
En 1925, Vicente Blasco Ibáñez publicaba el libro Por España y contra el Rey, un exhaustivo relato de los abusos de poder cometidos por Alfonso XIII, al que se refiere como «el rey de las comisiones»
por proponer monopolios en España a empresarios extranjeros a cambio de
suculentas comisiones. Blasco Ibáñez publicó ese libro desde el exilio
en Francia durante la dictadura de Primo de Rivera, con una voluntad
antimonárquica pero patriótica.
Casi un siglo después, debemos
reconocer que el problema de España no es tan solo la monarquía
borbónica, sino la misma idea de nación, el patriotismo que la sostiene, que desde la muerte de Franco podemos identificar como régimen o nudo del 78.
Vivimos en un nudo histórico y político, y los nudos, con las
tensiones, no desaparecen, sino que se refuerzan. Un buen ejemplo de lo
que afirmo es el escrito de tres párrafos del vicepresidente Pablo
Iglesias tildando de «indigna» la huida de Juan Carlos. En él no hay ni una sola mención a Felipe VI ni rastro de la idea de República,
no sea que el gobierno más progresista de la historia de España se
tambalee. A Pedro Sánchez, claro está, ni se le espera para hablar de
alternativas a la monarquía. O nudo o nudo, y el nudo cada día mejor
atado.
España, como concepto político, es un organismo censor, corrupto y, sobre todo, hipócrita,
capaz de olvidar miles de cadáveres en las cunetas y, a la vez,
aplaudir la herencia de una dictadura criminal sin pestañear. El sistema
político actual es fruto de una monarquía instaurada por la voluntad de Franco
y de un pasado excepcional marcado por una Guerra Civil y cuarenta años
de dictadura militar impune. Por muchas campañas de marketing que
impulsen los órganos de propaganda del Reino, por muchas pataletas que
la diplomacia española protagonice en el exterior para evitar que se
hable mal de España, ambos hechos son de sencilla comprobación
histórica.
Sin
el fin de España como nación opresora y excepcional, sin la condena
absoluta de un pasado y un presente marcado por la corrupción
generalizada en todos los estamentos de poder –como bien constata Paul
Preston en Un pueblo traicionado–, sin el reconocimiento de los
crímenes de España contra su propio pueblo y contra pueblos
extranjeros, sin el cuestionamiento del patriotismo centralista y
excluyente que a menudo es punto de encuentro entre votantes de todas
las tendencias políticas, sin todo esto no hay posibilidad de establecer un sistema realmente libre de todas las ataduras de nuestro turbulento pasado.
En la cuestión que nos ocupa estos días, con la publicación en la prensa de los detalles de la presunta corrupción a gran escala de Juan Carlos I, ¿es realmente verosímil que Felipe VI –como la Infanta Cristina en el caso Urdangarín– no supiera nada de las supuestas actividades delictivas de su padre, más cuando se trataba de un modus operandi bien conocido en la familia Borbón? Cuando llegaba Juan Carlos a Zarzuela y supuestamente contaba fajos de billetes en una supuesta máquina,
¿dónde estaba el hijo? ¿Nadie le comentó nada? El silencio que cubre lo
evidente, en esta y otras cuestiones, es la esencia de España. Por
eso deben caer España y el Rey, juntos, para construir un estado
republicano moderno, legítimo, plural y respetuoso con la diversidad
nacional de su propio territorio.
No hay motivos para el
optimismo. En el mejor de los casos, Felipe VI y la familia Borbón
caerán arrastrados por posibles pruebas que demuestren su vinculación
con los negocios del patriarca. Dudo que esto suceda pronto, puesto que supongo
que las entrañas del Estado ya hace años que tienen blindado al hijo de
Juan Carlos de Borbón igual que tenían blindado al padre
cuando reinaba y porque la regla de los dos tercios para reformar la
Constitución da vía libre a la conservación de aberraciones, aún
teniendo una mayoría de ciudadanos y representantes en contra. Pero,
aunque cayera la monarquía, continuaríamos viviendo en el Régimen del 78
si la Tercera República no viniera acompañada del fin de España como
concepto político.
Con un entorno mediático que ha callado y
calla por el bien de la patria, con una izquierda que ni en la actual
situación se atreve a hablar de República y con una derecha que se pone cachonda en el Congreso dando gritos de ¡Viva el Rey!,
el panorama es bastante desalentador. Tampoco existe en España una masa
crítica y movilizada de ciudadanos suficiente para la digna tarea de
revolución y refundación política. Sin esperanza, solo queda situarse
públicamente contra España, contra esta España, no contra sus gentes ni
su geografía, sino contra la idea de nación española elaborada desde la
Restauración de 1874 por líderes y élites que deberían avergonzar a
cualquier demócrata, renunciando consecuentemente a su legado. Y contra
el Rey, por supuesto, porque vivimos en el siglo XXI y porque ya basta
de normalizar que un tipo con corona nombrado por un dictador y que
reina por la gracia de Dios vaya paseándose por el mundo en
representación del pueblo español. Los nudos imposibles solo
caen si se corta de raíz la cuerda que los sostiene. Pero en España las
tijeras solo se usan para recortar presupuestos públicos y derechos.
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