
Más allá de la razón política y jurídica, o de la historia como
elemento de justificación, ¿podríamos decir que estamos esperando el relato del monarca convertido en autor por inspiración divina?
Existe una línea de poder (único, absoluto y omnímodo) que
relaciona las figuras de Dios, del rey y del autor sobre la que durante
siglos se ha fundado la mayor parte de la vida en el occidente
cristiano; desde luego se trata de figuras patriarcales y
unipersonales que han configurado la historia de las relaciones
políticas e interpersonales desde el principio de los tiempos. En otros
lugares del planeta se han forjado sociedades de manera similar aunque
con características distintas; divinidades de uno u otro carácter,
emperadores o caciques y cuentacuentos o cronistas se han producido por
todos los rincones del planeta.
Aquí, en este lado del globo terráqueo, Dios escribió su relato en
los textos sagrados de manera más o menos personal o utilizando autores
delegados (profetas, evangelistas, etc.). Su propio hablar ya era un
acto de creación mediante el que las palabras se convertían en acto;
tenía el poder, por ejemplo, de convertir la palabra ‘luz’ en luz
física, fenómeno que ilumina el mundo. Y de su mano han surgido leyes o mandamientos
para que los humanos se atuviesen a unos comportamientos que no
pondrían jamás en duda su legitimidad. Dios es Dios, y durante muchísimo
tiempo, no hace falta explicarlo, todo se ha sustentado en su figura,
principio y fin de todas las cosas.
Otro tipo de delegación de Dios que no tiene que ver con la autoría de sus libros sino con sus actos es la delegación de su poder en el monarca, su representante o su encarnación en la Tierra, rey o papa.
Durante mucho tiempo el poder absoluto ha dictado leyes cuyo primer
deber consistía en legitimar un mandato terrenal cuyo origen
incontestable estaba en el Dios de los cielos. El primer deber del rey,
incluso hoy en día y a pesar del anacronismo, es que su dinastía siga
reinando sobre tierras y hombres que les han sido confiados por designio
divino. El linaje es lo primero, todo lo demás resulta secundario e
instrumental. Cualquier pugna contra este mandato supremo antiguamente
suponía el exilio o la muerte; por fortuna hoy no es así.
El genio del autor es también de origen divino, y habitualmente
sancionado por el monarca en función de que las creaciones estuviesen
producidas o no a mayor gloria de Dios y del rey. El monarca o los guardianes de su poder han solido decidir sobre la bondad artística de las creaciones humanas.
Una suerte de inspiración divina ha nutrido al autor genial para que en
sus palabras, en sus pinceladas o en sus notas musicales se apreciase
la mano del Creador y las virtudes de su rey. Con todas las salvedades
necesarias, son muchos los ejemplos que la historia nos ha servido:
poetas, artistas y músicos que han sustanciado el orden divino en
armonías celestiales para el buen uso de las criaturas de Dios y de los
pobladores del reino.
Pues bien, esta especie de triángulo creador del Orden -con todas las
excepciones que sea necesario tomar en cuenta-, fue puesto en cuestión
por los propios humanos hace unas centurias; algo debió parecerles que
estaba fallando. Sin entrar demasiado en detalles históricos sabemos que
Dios fue muerto por mano de filósofos, el rey fue decapitado por
súbditos enojados y el autor genial mandado a desaparecer probablemente
por otros autores menos geniales. Si bien estas muertes fueron
explicitadas y certificadas en diversas instancias de la política, la
economía, el pensamiento, las ciencias y las artes, también podemos
comprobar que no fueron conclusivas. Es decir, una suerte de innovador
estado de zombificación, de muerto viviente, se ha cernido sobre Dios,
el rey y el autor. Probablemente no solo no han muerto sino que se han
multiplicado en diversos formatos. Así vemos que los cultos a dioses de
distinta condición siguen existiendo de diversas maneras, que rigen monarcas a quienes se sigue rindiendo honores allá donde sus pueblos los entronizan y que probablemente hay más autores que nunca, sean estos geniales o del montón.
En buena medida, y como se oye por todos lados, la cuestión hoy
estriba en el relato; como si antes no hubiese sido así. Y es que lo que
en tiempos tomábamos por la ‘Verdad’, revelada o científica, en la
actualidad lo tratamos como cuento más o menos convincente, verosímil. Y
claro, estos nuevos relatos necesitan autores muy bien entrenados en la
ficción. En este momento vemos que los escribidores del cuento de Juan Carlos I (él mismo, principalmente, pero acompañado de un sinnúmero de colaboradores necesarios) han fracasado ostensiblemente.
Imposible conservar vivo, creíble y ejemplarizante un personaje que se
inició torcido con la designación franquista, que mejoró notablemente
con la Transición y el 23 F pero que luego ha caído estrepitosamente en
el abismo con el elefante de Bostwana, el AVE a la Meca, sus amantes y
socias despechadas y todas las corrupciones de las que vamos teniendo
noticia. Podríamos decir que pese a la inviolabilidad legal durante su
reinado efectivo, él mismo se ha presentado, más allá de las
consecuencias judiciales, como absolutamente violable desde el
punto de vista de la escena pública y mediática. Se ha expuesto hasta el
punto de que hoy día cualquiera se encuentra en disposición de ignorar
la presunción de inocencia respecto al emérito y atacar sin
conmiseración a quien tanta ejemplaridad solicitaba en sus discursos. Y
desde luego no solo se ha expuesto personalmente, sino que ha propiciado que la institución que representa/ba fuese arrastrada por el lodo.
A eso le podemos sumar lo que sabemos del comportamiento de algunos
miembros de su familia y lo que ellos nos ofrecen como elementos de
sospecha más allá de los hechos comprobados. El árbol caído,
desgraciadamente, reclama el hacha… Sin embargo, y a pesar del continuo
clamor, no es esta historia del pasado reciente lo que más interesa
ahora. La justicia sustanciará lo que haya de ser y aquí presumimos su
inocencia, desde luego. Pero si no tenemos resortes judiciales
suficientes para que todo esto se aclare de manera completa y se juzgue
convenientemente, entonces deberemos revisar por enésima vez de qué
clase de democracia y de estado de derecho nos hemos dotado y habremos
de actuar en consecuencia.
Más allá del pasado reciente y del rol jugado por su progenitor, el
papel de personaje designado por la historia divina y humana que juega
Felipe VI es probablemente el de más difícil interpretación para un
monarca. En ese triángulo descrito al principio de este texto,
leyendas y teatros aparte, Felipe VI ha de encarnar el rol de autor
divino para que su real figura pueda en adelante resultar mínimamente
asumible, soportable. Soportable para un país lleno de republicanos (y
juancarlistas) que han tolerado la monarquía como mal menor durante todos estos años
y que ahora ven mal pagados, humillados, los esfuerzos de paciencia y
contención llevados a cabo para no hacer estallar las costuras del
Estado. Me preguntaba al principio: ¿podríamos decir que estamos
esperando el relato del monarca convertido en autor por inspiración
divina? Y pregunto ahora: ¿Qué puede contarnos Felipe VI para que una
importante mayoría de ciudadanos asuma que el papel del monarca y el de
su descendencia sean importantes, imprescindibles, deseables?
Es probable que quien de momento parece no haber sacado los pies del
tiesto, ahora mismo se encuentre ante una página en blanco, y cualquier
autor, por mucha inspiración divina que suela tener, sabe lo que eso
significa: terror. Terror a la nada, al sinsentido, a la
insignificancia. Aunque se encuentre asesorado en esta tarea por
notables escritores, podemos imaginar que no hay equipo de guionistas en
el planeta que sepa escribir un futuro mínimamente plausible para
alguien que sustenta sus credenciales en un linaje que ha vuelto a
despreciar al pueblo y que ha de postular su futuro sobre una ejecutoria
que no existe. De su padre, a pesar de sus supuestas corrupciones, se
ha dicho que representaba los intereses de España por donde iba, que
hacía negocios útiles para el Estado y las empresas patrias, que paseaba
el nombre de su país dándole relumbrón allá por donde andaba, que como
Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas abortó un golpe militar contra la incipiente democracia,
que era muy campechano y que mandaba callar a líderes bolivarianos. De
su hijo, de Felipe, todos dicen que está muy preparado, el que más lo ha
estado en la historia de nuestras dinastías reinantes, que se olvidó de
hacer un gesto conciliador con el pueblo catalán y que es muy
esforzado, muy cabal, concienciado, y luce muy bien en actos de todo
tipo. Sí, la hemeroteca es cruel y él no ha tenido aún mucho tiempo ni
habilidades para generar y expresar un mejor relato de su reinado. Por
eso no se le conocen más prestaciones que las de portarse bien, que no
es poco dadas las circunstancias, pero que a estas alturas resulta
bastante insuficiente. (Esto, si no se demuestra que había algún tipo de
connivencia en casos de corrupción con los ahora investigados asuntos
paternos). Creo que pocos autores quisieran estar en su pellejo. Felipe VI tiene que innovar; la página en blanco necesita un autor vigoroso, una suerte de superhéroe
que a pesar de las escasas probabilidades de éxito tenga la capacidad,
quizás la última, de encontrar lectores que lleguen a creer que otra
historia de la monarquía es posible.
Probablemente el papel que tiene que escribir Felipe VI
consiste en inventarse un personaje de leyenda o de ciencia ficción que
resulte absolutamente necesario, providencial para este país,
cosa muy improbable por no decir imposible y a lo que las
circunstancias, de momento, no acompañan. Tendría que demostrar que
puede hacerlo y convencernos. Muchos esperan atentos. Otra de las
opciones es abdicar, como sugieren algunos y algunas, pero no sería
suficiente; la corona quedaría en manos de su hija, lo que además de un
problema con la mayoría de edad supondría que en unas décadas quizás
tendríamos que enfrentar el mismo tipo de problema, con ella o con su
descendencia. Una lotería en cada cambio de reinado y, por tanto un
bucle, un cuento de nunca acabar. También cabe escribir el papel de la
renuncia, el del Jefe del Estado que sacrifica su destino extinguiendo
su mandato y el de su descendencia; hacer de la necesidad virtud y
confiar en que su papel heroico sea el de quien acaba con los
privilegios de sangre para que todo un pueblo recupere sus opciones de
futuro sin más rémoras que las que la política convencional provee (o
sea, a sabiendas de que las repúblicas y los políticos también tienen
sus problemas, enormes, pero que al menos ofrecen la posibilidad de remover los cargos y acortar los mandatos, que no es poco).
La página en blanco espera. No está en condiciones de garantizar
felicidad a nadie, pero Felipe quizás imagina que su única felicidad
provendría del reconocimiento de un pueblo que ve cómo el rey
desdice a todos sus ascendientes, inmola su reinado por el porvenir de
sus conciudadanos y bloquea para siempre el acceso a la jefatura del
estado de sus descendientes. El primer republicano, el rey. La
reforma constitucional vendrá de suyo por otras razones en más o menos
tiempo, así que parece deseable que nos ahorre un referéndum apasionante
y apasionado, cargado de animadversión, exclusivamente por esta causa.
Que la inspiración divina ilumine al monarca para que como autor
verdaderamente innovador, zombi y genial, escriba las líneas definitivas
por las que sin duda podría pasar definitivamente a la Historia. Si
escribiese la opción de la renuncia radical y absoluta para él y los
suyos, quizás deba enfrentar dificultades laborales o económicas.
Supongo que no habría problema en resolverlo, igual puede servir muy
dignamente en las fuerzas armadas en el rango que le corresponda o en la
empresa privada donde siempre hay puestos simbólicos que resultan menos
gravosos para los ciudadanos que los gastos económicos y, sobre todo,
morales de un monarca al uso.
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Joaquín Ivars es escritor, artista visual y profesor de Arte y Arquitectura en la Universidad de Málaga
Fuente → infolibre.es
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