
En 1931, en una España que había dejado atrás la monarquía, Antonio
Machado hacía una apología de la República naciente en las páginas del
diario madrileño La Voz. Se trata de unas líneas de obvia
actualidad, por lo que tiene sentido partir de ellas para interpretar
los problemas que hoy acaecen en torno a la jefatura del Estado a causa
de los supuestos delitos de corrupción del monarca emérito y para
reflexionar a propósito de la oportunidad histórica de una nueva
constitución republicana.
La república es más democrática que la monarquía parlamentaria porque en ella resultan más efectivos los principios de transparencia y sometimiento a la ley
El texto de Machado dice así: “La República es la forma racional de
gobierno, y por ende, la específicamente humana. Contra ella pueden
militar razones históricas, místicas, sentimentales, nunca razones
propiamente dichas, que emanen del pensamiento genérico, la facultad
humana de elevarse a las ideas. Por eso la República cuenta siempre con
el asentimiento teórico de las masas, con sólo que éstas alcancen un
mediano grado de educación ciudadana. Se requiere una abogacía muy sutil
para convencer al pueblo de los motivos pragmáticos, nada racionales,
que le aconsejen inclinarse a otras formas de gobierno. En España esta
abogacía ha fracasado. Porque a la monarquía española no la abona ya, a
los ojos del pueblo ni el éxito a través de la historia, ni el
sentimiento religioso, ni siquiera el estético. No tiene defensa
posible, y en verdad, nadie la defiende”.
Machado parte de una rotunda caracterización de la república como la
forma más racional de gobierno. Por ello, en el plano teórico y desde un
punto de vista estrictamente racional, no caben dudas a la hora de
elegir entre monarquía, por muy parlamentaria que sea, o república. Si
la democracia es la forma ideal de gobierno, la república ha de ser a su
vez la forma más racional, ya que, en ella, y frente al carácter
hereditario de la monarquía, la elección alcanza a la propia jefatura
del Estado. Pero la desventaja racional de la monarquía no acaba aquí:
mientras que el presidente está sometido a la ley, de la que no le
protege su aforamiento, el monarca es inviolable y, por lo tanto,
impune. Además, para que esta impunidad no resulte escandalosa a los
ojos del pueblo, se cubre la mala praxis e incluso, como hemos visto,
las prácticas corruptas y criminales, con un velo de desinformación. En
conclusión, la república es más democrática que la monarquía
parlamentaria no sólo porque en ella el principio de elección alcanza
las instancias más altas del poder soberano, sino también porque
resultan más efectivos los principios de transparencia y sometimiento a
la ley.
Todo esto parece obvio en el caso de Juan Carlos I. Durante décadas
fue tabú la referencia a sus malas prácticas. Hizo falta que abdicara
para que la situación comenzara a cambiar; pero aún así, parece claro
que no habría investigación penal en España si el sistema judicial no se
hubiera visto empujado a ella por las acciones legales emprendidas
previamente en Suiza. Incluso en esta situación, los representantes
políticos de PSOE, PP, Cs y Vox rechazan la posibilidad de una comisión
parlamentaria para tratar el asunto; se niegan hasta a pronunciarse
sobre la presunta corrupción del monarca, bajo la excusa de que “no van a
colaborar en una estrategia cuyo objetivo es minar las instituciones
del Estado” y tras la cínica afirmación de que “su objetivo es
salvaguardar la democracia” (extraña manera de salvar la democracia,
protegiendo la corrupción y la opacidad de la jefatura del Estado).
Pero entonces y volviendo al plano teórico, si desde el punto de
vista racional no hay discusión posible en torno a la elección entre
monarquía y república, ¿por qué supuestamente (a falta de un referéndum
solo caben suposiciones) una parte importante de la ciudadanía española
parece seguir apoyando la monarquía?
Cabe la posibilidad de que el pueblo español no tenga esa “mínima
educación ciudadana” que le permitiría pensar racionalmente la cuestión;
pero también es posible que más allá del “asentimiento teórico”, este
pueblo se refugie en motivos que no son propios de la razón en un
sentido estricto. Machado hace referencia a varios de estos motivos.
La república no constituye una ideología, sino una forma racional de
organización del Estado que puede ser defendida desde una argumentación
puramente formal
En primer lugar, hay quien sostiene la monarquía sobre motivos
místicos o religiosos. Pero a propósito de estos hay que afirmar con
rotundidad que un Estado laico debe estar más allá de las creencias
religiosas y los dogmas de fe.
En segundo lugar, nos encontramos con un tipo de motivos de mayor
vigencia en nuestro país: los sentimentales. Efectivamente, en España,
la misma idea de la república, al ser considerada un componente
ideológico de la izquierda, genera rechazo en una parte importante de la
población. Pero frente a ello es preciso insistir en el carácter
racional de la república, mostrando que no está ligada necesariamente a
ninguna ideología política. Un somero análisis de los Estados
republicanos existentes será suficiente para demostrar la tergiversación
que supone identificar república e izquierda ideológica. En realidad,
la república no constituye una ideología, sino una forma racional de
organización del Estado que puede ser defendida desde una argumentación
puramente formal. En cambio, para defender la monarquía sí que es
necesario echar mano de contenidos ideológicos (religioso y
tradicionalista).
En tercer lugar, encontramos los motivos históricos. Se suele argüir
que España ha sido tradicionalmente una monarquía. Pero frente a ello
hay que decir que la tradición no constituye un valor en sí mismo, sino
tan sólo en el caso de que siga siendo funcional. Lo demás es absurdo
conservadurismo.
Por último, cabe referirse a los motivos pragmáticos. Respecto a
ellos, el rechazo de Machado era rotundo, ya que veía en el pragmatismo
una ideología en sí misma anti-racional. Sin llegar al extremo del
poeta, también podemos desmontar sin demasiada dificultad estos motivos;
para ello sólo hay que sacar a la luz las falacias que se ocultan tras
la “abogacía muy sutil” del pragmatismo.
En unos casos se acude al argumento de estabilidad: se dice que
España históricamente sólo alcanzó la armonía como monarquía. Pero se
puede mostrar el carácter falaz de esta forma de argumentar con un
contraejemplo: imaginemos que España hubiera desarrollado tras la muerte
del dictador una Constitución confesional. Hoy, ante la demanda de un
Estado laico, los dogmáticos podrían utilizar el mismo argumento: “Sólo
como país católico España encontró la armonía entre sus facciones”.
Otras veces se sostiene que los estándares democráticos se cumplen en
mayor medida en algunos países monárquicos que en otros republicanos.
Pero cuando se dice esto se obvia que muchas de esas repúblicas lo son
solo nominalmente, en tanto que en ellas no hay procesos electivos con
garantías democráticas mínimas. Y, en segundo lugar, se olvida que las
monarquías parlamentarias del norte de Europa sustentan sus altos
estándares democráticos en una larga tradición de conciliación entre
monarquía y democracia, cosa que no ocurrió en nuestro país, en el que
la primera, hasta, la muerte de Franco, fue siempre una rémora para la
segunda.
No se trata de acusar a los padres de la Constitución de falta de
agallas, pero sí que podemos decir que aquella máxima de prudencia hoy
resulta caduca y anacrónica
Por último, encontramos el argumento personalista: lo bueno que ha
sido para España tener un monarca como Juan Carlos I. Lo curioso de este
argumento es que muchos de los que hasta ahora lo han abonado, hoy lo
invierten: a los juancarlistas les preocupa que la corrupción del
monarca emérito se utilice para poner en cuestión la monarquía.
Llegados aquí, sin duda habrá quien considere oportunista demandar un
cambio de modelo de Estado por la corrupción de Juan Carlos I. Se
argumenta: “Si un presidente de la República fuera corrupto, ¿no habría
también que cambiar la forma de la jefatura del Estado?”. Pero lo cierto
es que la comparación no se sostiene, ya que en una jefatura elegida el
problema queda solucionado con unas nuevas elecciones y la imputación
de los delitos del corrupto. En cambió, insisto, el rey no es ni elegido
ni imputable.
Los defensores de la monarquía menos fervorosos, o más pragmáticos,
responderán que Juan Carlos I abdicó y que gracias a ello podrá, en
principio, ser juzgado por los crímenes cometidos desde que dejó de ser
monarca, aunque los anteriores queden impunes. Pero esto deja intacto,
de nuevo, el problema del carácter no electivo y no punible del rey en
tanto que rey.
Respecto a lo primero, es obvio que no es posible elegir al nuevo
monarca, siendo el hijo del corrupto el destinado a cumplir sus
funciones. Todavía se insistirá: “¿Qué derecho tenemos a cargar sobre
Felipe VI los errores del padre?”. A lo que se puede responder con otro
interrogante: si Felipe VI es rey por ser hijo de quien es, ¿no podría
dejar de serlo precisamente por la misma razón? Dicho sea de paso, no
hace falta excavar mucho en la historia de la monarquía española para
concluir que en ella la corrupción constituye una característica
definitoria. De tal forma que desde un punto de vista inductivo parece
razonable pronosticar que reaparecerá en un futuro más o menos próximo.
En un Estado democrático, la monarquía ha de concebirse como un
contrato social y por lo tanto puede ser abolida también por un
contrato. La corrupción ha debilitado gravemente ese contrato,
constituyendo una razón suficiente para la exigencia de un nuevo
referéndum constitucional. En esta situación, las fuerzas políticas no
hipotecadas por sentimientos irracionales o dogmáticos deben emprender
decididamente un proyecto de pedagogía ciudadana que permita mostrar la
racionalidad de la república. Dichas fuerzas deben superar una máxima de
prudencia, razonable en 1978, que llevó a asumir la restauración
monárquica decidida previamente por el dictador. No se trata de acusar a
los padres de la Constitución de falta de agallas, pero sí que podemos
decir que aquella máxima de prudencia hoy resulta caduca y anacrónica.
Estamos en condiciones de preguntar al pueblo español sobre la forma de
Estado que desea, sin miedos y con la esperanza de que nuestro país
pueda lograr una democracia mayor y más racional.
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Óscar Barroso Fernández es profesor de Filosofía en la Universidad de Granada.
Fuente → ctxt.es
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