Fascismo y antifascismo (y II). El antifascismo
 

Fascismo y antifascismo (y II). El antifascismo
Alejandro Andreassi Cieri / Profesor jubilado del Departamento de Historia Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona.
El antifascismo
El aspecto clave que se deriva del desarrollo de la lucha contra el fascismo es la recuperación por parte de las izquierdas y el movimiento antifascista de una articulación dialéctica entre democracia y transformación de la sociedad. La primera es considerada un factor fundamental para la superación del capitalismo y la segunda la condición clave en la profundización de la democracia y en la realización de la igualdad no sólo jurídica sino social. Esta concepción va a ser el resultado de un proceso prolongado de praxis y reflexión en las filas del movimiento antifascista, que exigió hacer un análisis adecuado de sus características. El antifascismo se diferenciaba de los partidos conservadores tradicionales por la capacidad de constituirse en movimientos de masas y por la capacidad de violencia, de militarización de la acción política a través de sus bandas armadas, que no solo eran toleradas sino también apoyadas directamente por las instituciones estatales.

Rothfront, saludo del Roter Frontkämpferbund (milicias comunistas alemanas del KPD, fundadas en 1924)

Si se habla de movimiento antifascista sin matices se corre el riesgo de transmitir una imagen de unidad desde el principio que no fue tal. El mundo comunista y el socialdemócrata no actuaron conjuntamente durante la década de 1920, y llegaron no sin dificultades a acuerdos de unidad hasta mediados los años treinta. En ese sentido podemos encontrar diversas consideraciones sobre la naturaleza del fascismo, que muestran las dificultades iniciales para entender sus características y su significado político y social, así como las diferencias ideológicas y conflictos en el seno del movimiento obrero europeo, que modulaban dichas interpretaciones. Si bien todos coincidían en destacar la amenaza que representaba para los movimientos emancipatorios, así como para la libertad y los derechos humanos, en general. Podríamos agrupar los primeros diagnósticos sobre el fascismo, de los cuales derivaran respuestas políticas diferentes en dos grandes grupos: En primer lugar, la consideración del fascismo como un instrumento de la fracción más concentrada, agresiva  y poderosa del capitalismo, donde la novedad que representa respecto a otros movimientos contrarrevolucionarios es la extrema violencia y su constitución en movimientos de masas y, en segundo lugar, la definición como un fenómeno claramente contrarrevolucionario, considerado más que una “guardia blanca” al servicio del capital, capaz de penetrar incluso en sectores de la clase obrera y que conservaba cierta autonomía respecto de las clases dominantes aunque acabara coincidiendo con sus intereses.

1932: Karl-Liebknecht-Haus en la Bülowplatz de Berlin con el emblema de Antifaschistischen Aktion (foto: Bundesarchiv B 145 Bild P046279)

Estos diagnósticos no dependían solamente de las orientaciones ideológicas de las organizaciones obreras sino del contexto en que se producían los mismos, por lo tanto, pueden observarse en un mismo autor o en un mismo movimiento diferentes definiciones del fascismo dependiendo de su evolución, así como de la situación de la lucha de clases y de la coyuntura que atravesaba el capitalismo. Por ejemplo, al primer bloque correspondería la definición propuesta por Dimitrov en el VII congreso de la Komintern para impulsar la constitución de los frentes populares; pero también la de Harold Laski, perteneciente al ala izquierda del laborismo.[1]  En cambio, al segundo bloque corresponderían los puntos de vista de un austro-marxista, como Otto Bauer, o los de un miembro de la considerada “ala derecha” del KPD, August Thalheimer.[2]

La designación de Benito Mussolini como primer ministro el 28 de octubre de 1922, luego de la Marcha sobre Roma, había transformado al fascismo de amenaza potencial en terrible realidad.   Zinoviev, en el IV Congreso de la Komintern en diciembre de 1922, declaró que el fascismo era la forma en que se manifestaba la ofensiva política que la burguesía emprendía en el ámbito de la economía contra la clase obrera. Lo definía como una guardia blanca que intentaba ganar el apoyo de las clases medias urbanas y rurales y de algunos sectores obreros decepcionados por los fracasos de la democracia liberal. Con él coincidiría Clara Zetkin, que entendía el fascismo como un fenómeno típico del capitalismo en crisis, que expresaba el recurso a la violencia de las clases dominantes frente al fracaso del Estado burgués tradicional para defender sus intereses, en el pleno del Comité́ Ejecutivo de la Komintern celebrado el 23 de junio de 1923. Zinoviev destacaba su carácter de movimiento de masas gracias a la atracción que ejercía principalmente sobre la pequeña burguesía, ante la que se presentaba como el movimiento que pretendía redimir los padecimientos de ese sector social, que se consideraba amenazado por la proletarización. También señalaba que el ascenso del fascismo era consecuencia del fracaso del movimiento obrero para resolver a favor de la clase obrera y los demás sectores populares la crisis capitalista, produciendo así la frustración y desafección de incluso sectores medios que habían confiado en las fuerzas socialistas para mejorar su situación, los que así eran empujados a creer en la demagogia anticapitalista de los fascistas.[3] En ese congreso de la Komintern se había consagrado el Frente Único como táctica para afrontar en general la contraofensiva capitalista. Esta contraofensiva se verificaba una vez concluida la oleada revolucionaria que había sacudido a Europa en los momentos iniciales de la postguerra y, por lo tanto, también se proponía esta táctica como método adecuado para enfrentar al fascismo.[4]

Cuarto congreso de la Komintern, 1922 (foto: ciml.250x.com)

La táctica del Frente Único, propuesta inicialmente en 1921 por el KPD, consistía en que los partidos comunistas impulsaran amplias coaliciones con otras organizaciones del movimiento obrero, incluso las socialdemócratas consideradas como “reformistas”, tanto a nivel político como sindical. Su objetivo era el de alcanzar reivindicaciones inmediatas, tanto económicas como políticas, que revirtieran las penurias sufridas por las clases populares durante la guerra y la inmediata postguerra, ante la comprobación del agotamiento de la oleada revolucionaria que siguió al final de la Gran Guerra y la concomitante estabilización del capitalismo europeo e internacional. En Alemania tenía como objetivo específico enfrentar a los grupos armados de la extrema derecha, táctica que también se consideraba apropiada para enfrentar al squadrismo fascista en Italia.[5] La defensa de Parma contra el ataque fascista en agosto de 1922 seria un ejemplo de esta confluencia entre fuerzas obreras.

Barricadas levantadas en Parma durante la defensa de los barrios obreros de la ciudad contra las escuadras fascistas, agosto de 1922 (imagen: senzasoste.it)

También Arthur Rosenberg señalaba en 1934, que el carácter de movimiento de masas del fascismo y la utilización de grupos paramilitares violentos para destruir la democracia y las organizaciones de izquierda eran los aspectos que los diferenciaban de los movimientos de la derecha burguesa radical decimonónicos, de los que por otra parte eran ideológicamente sus continuadores. En cambio, este autor no ponía el énfasis en la presencia mayoritariamente pequeño burguesa de sus adherentes, sino que destacaba la capacidad del fascismo de atraer a sectores de las clases asalariadas. Sin embargo, reconocía que la clase obrera industrial propiamente dicha se había mantenido inmune a la atracción fascista conservando su fidelidad a las organizaciones de izquierdas hasta el final.[6]

Pero la convicción de que el fascismo representaba una amenaza letal para la civilización y para los derechos y libertades que se habían conquistado desde 1789, se reforzó con la llegada de los nazis al poder en Alemania y el inicio del rearme alemán, la destrucción del movimiento obrero austriaco en 1934, el expansionismo colonial de la Italia mussoliniana, los incidentes del Extremo Oriente protagonizados por el militarismo japonés y la fuerte ofensiva de las derechas contra la República española. Se constituyó en una amenaza como jamás antes había sido percibida por el movimiento obrero y otros movimientos emancipatorios -incluso frente a la dureza del zarismo y la severidad de la Santa Alianza o el autoritarismo de los imperios alemán y austrohúngaro- e impulsó la unidad entre la socialdemocracia y el movimiento comunista. Esta unidad que tan difícil había resultado hasta 1933, era considerada en ese momento como una necesidad para la supervivencia de las izquierdas y el movimiento obrero.

Mitin antifascista en Viena, 1932 (foto: ciml.250x.com)

La exigencia de unidad va a surgir desde diversas iniciativas, tanto desde la vertiente comunista como desde la socialista. Las más decisivas serán las que se produzcan primero en Francia con la respuesta comunista y socialista ante la asonada protagonizada por la extrema derecha en febrero de 1934 y el pacto de unidad entre el partido socialista (SFIO) y el partido comunista francés (PCF) del 27 de julio del mismo año y, a nivel general, en el VII Congreso de la Komintern, celebrado en Moscú (25/7-20/8-1935) con la consagración del frente-populismo. En este congreso se recuperó la fórmula del frente único aprobada en 1922, a la que se le sumaron dos propuestas: la unificación de los sindicatos y de los partidos comunista y socialista en un “partido único del proletariado” y la de unidad interclasista, en la cual se incluían a las clases medias como parte de la base social de los frentes populares.[7]

VII Congreso de la Comintern. De izquierda a derecha, sentados: Georgi Dimitrov, Palmiro Togliatti, Wilhelm Florin, Duong Van Minh; de pie: Otto Kuusinen, Klement Gottvald, V Pik, Dmitry Manuilsky (foto: marxism.halkcephesi.net)

Paradójicamente la concepción del fascismo que iba a presidir la unidad antifascista era aquella que lo reducía a un instrumento en manos de la sección más concentrada y agresiva del capital, tal como fue definida en el VII Congreso. Esa definición devaluaba su carácter de movimiento de masas, las complejas articulaciones que el fascismo mantenía con el bloque social dominante y el papel de las clases medias y de los trabajadores asalariados no industriales, además de la importancia del componente racista, tal como lo habían definido e interpelado con mayor sutileza pensadores y militantes tanto comunistas como socialdemócratas, como Clara Zetkin, Arthur Rosenberg, Palmiro Togliatti, Otto Bauer o Antonio Gramsci.[8] Todos ellos coincidían en señalar, si bien con diversos matices, que los fascismos:
  • Aseguraban a los empresarios la recuperación total de su poder en la empresa, cuestionado por los avances obreros en Alemania (consejismo y legislación republicana) e Italia (consejismo, sindicalismo y movimientos campesinos campesinos).
  • Observaban que la clase capitalista reconocía el liderazgo político de los fascistas, ya que ese liderazgo se presentaba como garantía del cumplimiento de los objetivos de los que resultaba principalmente beneficiado el gran capital. Ello no excluía que grandes patronos industriales compartieran la ideología fascista (Antonio Benni, Alberto Pirelli, Giovanni Agnelli, Gustav y Alfried Krupp, Fritz Thyssen, Emil Kirdorf, Georg von Schnitzler (Farben), August von Finck Sr. (Allianz)).
  • Garantizaban mediante el expansionismo imperialista y militarista enormes beneficios al capital alemán e italiano, ya sea mediante la conquista de nuevos mercados, la explotación de las regiones conquistadas y la esclavización de las poblaciones sometidas por esas conquistas.
  • Constituían partidos capaces de organizar y encuadrar a las masas en estructuras controladas y subordinadas, a diferencia de los partidos tradicionales de derechas que eran grupos de elite que representaban directamente a grupos de interés (industriales, agrarios, etc.).
Sin embargo, la paradoja sólo es válida ex post, cuando la definición del fascismo que elaboró la Komintern fue cuestionada como demasiado burda por la historiografía y la teoría política posterior, especialmente de la segunda postguerra, porque consideraba al fascismo como un mero instrumento del gran capital.

Para los antifascistas de los años treinta, la definición de la Komintern tenía seguramente una gran capacidad heurística al definir de forma simplificada donde se hallaba el poder económico al que el fascismo podía favorecer con su militarismo y sus pretensiones imperialistas: el bloque del capital que por su carácter concentrado y dominante entraba en contradicción con otros sectores de la burguesía y especialmente de las clases medias, lo que abría la posibilidad de una amplia alianza social y política como factor decisivo para lograr frenar el avance. De acuerdo a la definición, era lícito considerar que dentro de la alianza antifascista cabía un sector de la burguesía desplazado por la alianza fascista con el gran capital. En realidad, la hipótesis Komintern adquirió mayor credibilidad a medida que la agresividad del fascismo, tanto alemán como italiano, se iba proyectando sobre la política europea y mundial. El rearme alemán que beneficiaba a la gran industria germana, la violación de las cláusulas del tratado de Versalles que lo vetaban, la remilitarización de Renania, la invasión de Etiopía y la ocupación de Albania por Italia, y las operaciones del imperio japonés en China, la intervención de las dos potencias fascistas al lado de los militares sublevados contra la Segunda República Española, la anexión de Austria y el mismo año la destrucción de Checoslovaquia no hacían más que confirmar que el fascismo en el poder significaba “la dictadura terrorista descarada de los elementos más reaccionarios, más chovinistas y más imperialistas del capital financiero”[9], tal como rezaba la definición consagrada en el VII Congreso de la Komintern de 1935.

VII congreso de la Internacional Comunista (imagen: marxism.halkcephesi.net)

Esta definición que reducía el fascismo a un mero instrumento del capital, se reforzaba además con las declaraciones favorables al fascismo de personalidades pertenecientes al ámbito conservador antimarxista. Winston Churchill se referirá́ a Mussolini en los siguientes términos en su discurso ante la Liga Antisocialista británica, el 18 de febrero de 1933:

“El genio romano personificado por Mussolini, el más grande legislador vivo, ha demostrado a muchas naciones cómo se puede resistir al avance del socialismo y ha señalado el camino que puede seguir una nación cuando es dirigida valerosamente. Con el régimen fascista, Mussolini ha establecido un centro de orientación por el que no deben dudar en dejarse guiar los países que están comprometidos en la lucha cuerpo a cuerpo con el socialismo”.[10]

Ludwig von Mises, pope del liberalismo económico,

“… veía en el squadrismo mussoliniano un «un remedio momentáneo dada la situación de emergencia» y adecuado al objetivo de salvar la «civilización europea»: «El mérito de tal modo adquirido por el fascismo vivirá́ eterno en la historia»”.[11]

Manifestación del Frente Popular en París, 14 fr julio de 1936. De izquierda a derecha, Thérèse Blum, Léon Blum, Maurice Thorez, Roger Salengro, Maurice Viollette y Pierre Cot (imagen: wikimedia commons)

A pesar de la novedad del planteamiento, la propuesta frentepopulista no surge ex nihilo, sino que reconoce un antecedente que es reconocido en el VII Congreso, y es la propuesta del Frente Único.[12] En 1935 se consideraba al Frente Único como el fundamento del Frente Popular, con dos objetivos muy bien definidos: defender a la clase obrera de los efectos devastadores de la crisis e impedir de este modo la penetración del fascismo en los medios obreros y, al mismo tiempo, agrupar a sectores sociales, como a las clases medias y a los partidos burgueses, dispuestos a enfrentar al fascismo para aumentar la capacidad de respuesta popular. Una consecuencia directa de la lucha antifascista encarada por el frentepopulismo fue la recuperación de la naturaleza esencialmente democrática de los procesos emancipatorios, en la mejor tradición revolucionaria desde 1792 hasta 1917, pasando por 1871. En ese sentido cobraban todo su significado las palabras de Palmiro Togliatti en el V Congreso del PCI en 1945, cuando haciendo balance de la lucha antifascista decía:

“Somos demócratas no sólo en tanto antifascistas sino como socialistas y comunistas. No hay contradicción entre democracia y socialismo”.[13]

Togliatti interviene en el V Congreso del PCI (1945)(imagen: Fondazione Gramsci)
El antifascismo como propuesta no sólo de resistencia sino de transformación social: El proyecto político y social de la Resistencia antifascista
Los defensores de la República española y los movimientos de resistencia al nazismo surgidos en los países ocupados transformaron la propuesta defensiva del Frente Popular en una propuesta propositiva. En ella señalaron claramente no sólo las alianzas de clase necesarias para la acumulación de fuerzas para derrotar a la maquinaria fascista sino la delimitación clara de donde se hallaban los poderes económicos y sociales que habían permitido, impulsado y beneficiado del ascenso de fascismo, y que era necesario desarbolar.

La lucha que emprendió́ la Resistencia no buscaba la vuelta a la situación anterior a septiembre de 1939. Su objetivo era el de la derrota del fascismo no sólo mediante la expulsión de los ejércitos nazis ocupantes, sino también mediante la supresión de las condiciones políticas y sociales que ha juicio de los resistentes habían favorecido el surgimiento de regímenes fascistas o colaboracionistas, mediante la instauración de una democracia avanzada con un profundo contenido de justicia social. Para los movimientos de resistencia era evidente que había que reducir el poder de las elites políticas y sociales de la preguerra, que habían sido en muchos casos colaboracionistas con el ocupante y habían proporcionado los cuadros de los gobiernos títeres y contribuido a la producción de material de guerra nazi. El inmenso esfuerzo de la lucha resistente así́ como los mayores padecimientos sufridos por las clases populares durante la guerra exigían un nuevo proyecto político y social, más equitativo y democrático.[14] Consideraban que era la forma adecuada para impedir en el futuro la reedición de la barbarie fascista. En ese sentido el papel de los comunistas fue esencial, no sólo al dotar al movimiento de resistencia de su eficacia organizativa y la entrega y la abnegación de sus militantes, sino también en la definición de esos objetivos de reconstrucción después de la victoria sobre el fascismo, que conformó lo que en la posguerra se denominaría como “el espíritu de la resistencia”. Es por estas razones que la vinculación entre lucha antifascista y radicalismo social y político fue una condición necesaria para su materialización, ya que ambas se apoyaban y posibilitaban mutuamente.

Miembros de la resistencia comunista -Francs-tireurs et partisans – Main d’œuvre immigré (FTP-MOI)- conocidos como el grupo Manouchian, a punto de ser fusilados por los nazis en Mont-Valérien, 21 de febrero de 1941 (imagen: matthieulepine.wordpress.com)

A pesar de que la resistencia fue un fenómeno general en los países ocupados, en cada uno de ellos adquirió́ obviamente características singulares vinculadas a la especificidad de cada escenario nacional. Sin embargo, es posible establecer una perspectiva general y afirmar, aunque parezca paradójico, que fue la propia experiencia de la resistencia y la lucha partisana la que modeló muchas de las pautas para diseñar los programas de reconstrucción nacional posteriores a la victoria, con las exigencias de cambios estructurales que eran consideradas imprescindibles para que los resultados de la lucha antifascista fueran duraderos. La lucha antifascista clandestina significó  -por las profundas convicciones éticas y morales comprometidas con ella y por su negación radical de la tiranía- una expresión de autonomía critica en cada uno de sus miembros. Mientras que, por el gran número de participantes, en proporción al riesgo elevadísimo que implicaba esa participación, era la expresión de un movimiento de profundo compromiso y contenido democrático.

Huelga general en Amsterdam contra la ocupación nazi, febrero de 1941 (foto: Zinn Education Project)

Podría considerarse a la Resistencia como una nueva forma de polis, la única posible en la noche tenebrosa del fascismo. Las actividades de resistencia en las que se vieron implicados comunistas, socialistas, anarquistas y antifascistas en general, no fueron solamente de carácter armado, sino también movilizaciones pacificas de masas. Ahí están los ejemplos, entre otros, de las huelgas de marzo de 1943 en Turín, anteriores a la caída de Mussolini, o la huelga general realizada en Holanda, iniciada a iniciativa de los obreros ferroviarios para impedir la deportación de los judíos de Ámsterdam, que comenzó́ el 25 de febrero de 1941, tres días después de la primeras redadas hechas por los nazis, y que rápidamente se transformó en una huelga general en la ciudad.[15] La lucha contra la ocupación nazi exigió́ una amplia alianza entre las fuerzas políticas, que imponía de hecho la restauración del proyecto de los frentes populares. La experiencia de muchos de los cuadros de la resistencia en la Guerra Civil española reforzó́ este enfoque, ya que esa había sido su primera gran experiencia de enfrentamiento armado con el fascismo bajo las condiciones de un amplio frente político. Esa política señalaba la importancia que tenía incluso la antes denostada “democracia burguesa” para detener al fascismo, reivindicando como objetivo la plena vigencia de las instituciones democráticas.

Partisanos en la liberación de Venecia, abril de 1945 (imagen de autor desconocido publicada en Storia d’Italia, vol. 8, DeAgostini 1979)

El fascismo había llegado al poder con el apoyo de intereses y estructuras económicas y sociales que negaban la democracia, la reivindicación de esta y la modificación radical de aquellas, especialmente las que representaban a los grupos económicos más poderosos, eran condiciones esenciales para evitar la repetición de la barbarie. Éste sería uno de los más importantes legados de la Resistencia antifascista: la vinculación indisoluble entre democracia y transformación social radical, ya que ambas eran negaciones recíprocamente necesarias del fascismo. Un ejemplo de ello fue el programa elaborado en 1944 por el Consejo nacional de la Resistencia francesa en el que se enumeraban las reformas que debían emprenderse luego de la liberación de Francia, entre las que se contaban: la nacionalización de los grandes medios de producción, la producción de energía, las riquezas del subsuelo y la banca; el salario mínimo y los plenos derechos sindicales, el control obrero de la producción, la seguridad social universal, la igualdad absoluta de los ciudadanos frente a la ley y la independencia de la prensa respecto del Estado y los poderes económicos; principios que fueron recogidos en el preámbulo de la constitución aprobada en 1946.[16] Así́ mismo, la constitución italiana de 1948 enunciaba en su artículo 3º que debían suprimirse “…los obstáculos económicos y sociales que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la persona humana y la participación efectiva de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país”, con el cual se introducían formulaciones que no son ajenas a las actuales teorías republicanas con fundamento socialista.[17]

Por lo tanto, la nueva imagen política que surge de la lucha antifascista no es como algunos autores afirman, una negación de la identidad de clase y de las referencias al socialismo para asumir una identidad nacional representada por una lucha contra el invasor ocupante (aunque en el caso de Italia se tratara de una dictadura fascista propia), sino que, por el contrario, asume que la línea de clivaje social y política que define a las clases pasa por el meridiano del antifascismo. La contradicción básica burguesía-proletariado, fue reemplazada por fascismo-antifascismo. Pero esta antinomia, traducida a las categorías sociales y políticas, quería significar grandes propietarios y capitalistas beneficiarios y promotores del fascismo y representantes políticos del fascismo enfrentados a todas las clases que fueron en un sentido u otro oprimidas o subyugadas por el fascismo: clase obrera industrial y agraria, pequeño campesinado, intelectuales y profesionales. Es decir, la traducción sociológica de los frentes populares de la segunda mitad de los años treinta.

Francia: el Consejo Nacional de la Resistencia, constituido en 1943 bajo la presidencia de Jean Moulin e integrado por Libération-nord et sud, Combat, Franc-tireur, OCM, Front national, PCF, SFIO, Parti radical-socialiste, Parti démocrate Populaire, Fédération républicaine, Alliance démocratique, CGT y CFTC (imagen: fondationresistance.org)

La Resistencia permitió́ a los partidos comunistas, y también a los socialistas, romper el “límite histórico de clase” que les había impedido, incluso antes de la Primera Guerra Mundial, atraer a otros sectores sociales que se habían mostrado indiferentes u hostiles a sus propuestas. Además, ese avance en prestigio de comunistas y socialistas entre otros sectores sociales no obreros cumplía con una de las premisas principales para evitar la reedición del fascismo, ya que precisamente habían sido aquellos sectores pertenecientes a la pequeña y mediana burguesía los que habían constituido la base social atraída mayoritariamente por los movimientos fascistas. Estas palabras de Palmiro Togliatti en 1944 reflejan este nuevo enfoque sobre las derivaciones políticas y sociales de la nueva contradicción social puesta en relieve por la lucha antifascista:

“¿Qué queremos decir nosotros marxistas cuando hablamos de la nación? Hablamos de la clase obrera, del campesinado, de la masa de intelectuales, de las masas de trabajadores no sólo manuales sino intelectuales […] Sólo excluimos de la comunidad nacional aquellos grupos egoístas, esas clases propietarias reaccionarias políticamente incapaces –y lo han demostrado en Italia y en el conjunto de Europa – de elevarse por encima de sus mezquinos intereses, y en cambio los han colocado por encima de los intereses generales del pueblo de su país”.[18]

En términos historiográficos y políticos la Resistencia fue la lucha simultánea por la derrota militar del fascismo y la liberación nacional de los países sometidos y la lucha cultural y política, no sólo por la recuperación de las libertades conculcadas por la tiranía nazi, sino por la construcción de un tipo de democracia avanzada y radical que uniera libertad y justicia social, que contuviera en sí un programa avanzado de conquistas sociales.[19] Su tensión participativa, que auguraba una democracia radical, más profunda que las conocidas en la preguerra, aunque alejada del modelo soviético clásico, quedó frustrada hacia 1947 cuando acabó el proceso de desmantelamiento de los organismos de autoorganización popular, los comités antifascistas, originados en el curso de la lucha resistente que constituían el embrión de esa participación. Algunos autores, como Geoff Eley, los equiparan a los consejos obreros de 1917-21. Un desmantelamiento impuesto por el rechazo rotundo de las clases dominantes y de las instituciones restauradas, con la aquiescencia de la izquierda moderada.[20] El siguiente escenario que se abría era ya la segunda Guerra Fría.

Celebración de la victoria republicana en el referéndum institucional del 2 de junio de 1946 (foto: Federico Patellani)
Fascismo y antifascismo en la actualidad
El crecimiento de organizaciones y partidos de extrema derecha en Europa, en América y Asia, así como la llegada al poder de dirigentes que comparten dicha ideología como Trump en EE.UU, Bolsonaro en Brasil, Salvini en Italia, Modi en la India, o el crecimiento electoral del Front National (ahora Rassemblement national) en Francia, la Alternative für Deutschland en Alemania o Vox en España han provocado un alud de análisis que intentan definir los contornos, las continuidades y diferencias con los fascismos históricos.

Si buscamos exactas coincidencias en contenido y forma, serán difíciles de reconocer. No se trata de una repetición de los movimientos y regímenes fascistas de la Europa de entreguerras. Más que buscar esas coincidencias habría que dirigir la atención a los elementos esenciales que definen la ideología y la política de los dirigentes de las organizaciones actuales, así como las condiciones de su surgimiento, para ver en qué grado son comparables con aquellos. Estos gobiernos y organizaciones, denominados con frecuencia como neofascistas o postfascistas,[21]  comparten entre sí un nacionalismo radical excluyente que se expresa como xenofobia y racismo. Esto último señala explícita o tácitamente una perspectiva no igualitaria, la convicción de que los pueblos no poseen la misma calidad y por lo tanto la negación de la igualdad de la especie humana. La xenofobia y el racismo se expresan en su rechazo a la inmigración, especialmente si procede de países pobres y subdesarrollados, así como un anti-islamismo que ha sustituido en gran parte al antisemitismo propio de los fascismos de los años treinta del siglo pasado, aunque en grupos neonazis minoritarios se mantengan posturas antisemitas. En todo caso es un racismo que es también expresión de aporofobia. Otro componente es la pulsión autoritaria que se manifiesta tanto en los gobernantes como en las organizaciones políticas con apelaciones a las masas y presentándose como “víctimas del sistema”, cuando los recursos del Estado de derecho intentan frenar abusos de poder. Es el caso de las decisiones judiciales que han frenado, al menos momentáneamente, las medidas más racistas de la Administración Trump respecto a la inmigración. Si bien las dictaduras militares que asolaron América Latina en las décadas de 1970 y 1980 recibieron el apoyo de grupos de extrema derecha durante los golpes de Estado y, a partir de la instauración dictatorial, participaron en tareas represivas, los movimientos de extrema derecha actuales se mantienen, por el momento, en los marcos del sistema parlamentario.

Bolsonaro, junto al primer ministro indio, Narendra Modi, durante una visita oficial a Nueva Deli en enero de 2020 [foto: Alan Santos, PR]

En cuanto a las políticas económicas defendidas por la extrema derecha europea y por los gobiernos de esa orientación se caracterizan por defender el proyecto neoliberal y no existen, por el momento, intentos de intervención estatal en la actividad económica. En realidad, el mayor o menor estatismo ejercido por las dictaduras fascistas de los años treinta no fue una característica exclusiva de las mismas, ya que se recurrió a la intervención estatal en mayor o menor grado en Occidente para superar la gran depresión iniciada en 1929, una vez comprobada la ineficacia de las medidas procíclicas propias del liberalismo ortodoxo usadas en el período previo. Un ejemplo de las cuales es la regulación estatal democrática de la economía del New Deal aplicado por la Administración Roosevelt en los años treinta. En este ámbito, cabe también recordar que el régimen mussoliniano observó una política económica ortodoxamente liberal en sus inicios, cuando su ministro de economía era ministro de Finanzas era Alberto de Stefani. Así mismo, la dictadura nazi, a pesar del papel reservado al Estado en la orientación de la economía especialmente a partir del Plan Cuatrienal de preparación de la economía para la guerra iniciado en 1936, fue una gran privatizadora de empresas que hasta ese momento habían sido públicas.[22] Surgen en los años treinta, en el ámbito de la teoría económica y política como soluciones a la crisis, propuestas que combinan un estado autoritario con una economía liberal de la cual ese estado sería garante y controlador. Son las tesis sostenidas en lo político por Carl Schmitt y en lo económico por la Escuela de Friburgo, donde se originó la corriente del pensamiento económico denominada ordoliberalismo, algunos de cuyos miembros colaboraron con la dictadura nazi.

Salvini (Liga Norte), Vilimsky (FPÖ), Le Pen (AN), Wilders (PVV) y Annemans (VB), en el Parlamento Europeo, en una foto de 2014 (foto: Euractiv)

También cabe agregar que las organizaciones de extrema derecha que campan por sus fueros en Europa, en muchos casos, sin llegar a gobernar, condicionan la agenda de los partidos de derecha tradicional e incuso los socialdemócratas, que en el ámbito de la economía se han rendido a las exigencias del neoliberalismo. Esa evolución de todo el arco político ha tenido el efecto de permitir comprobar a la ciudadanía de forma objetiva la incompatibilidad creciente de la democracia, incuso la representativa, con el capitalismo. Es una consecuencia que puede favorecer que en el futuro surjan propuestas antifascistas que unan indisolublemente democracia y socialismo, al modo del programa de la resistencia antifascista europea.

Hasta aquí similitudes y diferencias en cuanto a contenidos políticos e ideológicos. Falta una reflexión sobre las condiciones de surgimiento de la actual extrema derecha. En ese sentido podemos considerar que están estrechamente vinculadas al despliegue de la actual fase de acumulación capitalista, caracterizada por el neoliberalismo y la globalización. De la transformación cultural operada en la civilización del capitalismo con la hegemonía del neoliberalismo ha resultado  la crisis de los antiguos valores de solidaridad social interclasista existentes en la fase previa correspondiente al capitalismo fordista y el Welfare State, sustituidos por el individualismo, el darwinismo social y la inyección de ansiedad e inseguridad en las clases populares provocada por la ausencia de escenarios alternativos al actual orden de cosas, así como en la pérdida progresiva de las conquistas sociales alcanzadas después de décadas de lucha obrera y popular. Ello conduce en determinados sectores populares a aceptar vínculos verticales de subordinación en sustitución de los antiguos vínculos horizontales desechos, a cambio de una mínima seguridad que les rescate de la ansiedad provocada por la dinámica líquida de la globalización neoliberal: deslocalizaciones, precariedad laboral y social como horizonte insalvable. Éste sería el escenario de larga duración, de transformación estructural, no sólo económica sino cultural (ethos más mores), equivalente al de la segunda mitad del siglo XIX hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, que precedió al ascenso de los fascismos del período de entreguerras, al que se agrega, a diferencia de lo ocurrido en los siglos XIX y XX, la percepción de la inminencia de una catástrofe ecológica que amenaza la supervivencia de la especie humana y que se percibe como un efecto inseparable del actual orden económico y social. Para completar la similitud en la génesis de condiciones de surgimiento nos falta hallar la crisis catalizadora del emergente político y social de la nueva derecha. Esa crisis es la que se inició en 2008-2009, similar en muchos aspectos a la de 1929, y cuyos efectos todavía se padecen a nivel de grandes mayorías sociales, mientras en el horizonte asoma la amenaza de una recaída y su profundización.

El movimiento antifascista ha coibrado relevancia en Esuados Unidos por su oposición a las políticas de Trump: en la imagen, manifestación de Black Lives Matter (imagen: G. Frey/Getty Images)

Los fascismos históricos adoptaron diversas modalidades y recibieron apoyos de diferentes sectores sociales en su propia evolución, que incluso implicó la eliminación o la neutralización de una parte del movimiento cuando fue necesario para consolidar su control de la situación una vez en el poder. Es lo que sucedió en la Noche de los Cuchillos Largos en junio de 1934 en Alemania, en la que Hitler decidió liquidar a la dirección de las SA privándoles del poder que habían poseído hasta el momento para ganarse el apoyo del ejército, o en la reducción de la influencia del sector sindicalista en el fascismo italiano a partir del Acuerdo del Palacio Vidoni firmado en octubre de 1925 entre la federación de empresarios industriales Confederazione Generale dell’Industria Italiana (Confindustria) y la federación sindical fascista liderada por Rossoni. A su vez los fascismos históricos fueron capaces de aglutinar bajo su dirección y por lo tanto fascistizar a todas las fuerzas políticas pertenecientes al espectro de la derecha y el nacionalismo radical cuando el sistema político y económico se hallaba jaqueado por la Gran Depresión.

Así sucedió en Alemania, o ya en el poder, en Italia, o sea cuando el fascismo pudo presentarse como el último recurso para salvar al sistema vigente. Esto puede suceder hoy en día y marcar la evolución de los actuales partidos o gobiernos de extrema derecha que pueden llegar a convertirse en fascistas.[23] Es un peligro potencial evidente. Por ello las fuerzas de izquierda y los demócratas en general no sólo deben librar la batalla ideológica contra esas organizaciones y poderes políticos, desmintiendo las falacias que utilizan en su discurso habitual y refutando con datos objetivos sus afirmaciones -además de señalar alternativas reales a su discurso e intenciones-, sino que deben librar una batalla sistemática contra el contexto en que surgen: la crisis del capitalismo neoliberal y las respuestas antipopulares de las clases dominantes a esa crisis. La lucha de fondo es contra el propio sistema capitalista, contra esa civilización que genera con su modelo cultural y con sus crisis periódicas y cada vez más graves, el terreno abonado para que resurja la amenaza fascista o el proyecto protofascista que, en la medida en que esas condiciones se mantengan, puede devenir en fascismo sin ambages.

Quisiera acabar con el recuerdo de un texto de Bertolt Brecht, al final de su obra La resistible ascensión de Arturo Ui, en que señalaba con su peculiar estilo el marco teórico general que todavía nos ayuda a interpretar el presente y medir hasta donde las sombras del pasado cubren nuestra actualidad:

“Habéis aprendido que una cosa es ver
Y otra mirar, y una hacer y otra hablar por hablar.

¡Recordad que ese Ui estuvo a punto de vencer
Y que los pueblos lo pudieron derrotar!
Pero que nadie cante victoria sin saber
¡Qué el vientre en que nació́ aún puede engendrar!”

Manifestación antifascista en Italia, febrero de 2018 (foto: Guglielmo Mangiapane/Reuters)
Notas: conversacionsobrehistoria.info

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