Ser antifascista es un deber

Todo parece tan loco que la tentación es no hacer caso, ignorarlos, no seguirles el juego. Pero el fascismo ha avanzado siempre así, ante la incredulidad de la gente, ante la perplejidad, ante la inacción

Ser antifascista es un deber
 Ruth Toledano

Con la mirada aviesa, el bíceps tenso y la voz legionaria, Santiago Abascal subió al estrado del Congreso de los Diputados a proclamar infamias. Con la espuria legitimidad de la que le dotan sus escaños, con la inmerecida impunidad que le reportan. Abascal subió al estrado y, entre otras palabras como proyectiles, escupió: "Gritar 'viva el 8M' es como gritar viva la enfermedad y viva la muerte". Abascal se lo escupió a Pedro Sánchez, pero iba dirigido al feminismo y salpicó a los afectados por COVID-19. Infamia sobre infamia sobre infamia. Y una burla a la totalidad: Abascal y los suyos no consideran el Congreso un espacio respetable, por cuanto aloja a quienes ejercen el poder de organizar y legislar la vida social. Abascal y los suyos (incluida Cayetana Álvarez de Toledo) van a la Carrera de San Jerónimo de Madrid a subir tanto el tono con sus intervenciones que todo lo demás quede acallado, a calentar la pólvora de las palabras como quien activa un silenciador. Su único objetivo parlamentario es dinamitar el legítimo Gobierno, cargárselo, tumbarlo, reventarlo. Es espurio su mandato democrático porque está utilizando contra la propia democracia los mecanismos que ésta le concede.

Al mejor estilo Trump, Santiago Abascal acusa a Sánchez, a Iglesias y al resto del Gobierno de "decenas de miles de españoles muertos por el sectarismo y la negligencia criminal", los acusa de ser los responsables de que haya "millones de españoles arruinados por un estado excepción encubierto". Tales acusaciones son miserables estrategias políticas para que extramuros del Congreso la gente se exalte. Son métodos propios del fascismo. Con argumentos similares lograron los 52 escaños que ocupa Vox (más el de Álvarez de Toledo y el resto del PP). Lanzando metralla ideológica contra el feminismo, poniendo las cloacas del Estado a toda máquina contra los políticos de Unidas Podemos, haciendo bandera de la tortura taurina (la que defiende Felipe VI), de cazadores (como la familia Trump) y de ganaderos (financiadores de Bolsonaro). Eso sí que es gritar 'viva la muerte'. Para empezar, la de las mujeres asesinadas por las que clama el 8M, cuya memoria y dignidad se atreve Abascal a pisotear en sede parlamentaria. Y lo hace mintiendo, mintiendo y mintiendo. Contra el Gobierno, contra el feminismo y contra la democracia. Porque están en espacios de la democracia pero demócratas no son.

Son fascistas. La mayoría, fascistas de cuna, como el propio Abascal. Por eso han sido tan rápidos en estar de acuerdo con Trump en su descabellada idea de ilegalizar el antifascismo y calificarlo de "organización terrorista". Estúpidos hasta el peligro, ni siquiera podrían ser capaces de identificar al que señalan como enemigo puesto que éste no existe como estructura organizada, tal y como ha contado desde Estados Unidos el periodista Pablo Guimón. Pero el lumbrera de Jorge Buxadé, que sigue siendo portavoz de Vox aunque cada vez que habla hace un espantoso ridículo, se aprestó a "aplaudir" al fascista Trump y, aprovechando que el Ter pasa por Girona, metió a los CDR y al Tsunami Democratic de Catalunya en su lista de ilegalizables por terrorismo.

Todo parece tan loco que la tentación es no hacer caso, ignorarlos, no seguirles el juego. Pero el fascismo ha avanzado siempre así, ante la incredulidad de la gente, ante la perplejidad, ante la inacción. No solo no ha cambiado nada tras tantas semanas de confinamiento, sino que el parón del mundo ha servido para que los peores salieran del hoyo con virulencia acumulada, con los cuchillos afilados en aquellas tardes de pantalla, con la voz destemplada por la espera. Son grotescos, son esperpénticos, con sus burdas y repetidas mentiras provocarían una simple mueca de desprecio, si no fuera porque son violentos de verdad, porque odian el feminismo de verdad, porque sus escaños en el Congreso de los Diputados son de verdad. Si algo tienen de bueno, para combatirlos, es su idiota transparencia: al ir contra el antifascismo se reconocen como fascistas. Así que solo queda recuperar lo que nunca debió abandonarse ni dejar para otros: el decir alto y claro que ser antifascista es un deber moral. Ahora y siempre, ser antifascista es un deber.


Fuente → eldiario.es

banner distribuidora