
La muerte de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis
en Estados Unidos desató una ola de indignación frente al racismo de
unas instituciones que se cobran vidas negras a diario. Esta indignación
no tardó en extenderse en forma de protestas antirracistas a nivel
mundial. En paralelo, Trump amenazó con designar “organización terrorista” al movimiento Antifa, que lucha contra el fascismo y la ultraderecha. Gesto que Mark Bray, historiador experto en antifascismo y autor del libro Antifa, describió como “un acto de distracción para no hablar sobre las raíces del asesinato de Floyd”.
En
España, las protestas organizadas por las comunidades no blancas y
centralizadas bajo el recién surgido movimiento Comunidad Negra Africana
y Afrodescendiente en España (CNAAE), señalaron que no hace falta mirar
al Atlántico para denunciar un racismo que aquí también empobrece y
mata. En los últimos seis meses, Imad Eraffali y Daniel Jiménez han perdido la vida bajo custodia policial, los
dos en la misma comisaría de Algeciras, los dos tras supuestos
suicidios. Sus nombres no son los únicos, Ilias, Mame, Manuel,
Bouderbala, Marouane, Samba, Idrissa… la lista es larga.
A
pesar de ello, la discusión sobre el racismo también ha encontrado
resistencias en una izquierda que no tardó en criticar la forma y el
fondo de las movilizaciones en territorio español, apuntando al contexto
de pandemia para argumentar “que no era el momento”. Una crítica que no se vertió sobre las protestas que se dieron contra el cierre de industrias automovilísticas
en Barcelona o la metalúrgica en Alcoa, ni sobre las multitudinarias
manifestaciones antirracistas en Francia que se suceden de manera
ininterrumpida. Este cuestionamiento vino acompañado de la premisa
“España no es EEUU”, en alusión a una supuesta ausencia de racismo, que
esconde un interés en negar el carácter estructural y sistémico de la
raza. Todo en un contexto de auge de la ultraderecha a nivel político y
social que nos lleva a preguntamos sobres las alianzas entre
antirracismo y antifascismo.
“Al antifascismo le queda un trabajo
importante en reconocer a las comunidades racializadas y a las
organizaciones que conforman, como sujetos políticos con los cuales
conversar en igualdad política”, señala Yeison García López, politólogo y
activista antirracista. En esa línea se sitúa Susana Ye, periodista y
autora del documental Chiñoles y bananas,
quien comenta que el antirracismo es colocado “a la cola” de las luchas
sociales. “Se ha visto como un tema cuya urgencia se postergaba y,
aunque lo políticamente correcto es que la izquierda española se
proclame antifascista y antirracista, la realidad es que no se practica
ni incorpora en el día a día ni en las grandes movilizaciones”, añade.
Para Silvia Agüero, activista gitana y coordinadora del blog Pretendemos gitanizar el mundo,
el antifascismo actual no es antirracista “porque no quiere”. No porque
no crea en la necesidad de intersección, sino porque como pasa con en
el feminismo, “grandes sectores de estos movimientos creen que les hace
perder fuerza y concentración”.
Una postura que para García López
responde a la forma en la que se relega el racismo a una cuestión
secundaria, “cierto antifascismo busca articular todo bajo una cuestión
de clase, que esconde muchas veces una protección de los intereses de la
clase obrera blanca al plantear proyectos comunitarios en los que la
clase obrera migrante y no blanca se quedan fuera”. Así lo describió el
militante y teórico decolonial Sadri Khiari
al señalar que en los barrios populares no solo están los proletarios,
trabajadores que se oponen a las clases superiores, “también los
proletarios blancos que defienden sus privilegios frente a los
proletarios surgidos de las colonias”. Para Khiari, la izquierda, por
ser compañera indispensable de las comunidades históricamente
colonizadas, es su primer adversario, porque “a pesar de sus postulados
de emancipación humana que nos aproximan a ella, no asume que la
colonización no fue un proceso pasado desvinculado de la actualidad,
sino que hay que entenderla bajo el ángulo de las relaciones sociales
que ha desarrollado”. Y cuya característica fundamental es “la
construcción de una jerarquización social mundial basada en la idea de
raza”. Lo que sitúa al antirracismo como lucha contra la supremacía
blanca y los privilegios surgidos de esa dominación.
“El
antirracismo es una lucha contra un poder omnímodo que es estructural y
sistémico: el poder blanco y payo”, por lo que “romper sus estructuras
es de por sí antifascista”, señala Agüero. Opinión compartida por García
López, quien sostiene que la lucha contra el racismo es antifascista
siempre que se plantee desde “una crítica a un sistema capitalista
construido bajo la legitimidad de discursos que jerarquizan a grupos
sociales”. No obstante, alerta sobre los peligros de postulados
esencialistas en un antirracismo que para huir de ellos “ha de tener una
estrategia política, un proyecto de interpelación directa contra el capitalismo racial”.
Al
hablar de esa alianza, se remonta años atrás a la lucha contra la
violencia neonazi en las calles de Barcelona y Madrid. En ella jugaron
un papel fundamental las organizaciones integradas por personas negras
“en una articulación directa con el antifascismo”. Sin embargo, este
marco ha cambiado, según el politólogo “la nueva generación de sujetos
políticos no blancos interpela señalando la necesidad de esa
intersección, pero antes hay que cambiar las formas en las que se da”.
Una alianza que según su experiencia es más fraguable en espacios
libertarios y anarquistas que con una izquierda institucionalizada, que
“no solo no reconoce al sujeto político no blanco, sino que impide que
las personas racializadas que integran sus organizaciones lleguen a
espacios de poder”. Un desacuerdo que también se observa en la
construcción de la memoria histórica antifascista, en medio del debate
sobre la violencia simbólica del legado colonial español, “dejan fuera
los planteamiento del antirracismo que discute los ideales de la memoria
histórica desde un punto de vista anticolonial”.
Para Agüero, las
alianzas son siempre difíciles debido a que “cualquier movimiento en el
estado español, que históricamente han liderado payas y payos blancos,
cis, ateos y católicos etc… es racista”. Como ejemplo sitúa su
experiencia en La Rioja también con esa izquierda institucional, “creen
que las gitanas deberíamos llevar las cosas de gitanos y nada más,
además, somos sospechosos en cualquiera de esos espacios, por si robamos
las ideas o abanderamos una lucha que ellos piensan que no nos
corresponde”. Cita al “tío Pepe Heredia”, quien fuera profesor de la
Universidad de Granada, poeta, dramaturgo y flamenco, para proponer como
solución “una mirada limpia”, es decir, “tener una mirada consciente y
esforzarse en quitar nuestros prejuicios”, concluye.
El antirracismo asiático
Dentro
del antirracismo también se plantean intersecciones por resolver, una
de ellas es la forma en la que se articula la lucha con las comunidades
asiáticas. Todo ello en un contexto donde esta población ha sido objeto
de ataques racistas y criminalización por parte de la ultraderecha a
consecuencia de la COVID-19. Para Susana, es “normal” que la comunidad
asiática haya sido ignorada, puesto que su lazo y presencia ha sido
relativamente menor respecto a otras comunidades migrantes, aunque eso
está cambiando, “hoy día proliferan plataformas de activistas de la
diáspora asiática a quienes hay que dar voz para que conciencien a los
más jóvenes sobre antirracismo, incluyendo el antirracismo asiático”.
Preguntada sobre las fake news y los bulos empleados por la
ultraderecha, la periodista comenta que estas técnicas son tan viejas
como el ser humano, “lo que ha cambiado es su capacidad de alcance” y
apela a la responsabilidad individual de cada persona, “no podemos
impedir que se difundan mentiras, pero sí, no contribuir a que parasiten
nuestro ya de por sí escaso tiempo. Nosotros también somos parte del
problema si no actuamos como debemos”.
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