
El rey emérito, mientras ocupó (y ejerció) el
poder, tuvo una rara predisposición para rodearse de «validos» o apoderados políticos,
militares, financieros, hombres que tenían importantes influencias sociales,
etc., que, tras una aparente amistad y confianza de «su señor», trabajaron sin
descanso por él. Según indicó el coronel Amadeo Martínez Inglés en su libro Juan
Carlos I. El último Borbón algunos de estos hombres llegaron a jugarse la
vida «en acciones presuntamente ilegales o fraudulentas en su beneficio».
Además, el rey emérito contó con que este grupo de hombres de confianza
realizaron sus acciones sin rechistar incluso cuando ya estaban acabados o quemados
en su subterránea labor de apoyo a la institución. Una vez que perdieron su
efectividad, fueron «tirados a la basura, olvidados, ninguneados o, en el peor
de los casos, arrojados a la mazmorra», afirmó el coronel.
Juan Carlos I fue un verdadero maestro a la
hora de saber adquirir, utilizar y tirar «kleenex humanos». Desde que sólo era
un simple aspirante a suceder a Franco y, por supuesto, cuando fue nombrado
heredero del dictador a título de rey, empezó a tejer a su alrededor una rudimentaria
pero efectiva célula de poder que fue ganando efectividad desde el día y no digamos nada 22 de noviembre de 1975
cuando ocupó la Jefatura del Estado.
Juan Carlos de Borbón supo utilizar siempre de
manera magistral, en su propio beneficio (faltaría más), a validos o «apoderados
reales» en todas y cada una de las parcelas del Estado que detentaban o podían
detentar en su día algún poder: la milicia, la política, las finanzas, los
medios de comunicación, los servicios secretos, el liderazgo social, etc. «Personalidades
captadas por él, con esa campechanía de atrezzo y ese savoir faire
de relaciones públicas de discoteca, que con su ambición personal a cuestas y
casi siempre con un monarquismo trasnochado pero fiel, no han dudado en hacerle
a su rey el trabajo sucio que necesitaba en cada momento. Para luego, a
pesar de ser traicionados, defenestrados, abandonados, tirados a la basura como
un pañuelito de tocador o, peor aún, encarcelados como vulgares delincuentes,
callarse como muertos en beneficio de la sacrosanta institución de sus desvelos»,
afirma Martínez Inglés en su libro. Algunos de ellos sí han hablado, pero con
las debidas reservas.
La lista de estos hombres leales que fueron
defenestrados sería interminable. Sin embargo, hay algunos nombres que son muy
importantes, incluso, para la historia de España, personas que fueron
encumbradas por el rey Juan Carlos que se sacrificaron por él y le ayudaron a
«tejer la sutil y a veces imperceptible dictadura de rostro amable y
democrático que ha gobernado este país en los últimos seis lustros. Y que,
finalmente, acabaron cayendo en el pozo de la ingratitud regia, en el olvido de
sus importantísimos servicios a la Corona o en la traición pura y dura», dice
Inglés.
A pesar de que el mayor número de validos del
rey Juan Carlos hay que buscarlos en el ámbito militar, donde, según Martínez
Inglés, «ha residido su oculto poder todos estos años y donde siempre ha
encontrado la fuerza para sus continuados «chantajes institucionales» a los
políticos elegidos más o menos democráticamente por el pueblo español», uno de
los más importantes, por una personalidad política clave en la historia de la
transición, muñidor en la sombra del trágala político asumido sin pestañear por
los líderes de la izquierda española y servida al pueblo español para que se la
tragara en el referéndum de 1978.
Se trata de Torcuato Fernández-Miranda, primer
valido político del «régimen juancarlista» y primer pro hombre que sufrió la deslealtad
del actual rey emérito, la persona que sentó las bases para que la famosa «reinstauración»
monárquica ideada por Franco pudiera ser permanente en un país como la España
de 1975.
La relación personal de Fernández-Miranda con Adolfo
Suárez se deterioró muy rápidamente debido, con toda certeza, a sus
desencuentros por el modo de hacer política que puso el de Cebreros en marcha,
como, por ejemplo, los pactos de Suárez con Felipe González y Santiago Carrillo
para la legalización de todos los partidos de izquierda y en pro de unas
elecciones generales sin condicionamientos, disgustaron sobremanera a Torcuato,
que había puesto en la agenda, aprobada en su día por Juan Carlos, la creación
de un sistema de alternancia bipartidista.
«El rey Juan Carlos apostaría finalmente por
su nuevo valido, el joven político de Cebreros catapultado por él mismo y
también por don Torcuato, a la Presidencia del Gobierno, y esto llevaría a este
último a presentar la dimisión irrevocable de todos sus cargos en 1977, escasas
fechas antes de las primeras elecciones generales del 15 de junio de ese año.
El último Borbón, el entonces joven monarca que había empezado a masacrar a sus
enemigos políticos con la defenestración de Arias Navarro, aprendía también a
abandonar, a traicionar, a sus mejores hombres», afirma Martínez Inglés.
Torcuato Fernández-Miranda había ofrecido
importantes servicios tanto al Estado y como a Juan Carlos de Borbón, pero los
nuevos intereses de la Monarquía empujaron al actual rey emérito a ir por otro camino
«y el caballo ganador lo representaba, en aquellos momentos, un joven,
prometedor y ambicioso político que daba una muy buena imagen de modernidad,
progreso y aires de cambio: Adolfo Suárez», quien, años más tarde, siguió el
mismo camino que Fernández-Miranda.
El rey Juan Carlos aceptó sin miramientos y
sin piedad la dimisión de Torcuato Fernández-Miranda mucho antes de que se hiciera
efectiva, en la soledad de un despacho y sin testigos; exactamente igual a como
lo haría, tiempo después, con Suárez.
Este primer «cadáver» político juancarlista, su
antiguo profesor de Derecho Político, un hombre inteligente, ambicioso, huraño
y un tímido político quiso hacer historia acercándose a Juan Carlos de Borbón, pero
siendo desconocedor del gravísimo peligro que corría con ello.
Fuente → diario16.com
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