Machado, en defensa de la República
 

 Estamos en condiciones de preguntar al pueblo español sobre la forma de Estado que desea, sin miedos y con la esperanza de que nuestro país pueda lograr una democracia mayor y más racional.

Machado, en defensa de la República
Óscar Barroso Fernández

En 1931, en una España que había dejado atrás la monarquía, Antonio Machado hacía una apología de la República naciente en las páginas del diario madrileño La Voz. Se trata de unas líneas de obvia actualidad, por lo que tiene sentido partir de ellas para interpretar los problemas que hoy acaecen en torno a la jefatura del Estado a causa de los supuestos delitos de corrupción del monarca emérito y para reflexionar a propósito de la oportunidad histórica de una nueva constitución republicana. 
 
La república es más democrática que la monarquía parlamentaria porque en ella resultan más efectivos los principios de transparencia y sometimiento a la ley

El texto de Machado dice así: “La República es la forma racional de gobierno, y por ende, la específicamente humana. Contra ella pueden militar razones históricas, místicas, sentimentales, nunca razones propiamente dichas, que emanen del pensamiento genérico, la facultad humana de elevarse a las ideas. Por eso la República cuenta siempre con el asentimiento teórico de las masas, con sólo que éstas alcancen un mediano grado de educación ciudadana. Se requiere una abogacía muy sutil para convencer al pueblo de los motivos pragmáticos, nada racionales, que le aconsejen inclinarse a otras formas de gobierno. En España esta abogacía ha fracasado. Porque a la monarquía española no la abona ya, a los ojos del pueblo ni el éxito a través de la historia, ni el sentimiento religioso, ni siquiera el estético. No tiene defensa posible, y en verdad, nadie la defiende”.

Machado parte de una rotunda caracterización de la república como la forma más racional de gobierno. Por ello, en el plano teórico y desde un punto de vista estrictamente racional, no caben dudas a la hora de elegir entre monarquía, por muy parlamentaria que sea, o república. Si la democracia es la forma ideal de gobierno, la república ha de ser a su vez la forma más racional, ya que, en ella, y frente al carácter hereditario de la monarquía, la elección alcanza a la propia jefatura del Estado. Pero la desventaja racional de la monarquía no acaba aquí: mientras que el presidente está sometido a la ley, de la que no le protege su aforamiento, el monarca es inviolable y, por lo tanto, impune. Además, para que esta impunidad no resulte escandalosa a los ojos del pueblo, se cubre la mala praxis e incluso, como hemos visto, las prácticas corruptas y criminales, con un velo de desinformación. En conclusión, la república es más democrática que la monarquía parlamentaria no sólo porque en ella el principio de elección alcanza las instancias más altas del poder soberano, sino también porque resultan más efectivos los principios de transparencia y sometimiento a la ley. 

Todo esto parece obvio en el caso de Juan Carlos I. Durante décadas fue tabú la referencia a sus malas prácticas. Hizo falta que abdicara para que la situación comenzara a cambiar; pero aún así, parece claro que no habría investigación penal en España si el sistema judicial no se hubiera visto empujado a ella por las acciones legales emprendidas previamente en Suiza. Incluso en esta situación, los representantes políticos de PSOE, PP, Cs y Vox rechazan la posibilidad de una comisión parlamentaria para tratar el asunto; se niegan hasta a pronunciarse sobre la presunta corrupción del monarca, bajo la excusa de que “no van a colaborar en una estrategia cuyo objetivo es minar las instituciones del Estado” y tras la cínica afirmación de que “su objetivo es salvaguardar la democracia” (extraña manera de salvar la democracia, protegiendo la corrupción y la opacidad de la jefatura del Estado).

Pero entonces y volviendo al plano teórico, si desde el punto de vista racional no hay discusión posible en torno a la elección entre monarquía y república, ¿por qué supuestamente (a falta de un referéndum solo caben suposiciones) una parte importante de la ciudadanía española parece seguir apoyando la monarquía? 

Cabe la posibilidad de que el pueblo español no tenga esa “mínima educación ciudadana” que le permitiría pensar racionalmente la cuestión; pero también es posible que más allá del “asentimiento teórico”, este pueblo se refugie en motivos que no son propios de la razón en un sentido estricto. Machado hace referencia a varios de estos motivos.  

La república no constituye una ideología, sino una forma racional de organización del Estado que puede ser defendida desde una argumentación puramente formal

En primer lugar, hay quien sostiene la monarquía sobre motivos místicos o religiosos. Pero a propósito de estos hay que afirmar con rotundidad que un Estado laico debe estar más allá de las creencias religiosas y los dogmas de fe. 

En segundo lugar, nos encontramos con un tipo de motivos de mayor vigencia en nuestro país: los sentimentales. Efectivamente, en España, la misma idea de la república, al ser considerada un componente ideológico de la izquierda, genera rechazo en una parte importante de la población. Pero frente a ello es preciso insistir en el carácter racional de la república, mostrando que no está ligada necesariamente a ninguna ideología política. Un somero análisis de los Estados republicanos existentes será suficiente para demostrar la tergiversación que supone identificar república e izquierda ideológica. En realidad, la república no constituye una ideología, sino una forma racional de organización del Estado que puede ser defendida desde una argumentación puramente formal. En cambio, para defender la monarquía sí que es necesario echar mano de contenidos ideológicos (religioso y tradicionalista).

En tercer lugar, encontramos los motivos históricos. Se suele argüir que España ha sido tradicionalmente una monarquía. Pero frente a ello hay que decir que la tradición no constituye un valor en sí mismo, sino tan sólo en el caso de que siga siendo funcional. Lo demás es absurdo conservadurismo.

Por último, cabe referirse a los motivos pragmáticos. Respecto a ellos, el rechazo de Machado era rotundo, ya que veía en el pragmatismo una ideología en sí misma anti-racional. Sin llegar al extremo del poeta, también podemos desmontar sin demasiada dificultad estos motivos; para ello sólo hay que sacar a la luz las falacias que se ocultan tras la “abogacía muy sutil” del pragmatismo. 

En unos casos se acude al argumento de estabilidad: se dice que España históricamente sólo alcanzó la armonía como monarquía. Pero se puede mostrar el carácter falaz de esta forma de argumentar con un contraejemplo: imaginemos que España hubiera desarrollado tras la muerte del dictador una Constitución confesional. Hoy, ante la demanda de un Estado laico, los dogmáticos podrían utilizar el mismo argumento: “Sólo como país católico España encontró la armonía entre sus facciones”. 

Otras veces se sostiene que los estándares democráticos se cumplen en mayor medida en algunos países monárquicos que en otros republicanos. Pero cuando se dice esto se obvia que muchas de esas repúblicas lo son solo nominalmente, en tanto que en ellas no hay procesos electivos con garantías democráticas mínimas. Y, en segundo lugar, se olvida que las monarquías parlamentarias del norte de Europa sustentan sus altos estándares democráticos en una larga tradición de conciliación entre monarquía y democracia, cosa que no ocurrió en nuestro país, en el que la primera, hasta, la muerte de Franco, fue siempre una rémora para la segunda.  

No se trata de acusar a los padres de la Constitución de falta de agallas, pero sí que podemos decir que aquella máxima de prudencia hoy resulta caduca y anacrónica

Por último, encontramos el argumento personalista: lo bueno que ha sido para España tener un monarca como Juan Carlos I. Lo curioso de este argumento es que muchos de los que hasta ahora lo han abonado, hoy lo invierten: a los juancarlistas les preocupa que la corrupción del monarca emérito se utilice para poner en cuestión la monarquía. 

Llegados aquí, sin duda habrá quien considere oportunista demandar un cambio de modelo de Estado por la corrupción de Juan Carlos I. Se argumenta: “Si un presidente de la República fuera corrupto, ¿no habría también que cambiar la forma de la jefatura del Estado?”. Pero lo cierto es que la comparación no se sostiene, ya que en una jefatura elegida el problema queda solucionado con unas nuevas elecciones y la imputación de los delitos del corrupto. En cambió, insisto, el rey no es ni elegido ni imputable. 

Los defensores de la monarquía menos fervorosos, o más pragmáticos, responderán que Juan Carlos I abdicó y que gracias a ello podrá, en principio, ser juzgado por los crímenes cometidos desde que dejó de ser monarca, aunque los anteriores queden impunes. Pero esto deja intacto, de nuevo, el problema del carácter no electivo y no punible del rey en tanto que rey. 

Respecto a lo primero, es obvio que no es posible elegir al nuevo monarca, siendo el hijo del corrupto el destinado a cumplir sus funciones. Todavía se insistirá: “¿Qué derecho tenemos a cargar sobre Felipe VI los errores del padre?”. A lo que se puede responder con otro interrogante: si Felipe VI es rey por ser hijo de quien es, ¿no podría dejar de serlo precisamente por la misma razón? Dicho sea de paso, no hace falta excavar mucho en la historia de la monarquía española para concluir que en ella la corrupción constituye una característica definitoria. De tal forma que desde un punto de vista inductivo parece razonable pronosticar que reaparecerá en un futuro más o menos próximo.

En un Estado democrático, la monarquía ha de concebirse como un contrato social y por lo tanto puede ser abolida también por un contrato. La corrupción ha debilitado gravemente ese contrato, constituyendo una razón suficiente para la exigencia de un nuevo referéndum constitucional. En esta situación, las fuerzas políticas no hipotecadas por sentimientos irracionales o dogmáticos deben emprender decididamente un proyecto de pedagogía ciudadana que permita mostrar la racionalidad de la república. Dichas fuerzas deben superar una máxima de prudencia, razonable en 1978, que llevó a asumir la restauración monárquica decidida previamente por el dictador. No se trata de acusar a los padres de la Constitución de falta de agallas, pero sí que podemos decir que aquella máxima de prudencia hoy resulta caduca y anacrónica. Estamos en condiciones de preguntar al pueblo español sobre la forma de Estado que desea, sin miedos y con la esperanza de que nuestro país pueda lograr una democracia mayor y más racional.
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Óscar Barroso Fernández es profesor de Filosofía en la Universidad de Granada.


Fuente → ctxt.es

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