
Es habitual que en tiempos de debilidad de las luchas sociales
emerjan en la izquierda discursos conservadores. Siempre están ahí, pero
únicamente se vuelven relevantes cuando perdemos fuerza. Si las plazas
están tomadas o hay manifestaciones, okupaciones o huelgas, –en
tiempos de potencia– ¿quién se va a preocupar de discutir el sujeto del
feminismo o si el activismo antirracistas o LGTBI es “neoliberal”? Por
desgracia, estamos en uno de esos momentos de discusiones abstractas de
interés discutible.
Una de ellas es la que hace referencia al término “neoliberal”, como
adjetivo contra casi cualquier cosa, que se usa contra luchas que
incomodan porque no se entienden o no se pueden liderar, o como ariete
en guerras de poder internas en partidos, o simplemente para
posicionarse como el o la influencer de moda. El derecho a la
identidad de género acaba así siendo neoliberal, las luchas
antirracistas o el feminismo más transformador, “un conglomerado de
postulados posmodernos de las identidades”. Estos argumentos se utilizan
muchas veces para deslegitimar a estos movimientos, culpabilizándolos
de “arrinconar a la política de clase” o “los verdaderos intereses del
pueblo”. Así lo usa tanto la extrema derecha como determinadas opciones
de la izquierda conservadora, algo fascinada por los éxitos –limitados–
de la ultraderecha, que se leen como una consecuencia del “abandono de
la clase trabajadora”. Para ambos, las cuestiones materiales –y aunque
algunos se declaran marxistas– no importan, todo sucede en el mundo de
las ideas. Aquí vamos a hablar de algunas de esas cuestiones soslayadas.
No se puede responsabilizar al feminismo, a las luchas LGTBI o al antirracismo de la debilidad –o integración– de los sindicatos o de la desarticulación del movimiento obrero
No se sabe bien qué significa el neoliberalismo. Parece como si los
inconvenientes del capitalismo hubiesen empezado en los 80 con el
triunfo neoliberal –o quizás en el 68 con el nacimiento de los
movimientos sociales antiestatales–. Todo capitalismo previo debió ser
una especie de fiesta para los desposeídos. O quizás existió una era
dorada donde los trabajadores y el capital convivían felices. Cierto es
que para algunos nostálgicos de izquierdas, el capitalismo del Estado
del bienestar es la máxima cumbre a la que podemos aspirar, lo que solo
puede partir de una idealización –en qué países, durante cuánto tiempo,
para qué franjas sociales funcionó, a quién se dejaba fuera–. En España
solo podemos hablar de un Estado del bienestar subdesarrollado; en otros
lugares como EE.UU. se excluyó de este mundo de estabilidad a la clase
trabajadora negra. Y acaso ¿no se construyó a costa de la sujeción y
subordinación de las mujeres en los hogares a sus patrones maridos o
padres?
No hay que olvidar que, como explica Melinda Cooper en Family Values,
en muchos países occidentales el orden socioeconómico posterior a la
Segunda Guerra Mundial se articuló alrededor del llamado “salario
familiar fordista” –el hombre proveedor de sustento para mujer e hijos–,
que funcionó como un mecanismo para la normalización de las relaciones
sexuales y de género, y que precisamente contribuyó a estructurar la
organización del trabajo a partir de las divisiones de raza, género y
clase. En el caso de Estados Unidos, –Europa viviría algo similar a
través de las migraciones provenientes de las excolonias– esto se logró
excluyendo a los varones afroamericanos del salario familiar y relegando
a las mujeres afroamericanas a mano de obra barata y doméstica al
servicio de los hogares blancos o en la agricultura. Hay que recordar
estas cuestiones a los nostálgicos de otro ideal: el sujeto obrero de
fábrica, blanco y con la mujer en casa. Ellos efectivamente podrían
culpar al feminismo por contribuir a liquidar este orden con su lucha
contra el modelo del hombre proveedor y la familia fordista, siempre que
piensen que las mujeres deberían recuperar su antiguo papel –y que este
orden debería recuperarse al margen del nivel de vida de migrantes y
personas racializadas–.
Mucho se habla también del “neoliberalismo progresista”, una
expresión que por ejemplo usa Nancy Fraser para referirse a un tipo de
feminismo institucional hegemónico en EE.UU. que podría ejemplificarse
en la figura de Hilary Clinton. Algunos lo usan para deslegitimar todo
feminismo –o todas las luchas LGTBI– ignorando contextos sociales e
históricos y disputas de clase dentro de esos mismos movimientos. Así,
estas movilizaciones serían irrelevantes e incluso contraproducentes
porque se adaptan bien “al nuevo espíritu del capitalismo” y el
neoliberalismo sería progresista –en el sentido de ser capaz de absorber
toda lucha política–. Es evidente que se puede y se debe criticar a los
partidos socialdemócratas que separaron –como aquí ha hecho el PSOE–
las políticas de reconocimiento –de derechos de las minorías– de las
políticas de igualdad material –aunque no siempre la línea que las
separa está tan clara–. Digamos que se puede y se debe señalar a
aquellas que mientras se llamaban feministas apoyaban las políticas
económicas neoliberales.
No se puede culpar, sin embargo, a los movimientos sociales
existentes de la incapacidad colectiva de oponerse al avance del
neoliberalismo. No se puede responsabilizar al feminismo, a las luchas
LGTBI o al antirracismo de la debilidad –o integración– de los
sindicatos o de la desarticulación del movimiento obrero que fue un proceso histórico multifactorial y complejo
(Esto no implica que no se pueda articular una crítica a las derivas
identitarias de algunos de esos movimientos, o sus políticas de demanda
de integración estatal, pero en cualquier caso eso implicaría análisis
más afinados, no una impugnación total a riesgo de tirar al niño con el
agua sucia del baño). Los derechos que se obtuvieron en cuestiones que
algunos llaman “de representación” fueron fruto de arduas
movilizaciones. Muchos de estos movimientos, además, tenían una impronta
fuertemente anticapitalista, pero su derrota –no fueron quienes
efectivamente lidiaron las políticas feministas o LGTBI– es el signo de
los tiempos.
Parece que habrá que recordar, una vez más, que la clase obrera
existe en procesos de autoorganización y no simplemente invocándola de
palabra. No existe como puro discurso. Y la clase
obrera como categoría sociológica hoy en Europa precisamente es
racializada, plural, llena de personas LGTBI y donde migrantes y mujeres
ocupan las posiciones más explotadas. Solo ignorando esto se puede
seguir invocando mentalmente a la “verdadera clase” y sus verdaderos
intereses. Cuáles puedan ser esos, una vez más, solo podrán decidirlo
los que se autoorganizan, luchan y hablan por sí mismos.
¿Es el neoliberalismo progresista?
Ejem. El neoliberalismo triunfó en los 80 de la mano de Thatcher y
Reagan, que sumaron a los elementos de radicalización del liberalismo su
preocupación por la familia y la tradición. En ese sentido, el
neoliberalismo en la teoría se presentaba como una forma revolucionaria
capaz de sacudir los cimientos de toda la sociedad –y así fue– pero
también como una doctrina y práctica perfectamente compatible con la
preservación de la familia o los valores tradicionales. Aún antes de
esta pareja maléfica, el neoliberalismo se empezó a experimentar sin
cortapisas durante la dictadura de Pinochet en Chile. Aquí el
neoliberalismo no es que no fuese progresista, es que directamente no
era ni democrático. (De hecho, para el neoliberalismo la democracia
suele ser una metáfora del mercado y poco más mientras que la libertad
es concebida como libertad económica. El mercado es la expresión
material, concreta, de la libertad. No hay otra posible. Todo lo demás
es secundario).
El individualismo neoliberal encaja con la defensa de la familia tradicional, esa que funciona como espacio de control y subordinación de la mujer, niños y personas LGTBI
Precisamente, como explica Melinda Cooper,
el individualismo neoliberal encaja perfectamente con la defensa de la
familia tradicional –esa que funciona de estabilizador social, espacio
de control social y de subordinación de la mujer, niños y personas LGTBI
y donde se reproduce buena parte de la violencia patriarcal–. El
trabajo de Cooper, que se centra en Estados Unidos, muestra cómo los
recortes neoliberales del gasto público en educación, salud y bienestar
se basaron en el supuesto de que las relaciones familiares reemplazarían
estos servicios públicos a partir de la deuda intergeneracional. En ese
sentido, los neoliberales no estaban tan alejados de los conservadores
en sus propuestas, si bien, a diferencia de estos –o del orden
fordista–, su propuesta no estaba sujeta a costumbres sexuales
disciplinarias específicas o a una defensa de la familia
heteronormativa.
Los lazos familiares se muestran así imprescindibles para absorber
los choques e indeterminación que provoca el libre mercado, ya que se
pretende desmontar cualquier soporte bienestarista mientras se
liberaliza –se precariza– el trabajo y se deja los bienes básicos a
merced de “la mano invisible”. Así, el neoliberalismo utiliza a la
familia para retrotraer funciones al Estado. De hecho, después de la
crisis del 2008, con los recortes y la austeridad –la salida neoliberal–
la familia se ha vuelto más importante para la supervivencia de las
personas.
Recordemos, esa institución sin la que no habría trabajadores listos
para ser explotados –mujeres que reproducen la mano de obra–. Y que es
fundamental para reproducir la estructura de clases. En el orden
neoliberal, además, el origen social cada vez importa más para las
posibilidades económicas y de vida de las personas. La herencia aquí es
un mecanismo esencial, pero también la educación, los contactos, las
posibilidades de endeudamiento, etc. El problema no es la familia en sí,
sino no disponer de alternativas que te den autonomía. Como señala Cinzia Arruzza,
a pesar de la multiplicación de las identidades y prácticas sexuales,
la mayor visibilidad de las personas trans y los estilos de vida no
conformes con el género, –así como su mercantilización y promoción como
nichos de mercado y nuevas fuentes de ganancias y sitios de inversión–,
la familia ha seguido ganando peso, también la sujeción que implica. El
neoliberalismo, por tanto, no solo no ataca a esa institución
fundamental para el sostén del orden social sino que la refuerza al
hacer recaer más peso en ella.
Por tanto, materialmente, constitutivamente, en lo que más nos
importa, el neoliberalismo tiene poco de progresista o feminista y los
derechos de las personas trans, o el feminismo de clase no son
neoliberales. El neoliberalismo es fundamentalmente un programa
económico que organiza la sociedad alrededor del mercado, de un mercado
ordenado e impulsado por un Estado que está impelido a gestionar los
mínimos servicios públicos. Un Estado que debe facilitar que el mercado
opere con la mayor libertad y gestione las mayores áreas posibles de la
vida. Nada de eso contribuye a la autonomía de las mujeres o de las
personas trans. Así, como propuesta económica o de organización social
es compatible tanto con regímenes “progresistas” o de derechos como con
la extrema derecha de Bolsonaro en Brasil, Trump o el mismo Abascal.
Hoy, la crítica que necesitamos para avanzar es algo más compleja,
tiene que ser triple si se quiere efectiva. Por una parte contra el
neoliberalismo y su guerra contra las posibilidades de vida, pero
también anticonservadora –a derecha e izquierda–, contra la fascinación
que despierta en algunos la extrema derecha y sus críticas al
capitalismo basadas en la nostalgia de la familia, la homogeneidad
étnica o la nación. Ninguna nostalgia nos hará iguales y libres. Por
último, tiene que ser profundamente anti identitaria cuando estas
identidades dificulten la articulación de frentes amplios como los que
necesitamos para oponernos al poder del capital.
Fuente → ctxt.es
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