En el mes de noviembre de 1980 varios capitanes generales (Merry
Gordon, Campano, Milans del Bosch, Polanco, González del Yerro y Elícegui), dirigieron
una carta al rey Juan Carlos en la que reclamaban la de Adolfo Suárez en
beneficio de la patria. Este escrito provocó que el Jefe del Estado recibiera a
Milans en Zarzuela en el mes de diciembre, es decir, dos meses antes de que se
produjera el intento de golpe de Estado. Además, Juan Carlos de Borbón habló en
secreto con el resto de firmantes de la carta.
En esas conversaciones y reuniones los militares plantearon
al monarca su deseo de un vuelco político, de un cambio de gobierno. Sin
embargo, en un primer momento, no se produjo ningún tipo de decisión por parte
de Juan Carlos I aunque en su mensaje de Navidad reflejó su preocupación por la
situación de país que, en cierto modo, reflejaba las demandas de los generales.
Días después de ese discurso, el entonces Jefe del Estado se
reunión con Adolfo Suárez en la estación de esquí de Baqueira Beret en la que
hace ver al presidente del Gobierno la preocupación de los militares y la
posibilidad de que se esté gestando un golpe. Además, le dejó caer que era
conveniente de que se tomaran decisiones políticas inmediatas. No fue una
petición de dimisión, como la que protagonizó el monarca con Arias Navarro en
1976, pero le manifestó con rotundidad que el país, el sistema democrático y la
transición pasaban inevitablemente por frenar a los militares.
Esas mismas navidades, Juan Carlos I había recibido un
informe ultrasecreto redactado por el general Alfonso Armada en el que se deja
claro que un alzamiento militar está en marcha.
Por tanto, a la reunión con Suárez, Juan Carlos de Borbón
acudió con la decisión ya tomada de impulsar el cambio que piden los altos
mandos del Ejército porque su corona estaba en juego. Era muy consciente de que
un error o una falta de decisión suya en esos delicados momentos podría
propiciar la catástrofe porque el Ejército es la única institución capaz de arruinar
por sí sola todas sus expectativas.
Suárez entendió el mensaje y lo dejó muy claro en el
discurso en el que comunicó, un mes después de su reunión con el rey, a la
nación su dimisión: «No me voy por cansancio. No me voy porque haya sufrido
un revés superior a mi capacidad de encaje. No me voy por temor al futuro. Me
voy porque las palabras ya no parecen ser suficientes y es preciso demostrar
con hechos la que somos y lo que queremos».
Unos días antes de la dimisión de Suárez se produjo una
reunión en la Capitanía General de Zaragoza en la que participaron algunos de
los generales que encabezaron el intento de golpe de Estado y, por el tono de
algunas intervenciones, se intuye que el rey había dado garantías a los altos
mandos militares de que Suárez había caído en desgracia e iba a ser
defenestrado.
Sin embargo, esos propios mandos no tenían garantías de que el
rey Juan Carlos de que sus reclamaciones se mantuvieran en el medio o el largo
plazo y la dimisión de Suárez no desactivó los planes que estaban incluidos en
el informe de Alfonso Armada.
Los altos mandos militares presionaron para que Suárez
dimitiera y lo hicieron a través del rey, quien se plegó a sus exigencias para mantener
su corona. Todo ello se produjo a través de audiencias personales, en escritos
colectivos de dudosa legalidad, en charlas informales con motivo de eventos
castrenses tradicionales e, incluso, en documentos reservados de los servicios
de Inteligencia fuera de los conductos reglamentarios.
Lo que realmente flotaba en el ambiente era que los
militares pedían un cambio de rumbo, una moderación de la transición porque,
finalmente, un golpe de timón podría relevar de su puesto al propio rey. Eso,
no lo podía permitir y Juan Carlos de Borbón sabía perfectamente que los
militares le estaban colocando en un verdadero aprieto.
Fuente → diario16.com
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