
Mientras el pueblo de Jerez y las organizaciones sociales, más los familiares de las víctimas, estábamos el viernes 17 en la calle Zarza colocando una placa homenaje a cinco jerezanos que fueron asesinados en los campos nazis,
el Ayuntamiento —por supuesto, sin la alcaldesa presente— se entregaba
ayer sábado 18 a una formalidad insulsa cambiando una placa al pie del
solitario Alcázar… y a hurtadillas sustituye el rótulo de calle
“Comandante Paz Varela” por “Arturo Paz Varela”, como si valiera
sustituir una calle que se llamara “Comandante Salvador Arizón” por otra
que se llamara “Salvador Arizón”.
El sorprendente desnortamiento del Ayuntamiento de Jerez en materia de memoria histórica
da vergüenza ajena y es ya la comidilla de todo el movimiento
memorialista de Andalucía. Aquellos concejales del Jerez del 36, como
aparece en la placa de mármol junto al salón de plenos, tampoco fueron
fusilados, sino “represaliados”… En fin, mientras este pusilánime PSOE
de Jerez causa asombro con sus gestos y palabras huecas, nosotros
recordemos… En Jerez las fuerzas conservadoras encabezadas por grandes
terratenientes y empresarios, más el ejército, los falangistas y la
iglesia católica de entonces, fundamentalmente, hicieron todo desde el
minuto uno para ejecutar el golpe militar que los generales africanistas
habían planeado contra la II República y contra los proyectos
emancipadores del movimiento obrero.
Porque Franco y los suyos, y esto es muy importante tenerlo presente, no solamente dispararon contra una forma de Estado,
el Estado republicano, sino especialmente contra una forma alternativa
de concebir las relaciones humanas y la cultura, es decir, contra toda
filosofía de progreso, de libertad, de conciencia crítica de la
realidad, de espíritu científico, de defensa de la igualdad y los
derechos humanos. Por eso, no lo olvidemos, tantísimos maestros y
maestras republicanos, que enseñaban esos valores, caerían en los
paredones de fusilamiento.
Por tanto, no fue solo un golpe militar contra una forma de Estado,
fue, más allá de eso, un podrido grito de viva la muerte, de Santiago y
cierra España, de sentimientos genocidas ejecutados contra quienes se
habían atrevido a denunciar la sociedad piramidal que mantenía, desde
siempre, en la pobreza y la oscuridad al 90% de la población. Exterminar
cualquier impulso de cambio social, esa era la cuestión para los
fascistas, como ya estos habían demostrado en Italia y Alemania.
Rápidamente en Jerez pasaron por las armas a la mayoría de los
concejales republicanos y al alcalde Antonio Miguel Oliver Villanueva,
17 personas, al tiempo que organizaban un inmenso baño de sangre en todo
el término municipal, incluyendo un campo de concentración en el
cortijo de Vicos y centros de detención y tortura como la cárcel de
Belén y el Alcázar.
Este baño de sangre, capitaneado por el comandante de caballería Salvador Arizón Mejías,
debió causar al menos unas 600 personas asesinadas, gran parte de los
cuales asesinatos los memorialistas hemos podido documentar. La
silenciosa guerra, una cruenta guerra de retaguardia, practicada por los
despiadados militares, falangistas y milicias nacionales se desarrolló
en Andalucía occidental, bajo la batuta criminal de Queipo de Llano, en
forma de carnicería humana, sobrepasando ampliamente los límites de lo
que cualquier persona hubiera podido imaginar. No solamente se mató
selectivamente para asustar a la población o a la militancia de
izquierda, se mató sin límite para exterminar de raíz cualquier idea
contraria al nacionalcatolicismo parafascista que sostenía las ideas que
los generales sublevados habían suscrito para reconstruir esa sociedad
patriarcal, catolicista, clasista y dictatorial de siempre, la misma
sociedad que coronó, por los mismos motivos, la plaza del Arenal con la
estatua ecuestre del dictador Primo de Rivera.
El lamentable error de la Transición de silenciar
estos acontecimientos históricos, olvidando los cuerpos de quienes yacen
todavía en tantas cunetas y fosas, ha hecho que la cuestión de la
memoria histórica se haya constituido desde hace unos años en un
referente político ineludible para revisar a fondo nuestro devenir como
sociedad y nuestros fundamentos democráticos. Pero aún algunos se
atreven a llamarnos rencorosos a quienes defendemos que hay que sacar a Queipo de Llano de la basílica de la Macarena, o que hay que sustituir la lápida rebosante de honores militares del comandante Arizón Mejías en el cementerio municipal de Jerez por otra simplemente con su triste nombre.
Aún algunos se empeñan en imponernos, aunque ya nunca lo lograrán,
que hay que cerrar heridas por la vía de la “conciliación”… es decir,
del silencio y de la impunidad. Yo no tuve ningún familiar directo a
quien fusilaran o golpearan o depuraran o envenenaran o robaran o
maltrataran o amenazaran o desterraran, aunque conozco relativamente
bien los apuros que debió pasar mi abuelo Miguel, que fue presidente de
un sindicato en los años 30, para que no lo mataran; así como sé que en
su casa, bien a escondidas, se sintonizaba radio La Pirenaica. Como
también mi padre me contó el daño psicológico que una prima suya, hija
de “un rojo‟ al que mataron, sufrió en el colegio.
En mi familia directa no hubo muertos, pero me acuerdo que mi padre
soñaba alguna vez con los camiones que, chorreando sangre, iban de aquí
para allá por el Jerez de 1936, cuando él contaba con 5 años. Entonces,
la carnicería genocida del 18 de julio en Jerez, y por eso he contado
algunos de mis recuerdos familiares sobre el tema, no es un asunto que
afecte solamente a las personas que son víctimas directas del
franquismo, y que por ejemplo han pasado por las cárceles de “los
grises‟ en los años 60 o 70 o principios de los 80, o solamente asunto
de los familiares descendientes de las víctimas mortales cuyos cuerpos
aún podrían quizás estar enterrados, quien sabe, en el ahora llamado
Parque Scout.
No. Aquella carnicería es asunto de todos los jerezanos y jerezanas
que sabemos que no podemos seguir viviendo con dignidad política en una
ciudad que aún mantiene, con el inaceptable silencio del gobierno
municipal, en el pedestal del monumento ecuestre de Primo de Rivera a
varios generales golpistas, entre ellos por ejemplo al que fue
presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, cuya temible
necrológica puede leerse en ABC de 20 de diciembre de 1941, el teniente
general Emilio Fernández Pérez. Algunos querrían convertir la memoria
histórica en un acto familiar, íntimo, privado, propio solamente de los
afectados directamente por aquellos inhumanos asesinatos. Querrían no
hacer mucho ruido y reducir las consecuencias de aquel genocidio
colectivo a acontecimientos emocionales de índole familiar basados en la
mera exhumación de unos cuerpos lamentablemente olvidados.
Pero la memoria histórica no es eso, no es un movimiento social concebido para poder llorar,
recordar efímeramente y pasar página. No es un movimiento, que surgió
al margen de las olvidadizas instancias institucionales, que tenga por
objetivo único la necesaria dignificación individual de aquellas
personas que mataron. No. La memoria histórica es un movimiento político
colectivo, aunque no partidista, que tiene que ver, sobre todo, con la
convivencia democrática de todos. Porque todos fuimos brutalmente
agredidos por el fascismo. Todos estamos concernidos a mantener los
mecanismos políticos democráticos que impidan que aquello se repita.
Todos y todas, a día de hoy, estamos llamados a cambiar la imagen de
nuestra ciudad, presidida hasta ahora por un dictador en la plaza del
Arenal y por un alcalde franquista en la avenida Domecq, por una imagen
de libertad y de respeto a la convivencia democrática. No hay otro
camino. Erigir en Jerez un memorial a las víctimas en un lugar céntrico
es necesario y es urgente, pero no para recordar asépticamente los
nombres de aquellas personas que fueron asesinadas, sino para frenar el
fascismo de hoy con las ideas de emancipación social y de libertad por
las que aquellas vivieron, lucharon y murieron.
Fuente → lavozdelsur.es
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