

A inicios del año 1865 el general Narváez, espadón al mando en
España, anunció que la reina Isabel II vendía su patrimonio para
apaciguar el marasmo fiscal del país a la vez que se reservaba una
pequeña comisión. Muchas de sus joyas, que la investigadora Nuria Lázaro
Milla considera
“magníficas”, habían sido regalos a la jefatura del Estado y la medida
fue juzgada con severidad por los primeros intelectuales demócratas. Uno
de ellos, que habría de ser jefe del Estado en la Primera República,
fue el gaditano Emilio Castelar Ripoll, catedrático de filosofía en la
universidad de Madrid. Este publicó en el diario La Democracia un vehemente artículo satírico donde hacía sangre respecto a ese falso “rasgo” caritativo de la reina. En el texto recordaba, en una cita de plena actualidad, que:
Narváez quiso cesar por decreto ley a Emilio Castelar de la universidad central de Madrid por sus criticas a la reina y provocó como consecuencia una cascada de dimisiones
“En los países constitucionales el rey debe contar por única renta la
lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para sostener su
dignidad. Impidiendo al rey tener una existencia aparte, una propiedad,
como rey, aparte de los presupuestos generales del país, se consigue
unirlo íntimamente con el pueblo. Hace mucho tiempo que se viene
encareciendo cuanto podían servir para sacar de apuros al erario los
bienes patrimoniales de la Corona”.
Vicente Cacho Viu
fue el gran investigador reciente de la escabechina que provocó este
artículo, la llamada “Noche de San Daniel”, el 10 de abril de 1865.
Resumidamente, Narváez quiso cesar por decreto ley a Castelar de la
universidad central de Madrid y provocó como consecuencia una cascada de
dimisiones. Una serenata en homenaje a los profesores cesados, ese
abril, llevó a la muerte de diez personas entre estudiantes y curiosos.
El novelista Benito Pérez Galdós refiere este hecho,
al que asistió, como vivencia madre de su trayectoria literaria y
también señala cómo esas muertes incitaron la condena de todos los
diputados en Cortes. La reina Isabel II, a la que Galdós tituló “reina
de los tristes destinos”, caería apenas tres años más tarde por una coalición que invocaba “la honra” del país frente a la corrupción de la soberana.
Este ejemplo clásico de nuestro siglo XIX demuestra aquella cita
del jacobino Louis-Antoine de Saint Just en la convención nacional
francesa en noviembre de 1792: “No se puede reinar inocentemente: la
locura es demasiado evidente”. Una máxima tan cierta, tan sabia en su
radicalismo, que parece jamás llegó a leer el actual rey emérito, Juan
Carlos de Borbón.
Comisiones borbónicas
Más de un siglo después, en pleno apogeo del sistema democrático del
78, el periodista Jesús Cacho fue el primero en denunciar las comisiones
del rey, destapadas ahora, en El negocio de la libertad.
Este libro, una historia oral de las luces y sombras del felipismo
publicada en 1999, recogía con bastante sorna las amistades libertinas
del soberano y su sistema de comisiones. Su amistad con el corrupto
diplomático Manuel Prado y Colón de Carvajal, condenado en 2004 por un
“muerdo económico”, era recreada por Cacho con el colmillo afilado:
“Con el desparpajo que le caracteriza, Prado no deja títere con
cabeza. Tratando de salvarse por su cuenta, se sirve del rey llamándolo
‘mon patron’, ‘mon ami le patron’, ‘sa majesté’, ‘il connais tout…’.
Prodigio de discreción, detalla la existencia de unas cuentas
comprometedoras en Liechtenstein, cuya numeración (letras y números)
cita; dice que el Gobierno está al corriente…”.
El periodista burgalés, uno de los mayores defensores de las medidas
liberales de Aznar, no era ni es en ningún caso un antisistema. De
hecho, ni siquiera tiene el pedigrí de hombre contrario a la transición
como sí tenía en el tiempo el activista periodístico Gregorio Morán,
azote de posibilistas y siempre antimonárquico. De ahí el mérito de ese
libro, que solo se pudo publicar en la editorial Foca gracias al valor
del librero Ramón Akal. De hecho, su editor original, Plaza y Janés,
decidió no lanzar la obra por presiones de la corona, según contó en un artículo el periodista el pasado marzo.
Era el año 1999: la burbuja crediticia e inmobiliaria presentaban a
un país feliz sin apenas crítica al soberano, y su caso de presión
editorial censora fue extrañamente ninguneado por los medios de
izquierda. Las voces discordantes contra la corona fueron silenciadas
poco a poco en la prensa. No, Juan Carlos de Borbón no tenía ya a un
Narváez dispuesto a dar “saladero”, como se decía en el tiempo, a unos estudiantes demócratas, pero sí algo que el politólogo Jorge Verstrynge
llamó “derecho a veto telefónico”. Esto le costó su puesto en la radio
con Julia Otero por llamar “tránsfuga” del franquismo al rey, algo no
poco certero. Tan distinto a Verstrynge, menos en su vehemencia, el
periodista y filólogo Federico Jiménez Losantos confesó que había sido
cesado de la Cope por su vehemencia contra el Borbón en sus divertidas
memorias radiofónicas de nombre El Linchamiento. En estas hacía declarar a su majestad:
“Le he dicho a Rouco Varela que recen menos por mí y la monarquía se
ocupen más de la Conferencia Episcopal que controla a la Cope”.
Poco después Losantos sería cesado de La Mañana, confirmando
las presiones regias. Existieron otros casos que demuestran la
incapacidad de Juan Carlos para someterse a críticas, su censura
implícita y sus continuas presiones a los editores. En el ámbito del
entretenimiento, más alejado de la información, El peor programa de la semana de El Gran Wyoming fue censurado
en 1994 solo por invitar a Quim Monzó, que había hecho las semanas
anteriores una sátira en TV3 de la Infanta Elena como clase pasiva.
Uno de los episodios más sangrantes fue la saña contra la revista El Jueves
por su sátira de la corona que se concretó en varias denuncias, además
de la bochornosa censura del número 1573, del 18 al 24 de julio de 2007.
Este mostraba algo tan inofensivo como los actuales soberanos
planificando un heredero. Los cambios editoriales, desde unos años
antes, motivaron además la reprobación final de la publicación por una
portada en la que mostraban algo evidente en el número 1932: el rey
abdicaba por el olor a corrupción que había dejado su paso por la
jefatura del Estado. La editorial cambió la portada con la oposición de
la redacción, casi la mitad de la plantilla se fue con esta censura, y
sustituyó la ilustración suprimida por una insípida sobre el líder
populista Pablo Iglesias.
Un rey solo
Este historial de “censuras”, que afortunadamente no desembocaron en
más “noches de San Daniel”, han ido generando desafección de los
ciudadanos hacia la corona y dejaron al soberano solo en su abdicación.
Juan Carlos, además, dejó como regalo envenenado a su heredero en el
traspaso de poderes una comisión por una obra faraónica, el Ave a la
Meca, que recuerda por sus modos y mezquindad a lo más corrupto de la “beautiful people” de finales de los ochenta e inicios de los noventa. Y esta vez no había un Javier de la Rosa o Mario Conde que cargaran pacientemente con los pecados del soberano: la comisionista Corinna zu Sayn-Wittgenstein no calló.
Así, luego del Caso Nóos de Iñaki Urdangarin –que actuó al amparo de su protección regia–,
Juan Carlos demostró en esa obra hispano saudí su escasa astucia al
repetir un sistema de comisiones que ya se había llevado por delante a
muchos políticos de PP y PSOE. Esta vez ni siquiera “el rasgo” era la
enajenación de los bienes nacionales, sino 100 millones de euros que
Felipe VI, el actual monarca, debía heredar y que Hacienda ni siquiera
pudo auditar. La patria, como en tiempos de la reina castiza, volvía a
ser un negocio y no un deber, tal y como veía con sagacidad Castelar.
Esta información, que convierte al rey emérito en alguien
profundamente inmoral –es de 2008, en el inicio del estallido de la
crisis económica–, depara al soberano un posible exilio en el que no
volverá a recibir el homenaje de todas las castas del país. Esas mismas
que, durante años, le convencieron no solo de su inviolabilidad legal,
sino de su infalibilidad casi papal. En contraste, es justo decir que
todos estos periodistas y ciudadanos que se negaron a ese homenaje
interesado y que fueron purgados de la esfera pública merecen ser
reivindicados por haber tenido el valor de decir en público lo que era vox populi en privado.
Quizá la corona, el rey Felipe, necesite un nuevo Cánovas del
Castillo que controle este futuro exilio del monarca emérito. Este, que
llamaba a Isabel II entre los suyos “la tirana”, afirmó al embajador inglés sobre ella lo que parece ahora el epitafio ominoso del ciudadano Juan Carlos de Borbón:
“No volverá”.
Fuente → ctxt.es
No hay comentarios
Publicar un comentario