
"Los presuntos delitos de Juan Carlos de Borbón no son sólo de naturaleza económica"
Amadeo Martínez Inglés: "El rey Juan Carlos autorizó la creación y crimenes de los GAL"
De entre los numerosos delitos cometidos
presuntamente por el anterior jefe del Estado español, de algunos de los
que, de categoría evidentemente menor y carácter económico y fiscal,
tanto se habla estos días en la España angustiada del post-covid: 23-F, pacto secreto con los americanos para la traicionera entrega a Marruecos del Sahara español, malversación
de caudales públicos para el pago de servicios sexuales a sus numerosas
amantes, corrupción generalizada e, incluso, homicidio o asesinato
premeditado, nunca aclarado por juez alguno, cometido en la persona de su hermano Alfonso de Borbón… me voy a permitir hoy rescatar para el lector el muy grave y tenebroso que supuso su autorización tácita como jefe del Estado y jefe supremo de las FAS para la creación de los batallones de la muerte españoles (GAL) y, en consecuencia, para la comisión de sus múltiples asesinatos de Estado (28 contabilizados)
En julio de 1979, el todopoderoso CESID eleva un Informe-Propuesta de Estrategia antiterrorista al Gobierno de Adolfo Suárez (del que recibieron copia confidencial los Estados Mayores y altos mandos del Ejército)
en el que en un apretado y exhaustivo análisis (más de 200 folios) hace
una recopilación de las acciones antiterroristas llevadas a cabo contra
ETA en los últimos años (con muy escasos resultados
prácticos) y formula propuestas muy concretas para seguir actuando (esta
vez con éxito) contra la organización terrorista. Entre estas
propuestas, y sin remilgos democráticos de ningún tipo, el Centro Superior de Información de la Defensa propone al Gobierno legítimo de la nación española iniciar contra ETA el tipo de guerra sucia aprendido por sus “ejecutivos del terror” en las aulas de los Servicios de Inteligencia argentinos;
es decir, dejando de lado cualquier freno legal o moral y empleando
desde el propio Estado las mismas técnicas y tácticas usadas por los
terroristas. Que por lo que parecía, y sin confirmaciones oficiales de
ningún tipo, les había dado excelentes resultados a los estrategas
antiterroristas de aquel país sudamericano.
El Gobierno de la UCD (Unión de Centro Democrático), presidido por Adolfo Suárez, se negó en redondo a aceptar la demencial propuesta de los Servicios de Inteligencia del Estado, heredados,
no conviene olvidarlo, del franquismo más ancestral. Bastante tenía ya
con los problemas que le creaban organizaciones paramilitares y
fascistas como La Triple A, El Batallón Vasco Español, Antiterrorismo ETA...etc, etc,
formadas por exaltados militantes de la ultraderecha española que desde
el inicio de la transición y de una forma chapucera y anárquica
intentaban doblegar a los terroristas vascos, como para embarcarse, en
oposición frontal con los más elementales principios de la democracia y
del Estado de Derecho, en una aventura ilegal, inmoral y despreciable.
Sin embargo, los espías de Defensa tendrían más suerte en 1983 cuando fueran con sus chapuceras propuestas a Felipe González, dueño absoluto, tras el apoyo democrático de diez millones de votos, de la política y la vida españolas. El Gobierno del PSOE,
endiosado y autoritario después de su espectacular victoria en las
urnas a finales de 1982, caería como un pardillo en la trampa tendida
por los justicieros militares del CESID aviniéndose a
dar luz verde a una demencial operación contraterrorista pensada,
diseñada, planificada, organizada... por los aventajados discípulos
españoles del general Videla; quienes, finalizado su aprendizaje en la ESMA y otros centros de Inteligencia de las FAS argentinas, creyeron llegado el momento de “ultimar”
a los terroristas vascos utilizando los mismos expeditivos sistemas del
secuestro, la tortura, el tiro en la nuca, la picana, la cal viva, la
bañera, el lavado de cerebro, el asalto, la fosa común... puestos en
práctica por sus “profesores” de allende el Atlántico.
La operación antiterrorista del CESID, las andanzas de los GAL (con ramificaciones en el Ejército, la Policía y la Guardia Civil), los chapuceros operativos sacados a la luz pública por el ex coronel Perote (y que tuvieron como llamativos antecedentes las personales peripecias de los tristemente célebres Amedo y Domínguez) fueron, pues, diseñados por la cúpula del CESID y puestos en práctica después por comandos ejecutivos y mercenarios del Ejército, la Guardia Civil y la Policía con arreglo a los conocimientos adquiridos por los servicios de Inteligencia españoles en los centros de instrucción de sus homólogos argentinos. Que, vuelvo a repetirlo, gozaban en España
(en su Ejército, más bien) de un magnífico cartel de operatividad y
eficacia tras su fructífero trabajo represivo de los años 1976-1982.
En el año 1983, como digo, y con arreglo a las propuestas del CESID al Gobierno de Felipe González plasmadas en un nuevo Informe-Propuesta de ese servicio (la llamada Acta fundacional)
en el que hacía las mismas “proposiciones deshonestas” que le hizo en
su día a los centristas de Suárez, se pusieron en marcha los famosos GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación)
que en realidad fueron varios (el plural está perfectamente empleado y
no el singular con el que han aparecido en determinados medios de
comunicación) y mal avenidos. El cerebro de toda la operación “salvadora de la patria en peligro” (los mismos salvadores de la patria otra vez, antes con Franco y Videla, ahora con González) estaba radicado en el propio CESID, en su Dirección General y en la Jefatura de su Grupo Operativo,
cuyos máximos responsables, no sin ciertas dificultades, serían por fin
procesados en diversas causas relacionadas con estas actividades
delictivas de los más altos servicios de Inteligencia del Estado.
Ambas primeras autoridades de La Casa (director general y jefe del Grupo Operativo) mantenían relaciones jerárquicas de superioridad con los servicios de Inteligencia de las tres ramas de las FAS españolas, con los servicios análogos del Estado Mayor de la Defensa (en teoría un escalón superior) y con la Dirección General de la Policía y de la Guardia Civil que, a pesar de pertenecer orgánicamente al ministerio del Interior,
aparecían totalmente subordinadas al mando supremo del ilegal operativo
para todo lo relacionado con él. A nadie se le escapaba (ni en el
Gobierno, ni en el Ejército, ni en el ministerio del Interior, ni en la
Guardia Civil, ni en la Policía...ni, por supuesto, en la cúpula del CESID) que aquello en lo que estaban enfrascados todos era una operación ilegal, una guerra sucia “a la española”
montada desde las alcantarillas del Estado, una reprobable actuación de
los poderes públicos en un Estado democrático y de Derecho... pero
según ellos debía hacerse, debía solucionarse a través de la misma
(como habían solucionado ya semejantes situaciones otras naciones “civilizadas”) el tremendo y renuente problema del terrorismo vasco. Por el bien de todos los españoles.
Pero aunque en principio la sucia maniobra de los GAL, la mini-guerra atípica y vergonzante contra ETA concebida y planificada por los militares españoles a imagen y semejanza de la puesta en marcha en Argentina (salvando todas las distancias) por los sicarios del general Videla, fue dirigida y controlada por los máximos jerarcas del CESID, la
propia dinámica de la operación, su carácter irregular, el variopinto
número de organismos implicados en la misma y la necesaria
descentralización en su ejecución, hicieron que muy pronto fuera
imposible un absoluto control del operativo por parte de la cúpula de
ese alto órgano de Inteligencia del Estado adscrito al ministerio de Defensa y, en consecuencia, que surgieran pequeños reinos de taifas, por lo que a su dirección y ejecución se refiere, en todos y cada uno de los escalones institucionales cooperantes.
Así, el ministerio del Interior
(cuyos máximos dirigentes de la época también serían procesados en
diversas causas relacionadas con la guerra sucia que comentamos) pronto
empezaría a actuar por libre, al margen de la suprema autoridad del CESID (aunque respetando siempre las formas y la confidencialidad debidas) y apoyándose sus responsables en la buena amistad y en las relaciones políticas fluidas que mantenían con el presidente del Gobierno. Y esta “independencia operativa” enseguida
se trasladaría a sus Direcciones Generales de la Policía y Guardia
Civil que montarían rápidamente sus órganos de dirección intermedios y
sus comandos operativos de mercenarios (Amedo y Domínguez) la primera, y grupos especiales de guardias civiles “fuera de la ley” (Intxaurrondo), la segunda. ¡Ah, el Intxaurrondo de los años 1983-1986! la ESMA
española, con sus expeditivos procedimientos para obtener información y
sus mecanismos atípicos para controlar y detener comandos etarras
copiando sin ningún rubor el secuestro, “la bañera”, “la picana”, el
asalto, el tiro en la nuca, la cal viva... de sus profesores argentinos. ¡Ah, el Intxaurrondo de los años 1983-1986, el “Fort Apache” de la Guardia Civil en el País Vasco, haciendo la guerra por su cuenta, la guerra sagrada y bien retribuida de los nuevos salvadores de la patria!
Este “totum revolutum” operativo de dirigentes, comandos operativos y servicios de Inteligencia del Estado, de los tres Ejércitos, del ministerio de Defensa, del de Interior, de la Guardia Civil y de la Policía... explica bien a las claras el chapucero discurrir de la malhadada operación de guerra sucia montada en España contra ETA (policías que se juegan los dineros del Estado en el casino de Biarritz, que contratan mercenarios en Lisboa utilizando la Visa oro del ministerio del Interior,
que se inscriben en los hoteles donde se entrevistan con los asesinos a
sueldo con sus nombres y apellidos reales...etc, etc) y su desastroso
final, con un trágico balance de secuestros, torturas, chantajes, extorsiones, veintiocho asesinatos...y
ningún daño apreciable en la infraestructura de la organización
independentista etarra. Un triste y despreciable resultado que, aparte
de su ilegalidad y la responsabilidad penal que supuso para los en él
implicados (no para todos evidentemente pues los máximos responsables
todavía no han sido llevados ante la justicia) nos debe hacer
reflexionar a todos cuantos respetamos la ley y la justicia en el marco
del Estado de derecho en el que aspiramos a vivir.
Por cierto, en relación con las responsabilidades todavía no aclaradas en este deleznable asunto de los GAL
convendría hacer algunas puntualizaciones muy importantes y algunas
acusaciones muy graves. Y la primera de esas puntualizaciones es
afirmar rotundamente que el jefe del Estado español, el rey Juan
Carlos I, siempre estuvo al tanto de la guerra sucia que preparaba el
CESID para doblegar a los independentistas vascos ya que mucho antes de
que florecieran los llamados Grupos Antiterroristas de Liberación, a principios de 1983, recibió oportunamente, como lo recibieron todos los altos mandos de las Fuerzas Armadas, el Informe/Propuesta de Estrategia Antiterrorista dirigido al Gobierno de Adolfo Suárez (ya
mencionado) elaborado por ese supremo órgano de información del Estado
en julio de 1978 y que aspiraba a involucrar al Estado democrático en la
lucha irregular e ilegal contra la organización etarra. Como asimismo
recibió años después, en esa triste y recordada fecha de principios de
1983, como jefe del Estado y Comandante Supremo de las FAS, el documento confeccionado por los estrategas antiterroristas de La Casa con idénticos fines y que después ha sido conocido en ambientes periodísticos e, incluso, judiciales como el “Acta Fundacional de los GAL”. Y que en esa ocasión sí recibiría el visto bueno del Gobierno de Felipe González (y el “nihil obstat” del rey) para introducirnos a todos los españoles en el laberinto indeseable del terrorismo de Estado.
Y no sólo estaría el rey Juan Carlos al tanto de la guerra sucia contra ETA a través de estos dos importantes documentos del CESID de 1978 y
1983, dato éste que puede ser confirmado a pesar del tiempo
transcurrido acudiendo a la documentación interna de ese alto organismo
de Inteligencia del Estado e, incluso, analizando toda la precisa
documentación que sobre los GAL y su estructura organizativa y de mando recibieron durante los años ochenta los altos mandos de las Fuerzas Armadas y sus Estados Mayores,
sino que antes, durante y después de cada una de sus acciones
terroristas tuvo a su disposición, como la tuvieron precisa y
oportunamente los más altos jerarcas del Ejército, toda la información
que sobre estos grupos de justicieros con licencia para matar generaban
tanto el Centro Superior de Información de la Defensa como las Divisiones de Inteligencia de los tres Ejércitos, el Estado Mayor de la Defensa y, por supuesto, los órganos de Inteligencia del ministerio del Interior y de la Guardia Civil.
El jefe del Estado español, el jefe supremo de sus Fuerzas Armadas, el máximo garante del Estado de derecho, “el adalid de la democracia española tras el 23-F”, el rey Juan Carlos, conociendo como conocía todos los entresijos de la guerra sucia contra ETA, debió
de actuar de inmediato frenando tal demencial proyecto. Era su
obligación moral y política como máximo representante de un Estado
democrático y, además, por exigencias de la propia Constitución que le marca taxativamente la misión de “arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las Instituciones”.
¿Y qué mejor manera de arbitrar y moderar el funcionamiento de una
Institución como el Gobierno de la nación que evitando que se enfrascara
en 28 asesinatos de Estado?
Y, sin embargo, el rey no hizo nada. Miró para otro lado, convirtiéndose por omisión en cómplice de las aventuras asesinas de los GAL y, por ende, en el máximo responsable de sus crímenes, secuestros y tropelías.
A algún conspicuo ciudadano de buena fe le puede parecer muy duro esto
que acabo de decir, pero la realidad objetiva es la que es. Y el jefe
del Estado en cualquier país moderno, democrático y de derecho, que
ostenta además la suprema jefatura de sus Fuerzas Armadas, aunque no gobierne directamente (aunque sí entre bambalinas) como es el caso de España, tiene
unas muy claras exigencias éticas, morales y políticas. No se puede
llamar andana y mirar hacia otro lado cuando las propias fuerzas de
seguridad del Estado, saltándose a la torera las leyes y normas básicas
del Estado de derecho, asesinan a presuntos delincuentes e, incluso, por
error, a gente honesta de la calle que nunca tuvo la más mínima
relación con la organización terrorista etarra…
Los españoles nos creemos muy cargados de razón
cuando tachamos de asesinos, de genocidas, de escoria humana, a
siniestros personajes de fuera como Pinochet, Milosevic, Videla, Hitler, Sadam Hussein, Gadafi…Pero
nos cuesta muchísimo reconocer que aquí, en nuestro país, se han
cometido, y no hace tantos años, en plena democracia, crímenes de Estado
horrendos por los que casi nadie ha pagado todavía. No pagó en su
momento el dictador Franco ni pagaron después la
pandilla de asesinos que se beneficiaron con su régimen y que luego se
convertirían en demócratas advenedizos. Y tampoco han pagado muchas
altas autoridades de la democracia que, como en estos flagrantes delitos
de los GAL, creyeron que los atajos extralegales y las
cloacas del Estado eran posibles caminos a transitar para acabar con la
lacra del terrorismo etarra. El juez Baltasar Garzón, el durante tantos años látigo judicial de la Audiencia Nacional para meter en vereda a los independentistas del Norte y “valeroso adalid” de la justicia internacional contra genocidas y dictadores, debería haber mirado en su propia casa antes de meterse a perseguir crímenes cometidos muy lejos de nuestras fronteras. Y no debió dejarnos a todos los españoles en la duda de quien se encontraba detrás de su famosa “X” en el organigrama de los GAL. Por lo menos, para darnos una mejor y definitiva pista, debió pintar una coronita real encima de la dichosa letra…
Porque mucha gente en este país ha venido colocando todos estos años en
el lugar que no le correspondía, como jefe indiscutible de los GAL, al presidente del Gobierno de entonces, Felipe González. Y a cada cual lo suyo. Porque donde manda patrón no manda marinero y hasta en las mafias asesinas y en las organizaciones criminales con licencia para matar es el jefe supremo el que debe responder ante la justicia si las cosas vienen mal dadas .
Es cierto que por debajo de la “X” de Garzón, por supuesto con corona real, muchas altas autoridades del Estado español estaban también al tanto de lo que ocurría en las cloacas de Interior y Defensa.
Entre ellas los miembros del Gobierno, con su presidente al frente, y
todos los mandos del Ejército que, con los mejores servicios secretos de
la nación bajo su férula, conocían al detalle la siniestra planificación de una guerra asquerosa impropia de un Estado moderno. Pero, aunque nunca puede servir de justificación, estos altos mandos del Ejército (y de la policía y la Guardia Civil) estuvieron siempre sometidos a la jerarquía, a la cadena de mando, al Gobierno de la nación que autorizó los asesinatos y al jefe supremo del Estado y de los Ejércitos
al que, en definitiva, le correspondió siempre ser el primero en actuar
y detener como fuera aquel delirio asesino. En conciencia y con el
poder en la mano.
(*) Amadeo Martínez Inglés es coronel del Ejercito español, escritor e historiador
(Fragmentos recogidos por el autor de sus libros “Juan Carlos I El último Borbón” y “Juan Carlos I, El rey de las cinco mil amantes”)
Fuente → canarias-semanal.org
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