
Les contaré una historia personal con cierto indecoroso pudor porque
entiendo que las vivencias producen, quizá, emociones que nos ayudan a
entender los problemas mejor que varios tratados sociológicos de
enjundia teórica.
Corría en sus principios la década de los ochenta. Yo había tenido
dos hijos inesperados (pero muy amados) antes de cumplir los diecinueve,
lo cual pueden ustedes imaginar que deja trauma indeleble a cualquiera.
Nunca tuve vocación maternal aunque no lo descartaba pero mi vida tenía
objetivos diversos. Con ello quiero decirles que mi obsesión por no
volver a quedarme embarazada era eso: obsesión malsana.

Tenía
facilidad para ello, que le vamos a hacer, cosa que pesaba. Tomaba la
píldora de forma clandestina conseguida por mi aguerrida abuela
(feminista radical sin saberlo, ella, tan brava) que conseguía de forma
fraudulenta de manos de una farmacéutica solidaria ( la sororidad no la
inventaron las últimas feministas, queridas hermanas, siempre funcionó)
Yo, había pasado por un problema importante de salud (tumor benigno en
la mama que se resolvió con cirugía sencilla) por lo que estaba
contraindicado tomar anovulatorios…y volví a embarazarme. Mi decisión de
no tener más hijos era irrebatible. Tenía problemas con mi pareja y
había tomado la firme decisión de divorciarme (en cuanto legalizaran el
divorcio, claro) Por lo que me decidí después de terribles conjeturas
por abortar. Y digo terribles porque para las mujeres de entonces,
educadas en el cristianismo –aunque ya no practicaba ni por asomo pero
los resabios ahí andaban- con el discurso carcundo de entonces la
decisión era muy dura. Arramblé con los pocos dineros que tenía,
incluidos prestamos amigos, y como tantas mujeres de mi época, tomé el
avión caravana que salía hacia Londres desde Sondika (Bilbao) Sentada
en mi sitio, me sorprendió comprobar que el 90% de personas integrantes
del viaje eran mujeres. De variadas edades. Jóvenes llorosas amarradas a
la mano de su madre, algunas, otras lívidas y solas o con una amiga.
Parejas sobrecogidas que miraban al vacío. Mujeres maduras, que como yo
tenían hijos y familia detrás…De todo tipo. Comprobé perpleja, al
aterrizar, que todas sin exclusión llevábamos el mismo fin: abortar de
forma segura en una clínica londinense.
Hermanas
feministas a las que recurrí me allanaron el camino, ofreciéndome
información cuando entonces por hacerlo se iba a la cárcel. ¡Ay! esa Librería de Mujeres
que vía telefónica se apiadó de mí enviándome a un piso de feministas,
estudiantes de medicina y bien informadas, jamás les agradeceré su
valentía y su sororidad al facilitarme la dirección y los teléfonos de
las clínicas londinenses. La opción de abortar en mi ciudad era dejarme
descuartizar en una mesa de cocina, entre charcos de sangre y sin
asepsia. Murieron muchas mujeres a consecuencia de ello. No era caro
abortar así pero mis niños necesitaban una madre y yo la vida . Había
una clínica donde las chicas bien del Santander de entonces abortaban. Andaba en un edificio la calle Lealtad
(omito el nombre del doctor que era titular por razones obvias…además
de ginecólogo de tronío era un conocido ultraderechista que alardeaba de
arma y en cuyo despacho lucía el retrato de Franco) Por supuesto el
costo de tal intervención se escapaba muy mucho de mi peculio. Les diré
que era justo el doble de lo que costaba en Londres, con viaje, hotel y estancia incluida.
En el aeropuerto londinense, comprobé el desprecio absoluto hacia las
personas que llegábamos con el fin conocido por las autoridades.
Querían nuestro dinero pero despreciaban nuestras personas llegadas de
un salvaje país que nos obligaba a esta emigración infamante. Humillante
interrogatorio en la ventanilla donde nos hacinamos quienes no éramos
miembros de países de la CEE, miradas de desprecio (que bueno es recordar que hemos sido las parias de Europa cuando
se nos suben los humos) hasta que ingresé en la clínica. El trato fue
respetuoso, cariñoso y delicado. Nunca olvidaré la mirada profunda de
unos ojos hindúes que me contemplaban muy de cerca mientras me
despertaba de la anestesia con palabras cariñosas, acariciando mi cara y
diciéndome que todo estaba bien, acabado y que pronto volvería a casa.
Imaginen. Nunca había salido de España, no conocía ni Madrid…viajando sola, aterrizando en Gatwick y abortando en soledad. Nada que no hiciéramos miles, cientos de miles de españolas de entonces.
Con el trauma a cuestas, que conocían mis íntimas amigas, buscaba una
solución, cuando una de las amigas/hermanas, que trabajaba en la
administración de la Residencia Cantabria, me avisa de
que acababan de abrir un centro de planificación familiar. Me contó que
eran progresistas, practicaban a una ginecología humana y moderna que
se empeñaba en tratar el cuerpo de la mujer con respeto y decencia.
Entenderán que al día siguiente

bien dispuesta me planté en la puerta de lo que era Centro de Planificación familiar LA CAJIGA. Desde el primer momento el trato y la sintonía fueron de ida y vuelta. Tengo la historia número 28
de ese centro. Cuando ahora me revisa para consulta alguna chica nueva
(no quedan históricas, están o jubiladas o masacradas por una jefa
impresentable, pero eso es otra historia) contemplan mi ficha con la
misma sorpresa que tendrían los primeros visitantes de Altamira.
Creo que leyéndola se refleja bien la historia de la ginecología
española. Diré más: la historia de las mujeres españolas y la lucha
enconada por nuestros derechos.
Bien, en mi visita al centro de planificación, expongo la idea de
practicarme una ligadura de trompas amparada en la decisión firme de no
tener más hijos. Me atiende un atractivo médico, engalanado con los
atributos progres de entonces: barba salvaje y pelo mal cortado. Mi
primer encuentro con el doctor Domingo Álvarez fue
positivo. Estaban revolucionando la ginecología con un trato humano y
respetuoso hacia el cuerpo de la mujer. Fue un pionero al que guardo
amor y agradecimiento (dos veces, dos, su diagnóstico y su insistencia
en tratarme, me salvaron la vida, como para no quererle) Me escuchó con
atención. Le referí lo de mi aborto, a lo que me preguntó si quería que
figurase en la ficha. Le confirmo que sí, puesto que debíamos dar a
entender a la administración la necesidad de una ley de aborto libre.
Me avisa de los consiguientes perjuicios legales que tal afirmación
puede suponer y sigo afirmando que asumo la situación. Asegura que por
él, me lo practicaría en ese mismo momento pero…que hay que pasar un Comité de Ética que es quien aprueba la intervención. Perpleja, le digo que es mi cuerpo, es mi decisión…Nada, hay que esperar.

Sobra decirles que si optaba por la medicina privada la ligadura era
meramente cuestión de pagar, los mismos integrantes del furibundo Comité
me la practicarían sin mover una ceja. No lo hice, en primer lugar, por
la precariedad económica que siempre ha basculado entre el precipicio y
el desastre…y por cuestión ideológica. Creía tener derecho a que la Sanidad pública respetase mi derecho a decidir. Punto palote.
Con mi indignación a cuestas me resigné a seguir hormonándome hasta
que un tumor (el segundo, ya les digo) de útero, este serio y feote, me
eliminara la capacidad de concebir.

Bien. Llegadas hasta aquí, queridas lectoras/es les pediría que reflexionaran con calma mi historia. Derecho a decidir. Derecho a no medicarse si hay opciones seguras. Derecho a ser lo que se quiere, a explorar el futuro de la forma propia. Y por qué no: derecho a equivocarse sin provocar ninguna consecuencia en otra persona.
En la nueva ley que se pretende implementar en el Parlamento sobre las personas trans, creo que se trata de lo mismo que yo padecí. Derecho a decidir. Me dirán ustedes que yo era mayor de edad y las/os niñas trans
no. Por supuesto, pero tienen padres y madres que sí lo son y resulta
que en principio y sin pruebas de lo contrario, un padre y una madre
quieren lo mejor para su hija/o y están capacitados para decidir.
Si han llegado hasta aquí, les rogaría una mínima reflexión sobre el
tema. Que es escabroso, cierto, que es molesto adjetivarnos como cis
a las que siempre hemos sido solo mujeres, claro. Pero si por un
adjetivo alguien se siente mejor, deja de sentir la humillante sensación
de no ser escuchada, yo me pongo el cis hasta en el sombrero.
Lo del menoscabo de nuestra condición de mujeres, perdonen, pero lo
obvio porque me parece una absoluta estupidez defender la estulticia
del argumento.

Por último, hermanas, os diré que nos estamos patriarcalizando (querida Constanza, te robé el palabro, como ves) de forma acelerada con esa forma de pontificar y hablar en nombre de TODAS las feministas, de decidir por TODAS, las mujeres, de decir cómo debemos ser TODAS, las mujeres.
No es el camino. Creo que el dialogo, la cordura y las buenas formas
faltan. Mirar a los lados, entender que nadie ¡nadie! tiene el
patrimonio y el catecismo del verdadero feminismo, tan solo estudiando y
escuchando las diferentes formas del camino podemos avanzar. Me apena
observar que ahora, las antiguamente reprimidas se han convertido en
represoras. Y eso desde Orwell y su Rebelión en la granja, está muy feo. No pontifiquemos, hermanas, escuchemos, acerquemos posturas, oigamos a las hermanas trans que nos aportan, que nos cuentan, en vez de asumirlas como enemigas.
Lejos de mí volver a crear polémica que ya ha resentido amistades y
compañerismos que desearía recuperar cuando esta digresión se calme pero
la fidelidad a mí misma y el respeto que debo a las queridas
compañeras, mujeres trans, me hacen tomar conciencia de la
enorme injusticia que se está cometiendo y la fisura que este proceder
produce en nuestro avance social.
Fuente → lapajareramagazine.com
No hay comentarios
Publicar un comentario