Diego Martínez Barrio, el ilustre y olvidado republicano
Diego Martínez Barrio, el ilustre y olvidado republicano
Diego Martínez Barrio, el ilustre y olvidado republicano Salvador Martín Expósito París, 14 de abril de 1946. En u...
Diego Martínez Barrio, el ilustre y olvidado republicano Salvador Martín Expósito
París,
14 de abril de 1946. En una lujosa residencia de la Avenida de Poincaré
se celebra una fastuosa conmemoración, el quince aniversario de la
proclamación de la Segunda República Española. Terminados los efluvios
característicos de una fiesta con numerosas personalidades, tanto
extranjeras como españolas, el protagonista de nuestra historia escribía
en su diario la siguiente reflexión:
Mal haríamos los republicanos achacando nuestras
desgracias únicamente a la acción de nuestros adversarios. Mal haríamos
si fuéramos incapaces de reconocer nuestros propios errores. Ocho meses
después de instaurado el régimen republicano se rompieron las treguas
políticas, y cada partido quiso hacer una República a su hechura y
semejanza… Sobre la cumbre del Estado se desató la lucha iracunda de
quienes querían galopar hacia lo desconocido y quienes procuraban
sestear en las frondas del pasado. Extendida la enfermedad por el cuerpo
social, la izquierda organizó una sedición popular y la derecha una
rebelión militar. Así, entre Escila y Caribdis, navegó el bajel
republicano hasta 1936…
Con esta elocuencia plasmaba el ya anciano don Diego Martínez Barrio,
desde el exilio o como gustaba llamar, «su destierro», una visión
cubierta por la amargura de lo que pudo ser y nunca llegó a suceder, la
salvación de la República. Aquella por la que tanto luchó desde joven
tanto en los círculos republicanos como en las logias masónicas de su
amada Sevilla. Una trayectoria vital que le llevaron a ser uno de los
más afamados referentes políticos durante los años treinta.
Ese
régimen ansiado por el republicano respetado de izquierda a derecha de
forma unánime, solo pedía algo que ahora nos puede parecer sencillo,
pero que en el mundo de entreguerras era una quimera: la defensa de los
ideales democráticos bajo el gorro frigio republicano como símbolo de
libertad, igualdad y fraternidad, valores que el sevillano Diego
Martínez Barrio verá quebrarse ante la impotente mirada de quien tantos
esfuerzos hizo por asentar en su amada patria, España.
El objetivo
de este artículo es acercarnos a una figura olvidada de la memoria
colectiva, que no de la historia, gracias a las investigaciones del
catedrático de Historia Contemporánea Leandro Álvarez Rey,
que puso luz a un referente del republicanismo histórico amen de uno de
los sevillanos más ilustres que no figura en el recuerdo vivo de sus
conciudadanos. Entienda el lector/a que ilustre es aquel que llegó
alcanzar las tres altas magistraturas del Estado (presidente de las
Cortes, presidente del Gobierno y presidente de la República), a pesar
de sus humildes orígenes en una ciudad atrasada social y económicamente
como era la Sevilla de finales del XIX e inicios del siglo XX.
Infancia y juventud
Nacido
en Sevilla el 25 de noviembre de 1883, a las dos y media de la
madrugada, en una casa situada en el número 4 de la Plaza de la
Encarnación. Se crio en el seno de una familia modesta, su padre, Juan Manuel Martínez Gallardo, de profesión albañil, era del pueblo sevillano de Utrera y su madre, Ana Barrios Gutiérrez,
vendedora en el mercado de la plaza de la Encarnación era natural de
Bornos (Cádiz). Se le conoce un hermanastro, por parte de madre, fruto
de un matrimonio anterior del que enviudó.
Diego Martínez Barrios
—aunque él siempre quiso que se le llamase por Barrio—, como era
costumbre en las familias obreras de la época, comenzó a trabajar de
aprendiz en diversos oficios, ganándose la vida desde muy joven, con más
razón si cabe teniendo en cuenta que con tan solo once años quedó
huérfano de madre.
Trabajó de panadero, pasando por el oficio de
impresor, tipógrafo y auxiliar administrativo de un procurador. Pasado
el servicio militar consiguió colocarse de empleado en el Matadero
Municipal de Sevilla. Años en los que ya comenzaba el bueno de don Diego
a labrar «la obra de mi autoeducación». Cumplidos los cuarenta años
montó, con ayuda de amigos masones, la imprenta Minerva, situada en su
propio domicilio de la sevillana calle Lirio nº 5.
Ya por entonces
era el líder indiscutible del incipiente republicanismo sevillano, pero
antes tuvo tiempo de militar en el anarquismo. A pesar de la ya citada
formación autodidacta, a través de las lecturas históricas, novelas y
periódicos, nuestro protagonista era un excelente orador que
participaba, siendo un adolescente, en mítines y reuniones anarquistas
con publicaciones de varios artículos en semanarios donde plasmaba su
pensamiento ácrata y revolucionario. Sin embargo, desde 1903-1904 el
anarquismo sevillano entró en decadencia por la dispersión de sus
militantes y fue entonces cuando Martínez Barrio puso fin a su «pecado
de juventud» y comenzó su idilio vital con los ideales de la democracia
republicana.
La forja de un republicano
La
trayectoria de Diego Martínez Barrio en el republicanismo es una
historia de éxito personal, ya que, como indicamos anteriormente, llegó a
serlo todo durante los años de la Segunda República. Corría el año 1905
cuando tuvo un impulso «sentimental y romántico» que acabaría
llevándole tras los pasos del republicano Alejandro Lerroux,
el «Emperador del Paralelo», famoso demagogo agitador de masas
populares en los barrios marginales de Barcelona como el Paral·lel, que
abanderaba el republicanismo durante los años de la Restauración
Borbónica.
Sus primeros años de militancia republicana no le
trajeron pocos infortunios. En 1907, a pesar de estar en la reserva,
pero al fin y al cabo estando bajo disciplina militar, fue procesado por
realizar propaganda subversiva y ese mismo año sufriría dos meses de
calabozo en algunos cuarteles andaluces, además de ser procesado hasta
en treinta ocasiones por verter opiniones contra la monarquía
constitucional de Alfonso XIII.
Huelga decir que,
a pesar del régimen constitucional de 1876 y la aprobación del sufragio
universal masculino a fines del XIX, la monarquía alfonsina mantuvo un
sistema supuestamente liberal y democrático bajo los pilares de la
corrupción electoral y la influencia de los caciques rurales.
Pese
a todo, a la altura de 1908, cumplidos los veinticinco años, Martínez
Barrio fue elegido por vez primera concejal del Ayuntamiento de Sevilla,
afianzándose de ahí en adelante como el líder del republicanismo
lerrouxista en la Baja Andalucía, a la par que iba reorganizando la
masonería sevillana y andaluza. Tras algunos conflictos en el seno del
republicanismo local, durante la década de los años diez quedó apartado
de las instituciones sevillanas, pero llegado el año 1920 fue de nuevo
elegido como concejal en una candidatura que unía a todas las fuerzas
republicanas de la provincia.
Sin embargo, su renovado impulso se vio truncado con el golpe de Estado protagonizado por el general Miguel Primo de Rivera
y la consiguiente instauración de una dictadura militar que, amparada
por la Corona, censuró a todos los partidos políticos y ordenó de forma
fulminante el cese de los ayuntamientos.
Referente de la masonería andaluza
Durante
los años de la dictadura primorriverista, Martínez Barrio fue
consolidando su posición como uno de los masones más relevantes del
panorama andaluz y español. A los veinticuatro años inició su andadura
en la masonería ingresando en la Logia Fe de Sevilla, adoptando el
nombre de Justicia, que años más tarde cambiará por el de Vergniaud, en
referencia a uno de los líderes moderados de la Revolución Francesa, un
guiño quizás a su propia evolución ideológica.
En 1915 obtuvo su
primer éxito como masón al conseguir unificar a todos los talleres
sevillanos en una única entidad, la Logia Isis y Osiris, que estaba
adscrita a la Federación Masónica del Grande Oriente Español.
Estas
logias masónicas funcionaban como círculos donde poder compartir ideas y
experiencias culturales fundamentalmente adscritas al republicanismo
democrático y liberal, aunque durante años, el franquismo se encargase
de que esta fuese vista como un nido de «conspiradores judeizantes y
marxistas». Nada más alejado de la realidad.
Las logias cumplían
con su misión: difundir los valores republicanos durante los años de la
monarquía y, con más ímpetu, desde la clandestinidad durante la
dictadura militar de los años veinte, década que sirvió para catapultar a
nuestro protagonista así como a su partido —Partido Republicano
Radical— y logia en los referentes del republicanismo sevillano y
andaluz que estaba ya preparando su asalto al poder.
Y por fin ¡llegó la República!
Llegaba
el año 1930 y Primo de Rivera era invitado por Alfonso XIII a dimitir
del poder ejecutivo. La monarquía se veía presa del apoyo que había
otorgado al dictador y decidió emprender una huida hacia delante con la
pretensión de una vuelta a la normalidad constitucional, colocando para
tal misión a otro militar, el general Dámaso Berenguer.
Esta etapa, conocida como la Dictablanda, no consiguió tal objetivo.
Mientras, en España crecía como la espuma el fervor republicano, que
quedó perfectamente expresado en la sentencia que el filósofo Ortega y Gasset publicó en El Sol en su famoso artículo «El error Berenguer»: «Delenda est Monarchia».
El
republicanismo estaba cogiendo forma y más si cabe tras el pacto de San
Sebastián firmado en agosto de 1930. Un acuerdo que proyectaba un
manifiesto revolucionario en el que Martínez Barrio, inserto plenamente
en esa Alianza Republicana, debía encabezar en Andalucía el
levantamiento antimonárquico. Tras el fracaso estrepitoso de los planes
golpistas que los republicanos llevaron a cabo —sublevación de Jaca en
diciembre de 1930— nuestro protagonista tuvo que huir del país hacia
tierras galas, un presagio desalentador de lo que el futuro le
aguardaba.
Desde su exilio de Hendaya, don Diego ya advertía que
el monarca estaba «herido de muerte» y que era cuestión de meses la
llegada de la ansiada República en España, y que esta debía formalizarse
a través de las elecciones municipales que el Gobierno de la monarquía,
dirigido por el almirante Aznar, había convocado para
el 12 de abril de 1931. Unas elecciones que como el propio Martínez
Barrio advertía eran «una manifestación plebiscitaria sobre la
continuación o licenciamiento de la monarquía».
Cuando los
comicios electorales arrojaron el resultado a favor de los republicanos
en las grandes ciudades, es decir, aquellas que estaban exentas de la
influencia de caciques rurales y el amaño electoral, se produjo lo
inevitable. Alfonso XIII, desprovisto de todo apoyo, entiende que debe
abandonar el país y así lo comunica a la nación. Era 14 de abril de
1931, se proclamaba la Segunda República Española y comenzaba una fiesta
popular en las calles de España, fundamentalmente protagonizada por las
clases populares que veían en el advenimiento republicano la panacea
que resolvería todas sus penurias existenciales.
Durante los
primeros meses de la joven república, Diego Martínez Barrio, firmante
del Pacto de San Sebastián, fue confirmado como ministro de
Comunicaciones del Gobierno Provisional de la Segunda República. Y como
advertimos anteriormente, su carrera política siempre fue en paralelo
con su proyección como masón, así como en el partido de Lerroux. De esta
forma, también fue nombrado gran maestre del Grande Oriente Español —la
más alta distinción de la masonería en España— y número dos del Partido
Radical.
Es aquí cuando decide hacer pausa a su agitada vida
madrileña y visitar su amada Sevilla, recibiendo de sus convecinos una
fastuosa bienvenida, como solo sabe hacer esta ciudad cuando quiere
agasajar a uno de los suyos. Y es que en 1931 don Diego era una de las
personas más influyentes del país. El Ayuntamiento le nombró —con el
voto a favor de los concejales monárquicos— hijo ilustre y predilecto de
la ciudad de Sevilla. Fue tal el homenaje que hasta sus rivales
políticos fueron a recibirlo, miembros de la patronal y hasta el
arzobispo de la ciudad, el cardenal Ilundain, famoso
por sus ideas cercanas al tradicionalismo, que fue personalmente a
mostrar sus respetos acudiendo al hogar de Martínez Barrio.
Francisco Largo Caballero, Diego Martínez Barrio y Manuel Azaña. (DP)
El republicano moderado
Conforme iba consolidándose como una de las figuras claves del
nuevo régimen, comenzó a mostrar disconformidad con los postulados más
radicales de sus colegas de gabinete, en el que, además de republicanos
de izquierda a derecha, también había una gran presencia de socialistas. Su
posicionamiento fue la defensa de una futura constitución que debía
alejarse del inmovilismo, que según él caracterizaba a las derechas
tradicionales, así como los extremismos del signo contrario. Una clara
convicción laicista que no debía interpretarse con vejaciones ni manías
persecutorias contra la Iglesia católica, al tiempo que hacía una
defensa de la familia perfectamente compatible con la implantación del
divorcio.
A pesar de militar en el Partido Radical, que ocupó el
centro político durante estos años, su republicanismo democrático tenía
una fuerte convicción social, algo que le situó siempre en el ala
progresista dentro del partido. Esto se veía en su defensa de la
propiedad privada —amenazada por la fuerte presencia entonces de
anarquistas y socialistas de índole revolucionaria— pero considerando
que esta estuviera subordinada a su función social. En el plano
territorial, otro de los temas candentes por entonces en España, apoyaba
el reconocimiento de las regiones históricas sin que ello supusiera un
perjuicio a la unidad española. En definitiva, el bueno de Martínez
Barrio preconizaba el establecimiento de una República democrática que
fuera ante todo eficaz, un Estado fuerte que fuese capaz de atraer y ser
amada por todos los ciudadanos.
Sin embargo, su posicionamiento
iba a ir reculando hacia posiciones más centralizadas ante las
decisiones que el Gobierno Provisional iba adoptando. A finales de 1931
abandona su función gubernamental y pasa a la oposición. En estos
momentos su peso en el Partido Radical aumenta, es sin lugar a dudas el
lugarteniente de Lerroux. Juntos iniciarían una fuerte oposición al
nuevo gabinete que se conformó una vez fue promulgada la Constitución de
1931, que ya dejó muchas grietas entre los propios republicanos.
El nuevo Gobierno presidido por Manuel Azaña
estuvo conformado por una coalición de republicanos izquierdistas y un
PSOE que entonces apostaba por la colaboración con la democracia
burguesa que defendía Indalecio Prieto. Precisamente
Martínez Barrio protagonizó grandes desencuentros con el socialismo,
fundamentalmente con los miembros más revolucionarios liderados por Largo Caballero.
Su
postura era clara, la República acabaría desbordada por la izquierda si
el PSOE no se apartaba del gobierno. Su oposición se hizo cada vez más
dura, ya que de forma permanente atacó sin remilgos las reformas
estrellas del gabinete republicano-socialista como fueron el proyecto de
Reforma Agraria y el Estatuto de Cataluña.
Durante aquel 1932,
Martínez Barrio iba sintiéndose cada vez más incómodo con la crispación
política de la que era participe directo, amén de las sospechas que
vinculaban al líder de su partido con el intento golpista que
protagonizó el general Sanjurjo en agosto de ese mismo
año desde Sevilla. Aun así, llegado el año 1933, su férrea labor
opositora no se vio reprimida, su nombre iba asociado al del
obstruccionismo parlamentario hacia todas las medidas que el gabinete
Azaña pretendía ejecutar. Llegó a calificar dicho gobierno como «una
verdadera dictadura que nada tiene que envidiar a la fascista». Una
postura que él mismo no tuvo reparo en considerar años más tarde como
equivocada.
Un hombre de Estado
Tras los
terribles sucesos de Casas Viejas (Cádiz) el Bienio
republicano-socialista cayó en desgracia, Azaña presentó su dimisión y
el presidente de la República, el conservador Niceto Alcalá Zamora,
nombró a nuestro protagonista ministro de la Gobernación en un gabinete
de transición formado exclusivamente por republicanos, que apenas duró
veintiséis días. Pero inmediatamente recibió de nuevo la llamada del
jefe del Estado para que el 9 de octubre de 1933 accediese a ocupar la
presidencia del Consejo de Ministros —actual presidente del Gobierno—
pero solo con un fin: disolver las Cortes y convocar elecciones
generales. De este modo Martínez Barrio ocupó de forma circunstancial
una de las más altas magistraturas estatales, y no sería la única.
Tras
unos comicios considerados como los más limpios de la Segunda
República, las derechas, al inicio noqueadas por el advenimiento
republicano y ahora perfectamente organizadas, ganaron las elecciones
bajo una coalición de católicos y agrarios integrados en la CEDA
liderada por Gil Robles. El Partido Radical obtuvo la
segunda posición en las Cortes, algo que no impidió al viejo republicano
Lerroux ser llamado por Alcalá Zamora para que formase un gobierno
presidido por él mismo, ya que no se fiaba de Gil Robles y su falta de
lealtad hacia la República.
El nuevo gabinete radical tendría el
apoyo parlamentario de los ciento quince diputados de la derecha
católica de Gil Robles. Martínez Barrio aceptó formar parte del gobierno
de Lerroux, al inicio como ministro de la Guerra —actual ministro de
Defensa— y posteriormente retomó la cartera de ministro de la
Gobernación. Fue entonces cuando comenzaron las fricciones con su
idolatrado líder Alejandro Lerroux, al que durante tantos años fielmente
siguió.
El andaluz no toleraba de buen grado la hipoteca que
suponía para el gobierno y su propio partido el apoyo de la CEDA, a la
que consideraba como el gran enemigo de la República. La ruptura
definitiva llegó en mayo de 1934. Martínez Barrio anunciaba a Lerroux
por escrito su salida del gabinete y su filiación del Partido Radical
¿Los motivos? Han sido muy debatidos, pero fundamentalmente su postura
frente a una acción gubernamental, que consideraba alejada de los
principios republicanos, en parte debido a la presión que ejercía la
CEDA y una relación demasiado intoxicada con el viejo líder republicano,
que en palabras del sevillano: «Lerroux quería deshonrarme, quería
comprometerme en alguna operación política deshonrosa, como fue después
la represión de Asturias. Por eso me fui». 1934 supuso un nuevo giro
político en su carrera. Rompía con Lerroux para acercarse a quien tanto
había criticado, Manuel Azaña.
La Unión Republicana
Llegando
a finales de 1934 parecía que el bueno de don Diego daba por concluida
su meteórica carrera política; nada más alejado de la realidad. En
septiembre de ese mismo año fundó su propio partido que estaría liderado
por él mismo. Según recogía El Liberal: «Este partido de Unión
Republicana es más que un partido, una soberbia excitación a la
fraternidad liberal democrática de España y al mantenimiento de la
constitución de 1931».
En efecto plasmó todas las esencias de su
pensamiento en la Unión Republicana, un partido democrático-liberal que
anhela la justicia social, el reconocimiento de la diversidad regional
siempre «dentro de la unidad indestructible de España». En definitiva,
se presentaba como el máximo defensor del orden constitucional y
sensible a las desigualdades sociales, que el Estado republicano debía
contribuir decisivamente a soslayar, siempre dentro de la ley y alejado
de los desvíos revolucionarios de la extrema izquierda.
Precisamente
estas ideas que preconizaba Martínez Barrio empezaban a quedar
desfasadas ante la progresiva radicalización de las derechas e
izquierdas españolas. Tras los sucesos de octubre de 1934 —revolución en
Asturias e intento de independencia en Cataluña— la política
republicana quedó dañada ante la tentativa golpista y revolucionaria de
la izquierda más extremista y de la durísima represión ejercida por una
República en manos de conservadores y sus antiguos compañeros de
partido. Los mismos que iniciaron una campaña persecutoria contra los
seguidores del político sevillano, que además de cerrar sus centros de
forma arbitraria trataron de involucrarle inútilmente en los sucesos de
octubre de 1934.
Fue su amigo personal, aunque rival político, el conservador monárquico Juan Ignacio Luca de Tena, propietario del ABC,
quien permitió que Martínez Barrio pudiese desmentir su involucración
en los sucesos de Cataluña. Fue precisamente esta torpe política
persecutoria de las derechas la que ocasionó su entendimiento con otras
formaciones del centro-izquierda que acabarían desembocando en la
coalición del Frente Popular a comienzos de 1936.
Del Frente Popular a la rebelión militar
Llegaba
el año 1935 y Diego Martínez Barrio, cada vez más cercano a Manuel
Azaña, contemplaba como el gabinete de Lerroux caía en desgracia ante
los escándalos de corrupción que comenzaron a destaparse. Ante esta
situación, Alcalá Zamora disolvía las Cortes y convocaba elecciones para
febrero de 1936. En dichos comicios Martínez Barrio volvió a ser
elegido diputado por Madrid bajo la coalición electoral del Frente
Popular. Esta era una estrategia que emplearon distintas fuerzas de
izquierdas burguesas junto a las organizaciones obreras como freno al
avance fascista en algunos países europeos —véase el caso de Francia— y
en España se optó por seguir dicha estrategia, teniendo en cuenta que la
propia ley electoral republicana premiaba a los partidos que se
presentaban en coalición. En este sentido, la izquierda había aprendido
la lección de 1933 y se volvió a presentar más unida que nunca. Sin
embargo, lo planificado no acabaría resultando tan idílico.
Las
izquierdas ganan las elecciones, no exentos de polémica los comicios, y
los militares planean un golpe de Estado. El panorama era de una
creciente tensión entre las distintas fuerzas políticas, muchas se
radicalizaban cada vez más y/o directamente acudían a la violencia
política abandonando el parlamentarismo.
Pero en febrero de 1936
no tenían la suficiente fuerza como para pensar que en España la
democracia estaba del todo quebrada, solo hay que atender al ínfimo peso
electoral que obtuvieron comunistas —diecisiete escaños de
cuatrocientos setenta— o los fascistas de Falange Española —la friolera
de cero diputados—, por tanto había cierto margen de maniobra antes de
que el proyecto de 1931 se fuese a pique.
Y para ello, Diego
Martínez Barrio, junto al líder moderado del PSOE, Indalecio Prieto, y
el líder de la Izquierda Republicana, Manuel Azaña, orquestaron un plan
de estabilidad para apuntalar el régimen republicano. La Presidencia de
la República debía caer en manos de Azaña, la Presidencia del Gobierno
en manos del socialista Prieto, mientras que la Presidencia de las
Cortes en las del político sevillano.
Y así fue, Martínez Barrio
sumó otro peldaño más a su carrera política y ostentaba otra alta
magistratura estatal siendo nombrado presidente de las Cortes con el
voto unánime de izquierdas y derechas. El 8 de abril de 1936, por orden
de las Cortes, se decidió destituir a Alcalá Zamora de la Jefatura del
Estado y sustituirlo por Manuel Azaña. Este juró su cargo el 11 de mayo
de 1936, ya que durante ese mes Diego Martínez Barrio fue quien asumió
la Jefatura del Estado de forma interina, alcanzado así la máxima
distinción política.
Sin embargo, el plan se frustró en el último
momento con la negativa de Largo Caballero —ala revolucionaria del PSOE—
a que su partido entrase en el ejecutivo. El Gobierno recaería en el
republicano Casares Quiroga, cuyo bajo perfil político
no contribuyó precisamente al freno de la creciente violencia política
que se desataría durante la primavera de 1936. Para Martínez Barrio, la
acción del gobierno era nefasta y ya auguraba por entonces sus malos
presagios: «Me ratifico en el juicio, un poco pesimista, que tengo en
este momento de la historia. Aquí todo el mundo propende a la
exageración, como si entre las posiciones diversas, y aun antagónicas,
no hubiera predicados comunes, los bastantes para facilitar al país una
larga temporada de reposo. Destino, fatalidad, ¡vaya usted a ver!
Procuraremos que julio sea benigno y favorable al propósito».
Apenas semanas después de dirigirle estas palabras al exministro católico Giménez Fernández, en la noche del 12 al 13 de julio, se produjo el asesinato del líder ultraconservador de Renovación Española, José Calvo Sotelo,
a manos de agentes de la autoridad —guardias de asalto que vengaron así
el asesinato la noche anterior de su compañero el teniente coronel Castillo por fuerzas derechistas—, algo que sobrecogió el alma de Martínez Barrio.
Su
preocupación iba en aumento ante lo irreversible del suceso y se
dispuso a ejercer como autoridad. Para ello convocó una reunión de la
Diputación Permanente para el 15 de julio, con objeto de discutir la
aprobación de la prórroga del estado de alarma en el que se encontraba
en esos momentos España motivada por la creciente violencia callejera.
La reunión fue un fracaso y sirvió para dejar constancia que las fuerzas
políticas ya no podían resolver sus diferencias mediante la palabra.
Ante
tal evidencia, Martínez Barrio trató de presionar a Azaña para que
sustituyera al timorato Casares Quiroga del Gobierno, ya que este
consideraba que no existía ningún tipo de peligro que acechara a la
República. Los rumores de un golpe militar eran crecientes, Martínez
Barrio lo sabía, los servicios secretos también, el Gobierno no se daba
por enterado y la Jefatura del Estado no actuaba, la desesperación iba
en aumento y lo peor estaba aún por llegar.
El frustrado Gobierno Martínez Barrio
El
17 de julio de 1936 las tropas de Marruecos se sublevan contra las
autoridades legítimas de su país y Martínez Barrio recibió la llamada de
Azaña para que formase un gobierno de conciliación nacional que evitase
una hipotética guerra civil. La misma noche del 18 de julio telefoneó a
los cabecillas de la rebelión militar para intentar convencerles de que
depusieran las armas y se sometieran al imperio de la ley. Pues esta
era su misión gubernamental, la unión del mayor número de fuerzas
republicanas para someter a los extremismos bajo obediencia
constitucional y controlando el orden público. Sin embargo, aquel
intento estaba condenado al fracaso desde el primer minuto. Ya era
demasiado tarde.
Acusó su frustrada e inocente esperanza a las
presiones a las que fue sometido su efímero gobierno por parte de los
elementos más izquierdistas. En una carta dirigida a Salvador de Madariaga
en 1943 afirmaba que «el gobierno Martínez Barrio murió a manos de los
socialistas de Largo Caballero y los comunistas. Y de algunos
republicanos irresponsables. Seguramente pasó lo que más convenía,
porque el 19 de julio ya estaba el poder en medio del arroyo y no era
tarea humana, careciendo de fuerzas organizadas, la de combatir en dos
frentes, el de los enemigos declarados y el de los amigos tibios
dispuestos a convertirse en enemigos».
La deslealtad mostrada por
el PSOE se hizo manifiesta con las ácidas críticas de Prieto al
«gobierno de los catafalcos», el diario socialista lo calificaba de
«marrullero de la baja política» mientras que Largo Caballero veía el
momento idóneo para armar al pueblo. Los anarquistas de la CNT
denominaban al político sevillano como el «enemigo del proletariado» y
las masas populares eran agitadas para presionar a las puertas del
Palacio Real, donde Martínez Barrio despachaba con el presidente de la
República.
Tras cuarenta y ocho horas sin descanso y abatido por
los acontecimientos, el 19 de julio presentó su dimisión y se trasladó a
Valencia para dirigir la Junta Delegada del Gobierno para la región del
Levante, zona que tras el golpe de Estado fallido había permanecido
leal a la República.
Guerra civil
España
estaba divida en dos bandos ahora irreconciliables, y Martínez Barrio se
sentía incómodo en esa tesitura, como tantos republicanos moderados que
se vieron desbordados por la tragedia que suponía el estallido de la
guerra civil. Durante los años que duró la contienda permaneció en
territorio español, tratando de ayudar allí donde pudiera resultar útil
su labor. Incluso realizó varios desplazamientos al extranjero para
tratar de recabar ayuda para la República, pero las potencias
democráticas ya habían decidido dar la espalda a la democracia española,
mientras las potencias fascistas intervenían directamente en el
conflicto y la República caía bajo una creciente influencia comunista
por el apoyo de la Unión Soviética.
En Figueras (Girona) el 1 de febrero de 1939 presidió las últimas Cortes que se celebraron en suelo español. Franco,
líder supremo de las fuerzas sublevadas, ocupaba Barcelona y Martínez
Barrio, como miles de españoles, emprendía un exilio hacia Francia que
le consumiría sus últimos veintitrés años de vida.
El exilio
Instalado
en París el 27 de febrero de 1939 y manteniendo su condición de
presidente de las Cortes, recibió la dimisión de Manuel Azaña como
presidente de la República. Unos meses más tarde la guerra había acabado
y Franco instauraba una dictadura fundada en su poder omnímodo y
elementos que iban desde el fascismo más superficial al tradicionalismo
ultracatólico.
En definitiva, a España se le reservaba todo
aquello contra lo que siempre luchó nuestro protagonista, que como él
mismo refirió poco antes de morir, se veía a sí mismo como el mítico
personaje de Pérez Galdós, Gabriel de Araceli, que una y otra vez tropezaba con la vieja España oscurantista.
La
misma que en 1942 le condenó a través de los nuevos instrumentos de
represión que instauraba la dictadura franquista. En el caso de Martínez
Barrio fue condenado por el Tribunal Especial para la Represión de la
Masonería y el Comunismo por rebeldía a treinta años de cárcel e
inhabilitación perpetua. Una vez estalló la Segunda Guerra
Mundial, pasado el verano de 1939, Martínez Barrio tuvo que partir hacia
Cuba e inmediatamente después a México, donde gracias al gobierno de Lázaro Cárdenas
colaboró para hacer llegar a muchos españoles exiliados. Por entonces
ya vivía con estrechez económica, algo que no le impidió mantenerse
activo por el bien de una hipotética restauración democrática en España.
Durante
aquellos años se dedicó a visitar países latinoamericanos para recabar
apoyo de los gobiernos para la República Española en el exilio, a la par
que mantenía contactos con la masonería americana. En 1943, junto al
socialista Indalecio Prieto, organizó la Junta Española de Liberación,
con el propósito de agrupar a todas las organizaciones del exilio
republicano. Y el 17 de agosto de 1945 fue nombrado oficialmente
presidente de la República Española en el exilio.
Un año más
tarde, finalizada la guerra en Europa, Martínez Barrio regresa a París,
donde el Gobierno francés le cede una lujosa residencia en la Avenida
Poincaré. Durante un año estuvo trabajando por la restauración
republicana sin éxito alguno. Pronto fue consciente de que las potencias
aliadas no intervendrían en España para expulsar a Franco.
De ahí
en adelante, hasta su fallecimiento, vivió con penurias económicas a
las afueras de París, en un modesto piso donde recibía visitas de
antiguos colegas y rivales políticos, como el propio Gil Robles, quien
reconoció que la gran dignidad que emanaba aquel viejo republicano y
masón sevillano le causaba su gran respeto y admiración. Una figura que
nunca aceptó ayudas económicas de los antiguos partidos republicanos y
sí de sus hermanos masones, ya que ello no le traería dificultades
éticas ni morales.
Y añorando a Sevilla llegó el final
En 1960, tras el fallecimiento de su esposa Carmen,
caerá en profunda depresión. En sus últimas cartas don Diego añoraba
«los días felices de nuestra Sevilla, perdida y amada». Se preguntaba si
algún día podría volver a caminar por sus calles. Posiblemente
recordaba la última vez que estuvo en su amada ciudad.
Eran los
días 21 y 22 de abril de 1936 y el por entonces presidente interino de
la República acudía en compañía del presidente de la Generalitat de
Cataluña, Lluis Companys, con el objetivo de rebajar la
tensión que había inculcado en él las fuerzas conservadoras tras los
sucesos de 1934. Además de la fastuosa recepción en el ayuntamiento de
la ciudad y la visita por los Reales Alcázares, coincidió con la
celebración de la Feria de Abril, algo que aprovechó el bueno de don
Diego para que el presidente Companys tuviera ocasión de conocerla. Los
sevillanos, al verlos juntos, gritaban vivas a la República y Cataluña.
Aquellos días de abril, absorto entre el júbilo que le proferían sus
conciudadanos y el típico olor a azahar de la primavera sevillana,
fueron la feliz despedida de su ciudad, sin presagiar el dramático
desenlace que el futuro le reservaba. El 1 de enero de 1962
fallecía de un repentino ataque al corazón y sería enterrado en París
cubierto con la bandera republicana bajo una modesta lápida que rezaba:
Diego Martínez Barrio. Sevilla, 1883 – París, 1962.
En 1960, pocos
días después del fallecimiento de Carmen, redactó su testamento en el
que incluyó lo siguiente: «Creo en Dios. Pido que cuando muera se
trasladen nuestros restos al cementerio de San Fernando de Sevilla y en
él se procedan a la definitiva inhumación. Creo tener derecho a
sepultura perpetua como concejal que he sido de la ciudad. Deseo que al
morir se envuelva mi cuerpo en la bandera de la República. Durante mi
larga vida he sido leal a la patria, a la libertad y a la república. Los
servicios prestados pertenecen al juicio de la historia. Los propósitos
fueron rectos y desprovistos de odio hacia el adversario. Esa ha sido y
es mi tranquilidad».
Regreso del hijo ilustre y predilecto
Así
pues, siguiendo sus últimos deseos y gracias al Ayuntamiento de Sevilla
y diversas asociaciones, Diego Martínez Barrio pudo regresar a Sevilla
treinta y ocho años después de haber fallecido. El 15 de enero de 2000
fue inhumado en el cementerio de San Fernando de Sevilla, donde le
esperaban miles de sevillanos, como en tiempos pasados cada vez que don
Diego decidía acudir a su amada ciudad. Y ahí, junto a los sones del «Himno de Riego»
y las banderas republicanas se cerraba el círculo histórico de uno de
los más ilustres españoles, masones, demócratas-republicanos y sobre
todo, sevillanos de nuestra historia. Sirva esta humilde contribución
para menguar el olvido y rescatar la memoria colectiva de sus
conciudadanos y compatriotas.
Bibliografía
ÁLVAREZ
REY, Leandro (2008). Diego Martínez Barrio: palabra de republicano.
Sevilla: Ayuntamiento de Sevilla e Instituto de cultura y las artes
(ICAS). ÁLVAREZ REY, Leandro (1993). Diego Martínez Barrio y el
partido de Unión Republicana en Sevilla. Trocadero. Revista de Historia
Moderna y Contemporánea volumen (5): 555-580 ÁLVAREZ REY, Leandro (2000). «La forja de un republicano: Diego Martínez Barrio (1883-1962)». Ayer (Madrid: Asociación de Historia Contemporánea; Marcial Pons Ediciones de Historia) (39): 181-205. ISSN 1134-2277 MARTÍNEZ BARRIO, Diego (1983). Memorias. Editorial Planeta. MARTÍNEZ BARRIO, Diego; (2014). Del Frente Popular a la rebelión militar. Centro de Estudios Andaluces. Editorial Renacimiento. TUSELL, Javier; (1999). «Historia de España en el siglo XX», Madrid: Taurus Ediciones.
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