
Para nadie es un secreto que la institución monárquica no está
pasando por un buen momento, sobre todo, a partir de una serie de
noticias que relacionan al Rey Emérito con asuntos financieros
difícilmente justificables desde la ética y desde la estética. Y, por
otro lado, aun reconociendo que, según parece, el actual Monarca se
quiere conducir de muy distinta forma en asuntos de ejemplaridad
pública, resulta innegable que los escándalos protagonizados por su
padre afectan no poco no sólo al prestigio del propio interesado, sino
también a la institución monárquica propiamente dicha.

Esto no es una República democrática en la que el electorado
decide votar a una persona para la Jefatura del Estado que no asume el
cargo hereditariamente, sino por el poder que le confieren las urnas. En
una Monarquía –perdón por la obviedad- el poder se hereda. En
una República democrática pueden darse, claro está, casos de corrupción,
pero no de inmunidad para la persona que ejerce la Jefatura del Estado.
Por otra parte, desde el momento mismo en el que el actual Monarca adoptó medidas teóricamente encaminadas a distanciarse de la figura de su padre, también tendría que haberse dirigido al país. No se trata de un asunto baladí, sino de unos comportamientos que ponen en peligro no sólo el prestigio de la Monarquía, sino también el estado de ánimo de una ciudadanía, bastante afectada por una maldita pandemia, a lo que hay que sumar el poco respeto por parte de quien se estaba enriqueciendo en tiempo de crisis al tiempo que decía públicamente que la Justicia tenía que ser igual para todos. Hablemos claro: no es suficiente hacer una gira por provincias para recuperar el prestigio perdido. No es suficiente soltar un ramillete de topicazos acerca del sufrimiento y de la capacidad de superación de la sociedad española. Hace falta, hablando de esto último, que, al menos, las cosas no se digan con frialdad y distanciamiento.

Hablemos claro acerca de Felipe VI. Su padre pudo esgrimir el
relato de haber sido el principal artífice del paso de la dictadura a la
democracia. Y eso fue suficiente para que se mantuviese cómodamente en
la Jefatura del Estado sin presiones sociales y políticas, apoyado
además por la mayoría de los partidos políticos, entre ellos, por el PCE
de Santiago Carrillo.
Pero, desde el momento mismo en el que Felipe VI asumió la Corona, se encontró con dos grandes problemas, cuyas respectivas soluciones no están en su mano. Uno es el problema catalán, que no se va a resolver desde la Jefatura del Estado. Y otro de ellos es la corrupción política, los privilegios de la mal llamada clase política, la plutocracia reinante.
Ignoro si Felipe VI desea acabar con este problema y ambiciona una auténtica regeneración de nuestra vida pública. Pero, aun en el supuesto de que ello fuese así, tampoco está en su mano resolverlo.
Habría que añadir otros dos asuntos al debate sobre la forma de Gobierno. Por un lado, la ciudadanía nunca tuvo ocasión de pronunciarse al respecto. Y, por otra parte, cuestiones hereditarias al margen, la actual Monarquía es inseparable de un sistema político en el que la corrupción política tuvo sus vasos comunicantes, empezando por los dos principales partidos políticos que vinieron gobernando España y continuando con la actual situación del Rey Emérito.

Yo no sé si España está dejando se ser monárquica. De lo que estoy convencido es de que en este momento la Monarquía está del lado de los problemas del país y no de las soluciones. De
lo que estoy convencido también es de que la imagen del Rey Emérito
puede ser el principal impulso para que en nuestro país la forma de
Gobierno llegue a ser una República.
¿Acaso alguien lo duda?
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