Sahara Occidental, 50 años de olvido
 
Un manifestante saharaui es cacheado por la policía territorial en El Aaiún en 1975. Fotografía cedida por Provincia 53
 
Sahara Occidental, 50 años de olvido
Laura Casielles
 
«Bajo la idea de que la colonización española era amable, el Sáhara Occidental nunca se llegó a descolonizar», reflexiona Casielles en ‘La mirada’ de esta semana.

Hace 50 años, en estos mismos días calurosos en los que se acerca ya el verano y todo parece coger cierta pereza, en una capital de provincia española se estaba preparando una movilización cuyas consecuencias –como las de casi todo lo que realmente importa–, no se alcanzaban a prever en aquellos momentos de preparación clandestina.

La organización que estaba detrás de lo que se tramaba había nacido apenas unos meses antes, cuando seis jóvenes charlando en un cuarto dijeron: “Hasta aquí hemos llegado”. No mucho después, ya tenían detrás a unas cinco mil personas. Aunque su organización estaba prohibida, claro: como cualquier organización política bajo la legislación franquista.

Era junio de 1970 y las cosas no estaban precisamente en calma. Un par de años antes, ETA había realizado su primer atentado con una víctima mortal: el policía y torturador franquista Melitón Manzanas. Juan Carlos de Borbón había sido nombrado legítimo sucesor por Franco poco después, en virtud de una ley de 1947. En todo el país, las protestas y huelgas se estaban intensificando, y la represión también. Así que, mientras aquellos jóvenes preparaban lo que estaba a punto de pasar, la policía y los servicios secretos tenían bastante tarea intentando enterarse de quiénes eran. Corrían de mano en mano por las oficinas más oscuras fichas personales e intentos de dilucidar qué hacer con ellos. Informes que decían: “Una acción directa contra los componentes del partido (…) no presenta una gran dificultad en la práctica (detenciones, interrogatorios, sanciones, expulsiones, etc.)”. 

La historia suena conocida. 

Empieza a sorprender cuando se precisa dónde ocurre. 

Ocurre en El Aaiún, capital del Sáhara Occidental. 

Hace unos días, el Tribunal Supremo negó la nacionalidad española a una saharaui nacida en el tiempo en que este territorio estaba colonizado por España. Esta sentencia supone un cambio de jurisprudencia que, de facto, dice que el Sáhara no formaba parte de este país, aunque estaba bajo su dominio. Hasta ahora, muchos y muchas saharauis sí habían podido acogerse a ese vínculo histórico para reivindicar la nacionalidad española, una vía legal que se facilita también a personas sefardíes o latinoamericanas por motivos análogos, y que les ha abierto oportunidades de vida y derechos que no son evidentes en la condición de apatridia que supone que su país no sea reconocido. 

Que este giro judicial llegue justo en estos días lo convierte en una macabra postal de aniversario. Porque, no: aquella movilización que se organizaba hace ahora justo 50 años no acabó bien. Acabó en lo que ha dado en llamarse “la masacre de Zemla”. 

Zemla era un barrio de El Aaiún en el que en el tiempo de la colonización española se aglutinaban los edificios y residencias oficiales. Ante el creciente runrún nacionalista, la administración que los ocupaba había tenido la idea de convocar a los y las saharauis a una manifestación de adhesión a España. Y lo que estaban organizando esos muchachos clandestinos era, claro, una contramanifestación. Esos muchachos clandestinos, por su parte, eran los fundadores del Movimiento de Vanguardia para la Liberación del Sáhara, que se considera el precedente del aún vivo Frente Polisario. Su líder se llamaba Mohamed Basiri, y era un periodista de algo menos de treinta años. 

España, ese país que ahora dice que el Sáhara nunca fue parte de su mapa, ocupaba el territorio desde 1884. Aunque su presencia –que se hizo efectiva más por la vía comercial que por la bélica– cobró más peso desde finales de la década de 1940, cuando se descubrió que el subsuelo de aquella tierra ignota guardaba una buena reserva de fosfatos. El problema es que ese interés llegaba de manera algo anacrónica: en esos años, las metrópolis ya estaban empezando más bien a tener que asumir que los países africanos se estaban descolonizando.

Pero el régimen franquista no se dejó arredrar –tampoco en esto– ni por la realidad ni por los derechos de las personas: desoyendo los mandatos de la ONU, optó por una treta de trilero. Convirtió al Sáhara Occidental en una provincia más, “tan española como Cuenca o Albacete”, como se solía decir. Y así pudo seguir explotando el territorio durante otras dos décadas. 

En ese tiempo, en el Sáhara había Correos y Casino, DNI y pesetas. Había iglesias, había kioscos con los mismos periódicos que se leían en Madrid (aunque llegaban un poco más tarde). Esos niños y niñas a los que hoy se dice que nunca fueron españoles aprendían en escuelas franquistas los afluentes del Ebro y la historia de los Reyes Católicos. Los y las saharauis tenían representantes que acudían vestidos con su derráa a las Cortes españolas. La Sección Femenina enseñaba a cocinar arroz con leche y guisado de camello en sus cursos de domesticidad. Entre 1958 y 1975 en todos los mapas de España el Sáhara salía en un cuadrito, como Canarias. Era la provincia número 53. 

Para 1970, lo que venía pasando era que todo aquello ya empezaba a resultar un poco largo y forzado de más. Los movimientos anticoloniales ya estaban hasta disueltos tras cumplir su labor en todo el continente, y los y las saharauis empezaban a reivindicar de manera más urgente su independencia. La política que estaba siguiendo el franquismo era la misma que muchas otras potencias europeas: tratar de pactar ese proceso. Llevaba años intentando generar unas élites conniventes en cuyas manos pudiera dejar la soberanía del país, para que no se resintieran mucho ni la geopolítica ni los negocios. Pero la lentitud del proceso dejó tiempo al pueblo saharaui para organizar una vía menos dócil. 

Aquel 17 de junio de hace 50 años en El Aaiún, lo que ocurrió es que ante la convocatoria oficialista de adhesión –un paripé con el que el régimen pensaba que podría ganar algo más de tiempo ante la comunidad internacional–, el movimiento liderado por Basiri montó otra convocatoria, no muy lejos, que tuvo significativamente más éxito. Y, a lo largo de la tarde, la cosa se fue poniendo fea. Los manifestantes nacionalistas montaron un campamento y exigieron hablar con el gobernador. Las tensiones crecieron, y, horas más tarde, mientras en los actos oficiales se pronunciaban discursos de hermandad entre el pueblo español y el saharaui, la administración envió a la Legión para disolver a tiros a los manifestantes, lo que acabó con un alto número de heridos y detenidos. 

Nadie sabe con seguridad dónde estaba Basiri aquella noche. Nadie volvió a verle nunca, convirtiéndose en el desaparecido más famoso de la historia saharaui. España en ningún momento ha reconocido su responsabilidad en estos hechos, como recuerda la campaña ¿Qué fue de Bassiri?, lanzada hace unos días.

Y su caso no es el único. La jurisdicción directa de España sobre el Sáhara Occidental se mantuvo hasta noviembre de 1975, cuando, en el mismo día de la muerte de Franco, el BOE publicó la ley de descolonización. Constaba de un solo artículo y, lejos de ser el alegre comienzo de un camino de independencia, lo que hacía era desentenderse de la que hasta ese momento había sido una de sus provincias, dejando a quienes la habitaban en manos de las columnas de ocupación marroquíes que entraban en la llamada Marcha Verde. Las últimas tropas españolas salieron del territorio en febrero de 1976, para cuando decenas de miles de personas ya estaban en el exilio en los campamentos de refugiados de Tinduf, en Argelia, en los que continúan, con sus descendientes, 45 años más tarde. 

En el tiempo que media entre la masacre de Zemla y la culminación de ese abandono, decenas de saharauis desaparecieron o fueron asesinados, fuera directamente por las autoridades españolas, o bajo su acquiescencia. Cuando el Tribunal Supremo niega la vinculación con ese tiempo y ese espacio, también es de esa responsabilidad de lo que está renegando. Pero cuando se excava en el desierto, se encuentran fosas comunes tan parecidas a las que se han venido abriendo en la península en la última década que es imposible no entender que se trata de dos caras de un mismo proceso, con el mismo enemigo enfrente.

Por lo demás, quien intenta investigar se encuentra muchos cajones vacíos. Aunque 50 años parecería un plazo más que razonable para la desclasificación de archivos, esta historia sigue blindada en gran medida por una Ley de Secretos Oficiales que continúa apuntalando muchos de los pactos de silencio que hemos heredado.

Como sobre tantas cosas en este país, sobre la historia colonial reciente pesa un manto de silencio, mentiras y tergiversaciones. Mantenemos una versión edulcorada que ensalza la convivencia, un mito de colonización amable que no nos permite ver todo lo que hay que reparar. Bajo la idea de que la colonización española era amable se oculta que Guinea Ecuatorial se arrasó con políticas de segregación racial y luego se dejó en manos de una dictadura. Bajo la idea de que la colonización española era amable se oculta que en el norte de Marruecos sigue habiendo cánceres que se deben a los bombardeos químicos de la guerra del Rif. Bajo la idea de que la colonización española era amable, el Sáhara Occidental nunca se llegó a descolonizar. 

Es fácil pedir perdón de manera simbólica por el expolio y la violencia cometidas en la mal llamada conquista de América. Lo que es más difícil es arremangarse para trabajar en las reparaciones necesarias a quienes sufrieron la colonización española en el siglo XX y aún viven sus consecuencias. Señalar con nombres y apellidos a quienes se beneficiaron de ello, que son –poca sorpresa– los mismos que se beneficiaron de todo en aquellos años en este país. Entender que el imperialismo fue una herramienta discursiva y política fundamental para el golpe de Estado y para la dictadura; y que olvidarlo fue uno de los precios a pagar por la tranquilidad aparente de nuestra transición a la democracia.

En estos días se cumplen 50 años de una masacre perpetrada por el franquismo contra una manifestación ciudadana, 50 años de la desaparición de un líder político que se oponía al régimen, 50 años de olvido. 

No porque se llamara Mohamed y viviera en El Aaiún esta historia es menos nuestra historia que cualquier otra de las que reivindicamos. Aunque el Tribunal Supremo insista en decirnos lo contrario.


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