un verdadero dios. Muchos de ellos
sufrieron encarcelamientos, torturas y cayeron víctimas de la represión.
[9]
Ya en la inmediata posguerra, en 1942, Carrillo proponía una “monarquía
parlamentaria” para España, de la mano de D. Juan, el padre de Juan
Carlos. En 1956 la dirección del PCE llamaba solemnemente a la “reconciliación nacional” con
el régimen franquista, ofreciendo sus servicios a los católicos y
monárquicos disidentes para una “restauración pacífica del
parlamentarismo”.
[10] En Catalunya ya en 1971 se había constituido la interclasista Assemblea de Catalunya,
resultado de reuniones preparatorias entre representantes del PSUC, las
diferentes familias socialistas y CCOO, con la oposición burguesa
catalanista y liberal. El 7 de noviembre, unos 300 delegados se
reunieron secretamente en Barcelona en el acto constituyente.
[11]
En Madrid estallaron huelgas en el metal, metro, correos, telefónica,
Renfe y cientos de empresa del cinturón industrial. El gobierno
militarizó el metro y correos.
[12] Sólo en el mes de enero se “perdieron” 21 millones de horas trabajo por huelgas en el todo el Estado.
[13]
Las principales reivindicaciones eran: subida salarial de 5.000 pesetas
lineales que rompían los topes salariales del gobierno, jornada semanal
de 40 horas y jubilación a los 60 años con el 100% del salario.
[14] El entonces ministro del gobierno José María de Areilza, conde de Motrico, escribió en su diario por aquellas fechas: “O acabamos en golpe de Estado. O la marea revolucionaria acaba con todo” (Memorias de la Transición).
[15]
Como ocurre en las situaciones revolucionarias o prerevolucionarias, la
tropa amenaza con rebelarse y los otros cuerpos represivos como la
policía y la guardia civil empezaban a dividirse. El surgimiento en 1974
de la Unión Militar Democrática entre sectores de la oficialidad del
ejército mostraba la división en el seno de la propia oficialidad.
[16]
El cinturón industrial de Madrid volvió a estar prácticamente
paralizado durante el mes de junio. El reguero de huelgas y
movilizaciones se extendió prácticamente a todos los sectores laborales
del Estado: metal, transportes, construcción, enseñantes, sanidad,
jornaleros y pescadores andaluces…
[17]
“Los blancos de los neonazis revelaban cuál era su función en la crisis
continuada del réagimen. Asimismo ayudaban a explicar por qué las
fuerzas del orden cerraban los ojos continuamente. Los comandos ultras
llevaban a cabo lo que un estado que pretendía ingresar en el Mercado
Común Europeo no podía hacer por sí mismo sin ponerse en situaciones
delicadas”. (Paul Preston, La agonía del Franquismo”).
[18]
Los asesinos nunca fueron juzgados y más tarde se supo que miembros del
propio gobierno los habían financiado y que estaban implicados sectores
militares y policiales. Como en los hechos de Vitoria, Fraga, que por
aquel entonces profirió la célebre frase “la calle es mía”, continuaba
siendo el Ministro de Gobernación.
[19] Preston hace la siguiente caracterización: “con
un gobierno formado por elementos ligados a los sectores más
progresistas del capitalismo español, Suárez decidió rápidamente
establecer planes para una democratización más profunda” “La
principal ventaja de Suárz era que, como antiguo secretario general del
Movimiento, podría ser capaz (…) de utilizar al sistema contra sí mismo”
(Paul Preston, La agonía del Franquismo).
[20] En Euskadi se convocaron dos huelgas generales en septiembre.
[21]
El balance sangriento y represivo del primer aniversario de la
monarquía fue de 30 trabajadores y jóvenes asesinados por la policía y
las bandas fascistas, además de cientos heridos y varios miles de
detenidos.
[22]
Esta cifra representó la mayor movilización obrera desde la época de la
República, a pesar de haber sido convocada pocos días antes del 12 de
noviembre, de manera que la convocatoria llegó a las bases sin tiempo
material de preparación. También se movilizaron por esas fechas los
autobuses urbanos de Madrid y los trabajadores de la enseñanza.
[23]
Antes, el 8 de septiembre, Suárez había presentado el proyecto ante un
grupo de oficiales de alta graduación pidiéndoles su “apoyo patriótico”.
Suárez gozaba del apoyo del rey por lo que sus planes fueron aceptados
por los militares, que insistieron en que el PCE debía ser excluido de
cualquier futura reforma. El vicepresidente para Asuntos de la Defensa,
general Díaz de Mendívil, dimitió en desacuerdo con el proyecto, bajo
rumores de golpe de estado.
[24]
El PCE ya había renunciado en aquel entonces a la “ruptura democrática”
con el régimen franquista y aceptaba la “ruptura pactada”. Ahora se
trataba para él de alcanzar un acuerdo con el gobierno Suárez con el fin
de lograr la formación de un gobierno provisional parecido al del Pacto
de San Sebastián de 1930, que preparase elecciones libres para formar
unas Cortes constituyentes, pero sin entrar en confrontación abierta con
las instituciones estatales franquistas.
[25]
El PSOE era un partido minoritario con unos pocos miles de militantes a
la muerte de Franco. En 1972 se había producido una escisión con los
socialistas del exilio (los “históricos”) que colocó al partido
formalmente más a la izquierda, de manera que se presentaba como una
fuerza a la izquierda del PCE carrillista. En el Congreso de Suresnes de
1974, el nuevo PSOE recibió el reconocimiento formal de la
Internacional Socialista, dirigida por la socialdemocracia alemana, que
fue preparando al partido, junto a la nueva dirección de Felipe
González, para “asumir sus responsabilidades” ante la agonía del
franquismo.
[26]
Blas Piñar representaba la resistencia del aparato franquista a
cualquier cambio. Estos sectores eran conocidos como el “búnquer” por su
inmovilismo. Reflejando el sentimiento de este sector del franquismo,
Luis María Ansón arremetía en ABC contra los sectores franquistas
partidarios de la “reforma”: “Las ratas están abandonando el barco
del régimen (…). La cobardía de la clase gobernante española es
realmente vergonzosa (…), ya se ha llegado al sálvese quien pueda, a la
rendición incondicional”.
[27] El XXVII Congreso del PSOE aún recogía el objetivo de “la
superación del modo de producción capitalista mediante la toma del
poder político y económico y la socialización de los medios de
producción, distribución y cambio por la clase trabajadora”y
derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas. Pero en
el terreno práctico, resolvió presentarse a las elecciones previstas
por Suárez para los meses siguientes, a pesar de que no estuviera
legalizado el PCE y los otros partidos de izquierda y nacionalistas y de
que iban a ser convocadas por un gobierno antidemocrático. Con ello
aceptaban como legítima la reforma propuesta por el aparato y el “rey franquista” (“No al rey impuesto” y “no al rey franquista” habían sido consignas habituales de oposición al rey en la prensa de los partidos de izquierda a la muerte de Franco).
[28]
Durante la transición fueron una constante las acciones armadas y
secuestros por parte de grupos armados de izquierda como el GRAPO o el
FRAP, sin que deba excluirse la infiltración de agentes provocadores del
régimen. Se sabe con certeza, por ejemplo, que el atentado de la sala
de fiestas Scala de Barcelona en enero del 78 fue un montaje policial,
con altas responsabilidades en el aparato estatal (Martín Villa), que
supuso un durísimo golpe para una CNT que intentaba reconstruirse en
medio de agudas pugnas internas,.
[29]
Con ello se daba mayor representación a las zonas menos pobladas en
detrimento de las grandes zonas urbanas de composición mayoritariamente
obrera, al tiempo que se creaba un filtro conservador permanente a las
iniciativas legislativas procedentes del Congreso.
[30]
La ley establecía que “quedan amnistiados… todos los actos de
intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado… realizados
con anterioridad al 15 de diciembre de 1976”, “quedan comprendidos en la
amnistía los delitos y faltas que pudieran haber cometido las
autoridades, funcionarios y agentes del orden público…”.
[31]
La ley de Relaciones Laborales de abril de 1976, aprobada en el
momento de mayor crisis política del régimen, debió reconocer el mayor
nivel conocido de garantías de derechos conquistados por los
trabajadores: la decisión de reincorporarse al puesto de trabajo en caso
de despido improcedente quedaba en manos del trabajador y la
indemnización por despido era de 60 días por año trabajado, con un tope
de 60 mensualidades y un mínimo de seis. Seis meses después, bajo
presión patronal, el gobierno Suárez suspendió en octubre el artículo 35
de la ley, eliminando la readmisión obligatoria en caso de despido
improcedente y reduciendo las indemnizaciones. En marzo del 77 el
gobierno aprobó un decreto que es, de hecho, la primera contrarreforma
laboral: consagraba la supresión del artículo 35 e instauraba el despido
objetivo individual y la reestructuración de plantillas. Como
contrapartida, se reconocían por primera el derecho de huelga (y el
cierre patronal) y la protección de la actividad sindical de los
trabajadores.
[32]Los
Pactos de la Moncloa establecieron que los incrementos salariales
pasarían a calcularse según la inflación prevista por el gobierno y no
en función del IPC real del año anterior, como se venía haciendo hasta
entonces. En el caso concreto de los topes salariales para 1978, la
inflación del año anterior era del 26’4%. No obstante, como el Gobierno
tenía prevista una inflación del 20%, los salarios no podían superar
este porcentaje en más de dos puntos, por deslizamientos de antigüedad y
aumentos de categoría. Es decir, que los trabajadores debían aceptar
resignadamente la pérdida del 6’4% de su poder adquisitivo para llenar
los bolsillos de sus patronos. La aplicación de este criterio desde
entonces, con una inflación decreciente (desde el 26,4% en 1977 hasta
los niveles que oscilan del 2% al 4% en los últimos años) ha supuesto un
expolio de los salarios en beneficio del capital y arroja una pérdida
de un 20% del poder adquisitivo de los salarios en los últimos 25 años.
[33] Carrillo afirmaba que “con estas medidas, en 18 meses acabaremos con la crisis”.
La realidad, sin embargo, fue que al cabo de ese tiempo el paro
superaba el millón y medio de trabajadores y el poder adquisitivo de los
salarios se había reducido en más del 10%.
[34]
En esta época se empezó a consolidar la incipiente burocracia de los
sindicatos como aparatos de poder dispuestos a impedir cualquier
disensión seria que amenazara sus privilegios. A raíz de la aceptación
de los Pactos de la Moncloa se generó un amplio movimiento interno de
oposición en CCOO que acabó en muchos casos con expulsiones de
dirigentes y secciones sindicales enteras.
[35]
La reivindicación de autonomía para Andalucía no se relacionaba tanto
con un sentimiento nacional sino con el repudio a la marginación
económica y social andaluza y con las demandas sociales más sentidas:
reforma agraria, regreso de los inmigrantes, acabar con el analfabetismo
y el paro.
[36] El número de trabajadores que hicieron huelga en 1978 fue de 3’8 millones, el 32% de los asalariados.
[37]
El número de huelguistas fue de 5’7 millones, casi el 60% del total de
asalariados, a razón de 171 horas de trabajo por cada huelguista.
[38]
La estructura de poder municipal franquista se mantuvo hasta esa fecha.
La corrupción y el despilfarro, junto a la degradación y marginación de
los barrios obreros, habían forjado en la última etapa del franquismo,
bajo el impulso de los partidos de izquierda, con especial protagonismo
del PCE, un movimiento vecinal con un fuerte arraigo social, organizado
en Asociaciones de Vecinos, que constituían auténticos órganos de poder
popular donde muchas mujeres trabajadoras jugaron un importante papel.
[39]
La indemnización por despido improcedente pasaba de 60 días por año
trabajado con un tope de 5 anualidades a 45 días con un máximo de 3
anualidades y media, se reforzaba el poder empresarial mediante las
movilidad funcional y geográfica, la flexibilidad de horarios y
calendario, se afirmba el poder absoluto del empresario en la
organización del trabajo…, además de no regular a algunos colectivos
laborales como los empleados públicos, empleadas de hogar…
[40]
En la etapa final del franquismo y los primeros años de la transición
el movimiento estudiantil tuvo un gran protagonismo. La agitación en las
universidades españolas venía de lejos. De hecho había sido
intermitente desde 1956 y prácticamente endémica desde 1962. A partir de
1968 la situación de crisis había alcanzado un punto tal que la
ocupación policial de los campus universitarios era casi permanente.
[41] El País describía así la situación el 11 de diciembre de 1979: “Por
primera vez, posiblemente, desde la restauración de la vida democrática
de España, fuertes conflictos afloran a la calle por una vía
absolutamente ajena al parlamentarismo o a la legalidad vigente. Viejos
gritos, tantas veces escuchados en este país durante décadas, como
“Dimisión del gobernador civil”, “No a las medidas represivas” o “Fuera
policía”, son coreados estos días por los estudiantes madrileños. La
tensión recuerda la conflictividad habitual universitaria en tiempos del
franquismo”.
[42]Yolanda
militaba en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), antecesor
del PRT y miembro de la Liga Internacional de Trabajadores (LITci).
[43] La economía crecía un 0’5%, la inflación era del 16% y el paro se situó en el 20% de la población activa.
[44]
Una rama de la organización, la político-militar (los “polimilis”)
acabó más tarde abandonando la lucha armada y transformándose en partido
político (Euskadiko Eskerra), integrándose en el marco institucional y
acabando años más tarde en el seno del PSOE. Anteriormente, a primeros
de los 70 se había dado la ruptura de ETA VI Asamblea, que abandonó la
estrategia de la lucha armada, aunque en este caso para acercarse al
trotskismo, dando lugar al congreso de unificación LCR-ETAVI en
diciembre de 1973.
[45] En el período 1978-81 los muertos por atentados de ETA fueron 265, mientras que en el período 74-76 había sido de 63.
[46]
La historia de la Transición es también la historia de intentonas
golpistas frustradas, rumoreadas o imaginadas. Los rumores fueron
constantes y el “ruido de sables” se convirtió en el gran
argumento de los jefes del PCE y del PSOE para llamar a la moderación y
la calma y justificar su colaboración con la burguesía y los franquistas
“reformistas”. La principal operación golpista previa al 23-F fue la
“Operación Galaxia”, descubierta en 1978 y en la que participaron, entre
otros, oficiales ultraderechistas como Tejero y Saenz de Ynestrillas,
que después tomarían parte en el 23-F.
[47]
Posteriormente se supo que unos días antes del golpe se había producido
una entrevista entre el general Armada y el dirigente del PSOE Enrique
Múgica, donde éste último se mostraba partidario de un “gobierno fuerte”
de “salvación” que incluyera a miembros del PSOE, UCD (y del propio
PCE). Declaraciones a favor de un gobierno de “concentración nacional”
habían sido hechas también por Felipe González y el propio Santiago
Carrillo se mostraba “comprensivo” ante esta posibilidad.
[48]
Ha habido intentos de justificar este retraso argumentando que la
televisión estuvo ocupada por los sublevados hasta primeras horas de la
noche, olvidando que el palacio de la Zarzuela tiene su propia
estructura autónoma de televisión.
[49]
La inflación era en esos momentos del 15%. La peseta había sufrido una
nueva devaluación y el déficit público rondaba el billón de pesetas. El
desempleo seguía creciendo y por primera vez había superado los dos
millones de parados. A pesar de que los salarios reales habían seguido
disminuyendo y el gobierno había firmado un nuevo pacto social (el
Acuerdo Nacional para el Empleo), la burguesía había perdido
definitivamente la confianza en la fragmentada UCD como instrumento útil
para sus planes.
[50]
El eurocomunismo fue la versión final del estalinismo en Europa
Occidental, que protagonizaron los PC de Francia, Italia y España. Con
él, estas organizaciones se alejaban oficialmente de la doctrina de la
URSS, abandonaban vierjas referencias formales como la Dictadura del Proletariado
, adoptaban sin ambages la ideología y el programa al parlamentarismo
burgués y se sometían expresamente a las exigencias fundamentales de sus
respectivas burguesías nacionales. Con ello no hacían otra
cosa que ajustar plenamente sus planteamientos teóricos a la práctica de
colaboración de clases de décadas, tomando oficial y resueltamente un
camino reformista nacional.
Fuente → kaosenlared.net
No hay comentarios
Publicar un comentario