«Bajo la idea de que la colonización española era amable, el
Sáhara Occidental nunca se llegó a descolonizar», reflexiona Casielles
en ‘La mirada’ de esta semana.
Hace 50 años, en estos mismos días calurosos en los que se acerca ya
el verano y todo parece coger cierta pereza, en una capital de provincia
española se estaba preparando una movilización cuyas consecuencias
–como las de casi todo lo que realmente importa–, no se alcanzaban a
prever en aquellos momentos de preparación clandestina.
La organización que estaba detrás de lo que se tramaba había nacido
apenas unos meses antes, cuando seis jóvenes charlando en un cuarto
dijeron: “Hasta aquí hemos llegado”. No mucho después, ya tenían detrás a
unas cinco mil personas. Aunque su organización estaba prohibida, claro: como cualquier organización política bajo la legislación franquista.
Era junio de 1970 y las cosas no estaban precisamente en calma. Un
par de años antes, ETA había realizado su primer atentado con una
víctima mortal: el policía y torturador franquista Melitón Manzanas. Juan Carlos de Borbón había sido nombrado legítimo sucesor por Franco
poco después, en virtud de una ley de 1947. En todo el país, las
protestas y huelgas se estaban intensificando, y la represión también.
Así que, mientras aquellos jóvenes preparaban lo que estaba a punto de
pasar, la policía y los servicios secretos tenían bastante tarea
intentando enterarse de quiénes eran. Corrían de mano en mano por las
oficinas más oscuras fichas personales e intentos de dilucidar qué hacer
con ellos. Informes que decían: “Una acción directa contra los
componentes del partido (…) no presenta una gran dificultad en la
práctica (detenciones, interrogatorios, sanciones, expulsiones, etc.)”.
La historia suena conocida.
Empieza a sorprender cuando se precisa dónde ocurre.
Ocurre en El Aaiún, capital del Sáhara Occidental.
Hace unos días, el Tribunal Supremo negó la nacionalidad española a
una saharaui nacida en el tiempo en que este territorio estaba
colonizado por España. Esta sentencia supone un cambio de jurisprudencia
que, de facto, dice que el Sáhara no formaba parte de este
país, aunque estaba bajo su dominio. Hasta ahora, muchos y muchas
saharauis sí habían podido acogerse a ese vínculo histórico para
reivindicar la nacionalidad española, una vía legal que se facilita
también a personas sefardíes o latinoamericanas por motivos análogos, y
que les ha abierto oportunidades de vida y derechos que no son evidentes
en la condición de apatridia que supone que su país no sea reconocido.
Que este giro judicial llegue justo en estos días lo convierte en una macabra postal de aniversario.
Porque, no: aquella movilización que se organizaba hace ahora justo 50
años no acabó bien. Acabó en lo que ha dado en llamarse “la masacre de
Zemla”.
Zemla era un barrio de El Aaiún en el que en el tiempo de la
colonización española se aglutinaban los edificios y residencias
oficiales. Ante el creciente runrún nacionalista, la administración que
los ocupaba había tenido la idea de convocar a los y las saharauis a una
manifestación de adhesión a España. Y lo que estaban organizando esos
muchachos clandestinos era, claro, una contramanifestación. Esos
muchachos clandestinos, por su parte, eran los fundadores del Movimiento
de Vanguardia para la Liberación del Sáhara, que se considera el
precedente del aún vivo Frente Polisario. Su líder se llamaba Mohamed
Basiri, y era un periodista de algo menos de treinta años.
España, ese país que ahora dice que el Sáhara nunca fue parte de su mapa, ocupaba el territorio desde 1884.
Aunque su presencia –que se hizo efectiva más por la vía comercial que
por la bélica– cobró más peso desde finales de la década de 1940, cuando
se descubrió que el subsuelo de aquella tierra ignota guardaba una
buena reserva de fosfatos. El problema es que ese interés llegaba de
manera algo anacrónica: en esos años, las metrópolis ya estaban
empezando más bien a tener que asumir que los países africanos se
estaban descolonizando.
Pero el régimen franquista no se dejó arredrar –tampoco en esto– ni
por la realidad ni por los derechos de las personas: desoyendo los
mandatos de la ONU, optó por una treta de trilero. Convirtió al Sáhara
Occidental en una provincia más, “tan española como Cuenca o Albacete”,
como se solía decir. Y así pudo seguir explotando el territorio durante
otras dos décadas.
En ese tiempo, en el Sáhara había Correos y Casino, DNI y pesetas.
Había iglesias, había kioscos con los mismos periódicos que se leían en
Madrid (aunque llegaban un poco más tarde). Esos niños y niñas a
los que hoy se dice que nunca fueron españoles aprendían en escuelas
franquistas los afluentes del Ebro y la historia de los Reyes Católicos. Los y las saharauis tenían representantes que acudían vestidos con su derráa a las Cortes españolas. La Sección Femenina enseñaba a cocinar arroz con leche y guisado de camello en sus cursos de domesticidad. Entre 1958 y 1975 en todos los mapas de España el Sáhara salía en un cuadrito, como Canarias. Era la provincia número 53.
Para 1970, lo que venía pasando era que todo aquello ya empezaba a
resultar un poco largo y forzado de más. Los movimientos anticoloniales
ya estaban hasta disueltos tras cumplir su labor en todo el continente, y
los y las saharauis empezaban a reivindicar de manera más urgente su
independencia. La política que estaba siguiendo el franquismo era la
misma que muchas otras potencias europeas: tratar de pactar ese proceso.
Llevaba años intentando generar unas élites conniventes en cuyas manos
pudiera dejar la soberanía del país, para que no se resintieran mucho ni
la geopolítica ni los negocios. Pero la lentitud del proceso dejó
tiempo al pueblo saharaui para organizar una vía menos dócil.
Aquel 17 de junio de hace 50 años en El Aaiún, lo que ocurrió es que
ante la convocatoria oficialista de adhesión –un paripé con el que el
régimen pensaba que podría ganar algo más de tiempo ante la comunidad
internacional–, el movimiento liderado por Basiri montó otra
convocatoria, no muy lejos, que tuvo significativamente más éxito. Y, a
lo largo de la tarde, la cosa se fue poniendo fea. Los manifestantes
nacionalistas montaron un campamento y exigieron hablar con el
gobernador. Las tensiones crecieron, y, horas más tarde, mientras en los
actos oficiales se pronunciaban discursos de hermandad entre el pueblo
español y el saharaui, la administración envió a la Legión para disolver
a tiros a los manifestantes, lo que acabó con un alto número de heridos
y detenidos.
Nadie sabe con seguridad dónde estaba Basiri aquella noche. Nadie
volvió a verle nunca, convirtiéndose en el desaparecido más famoso de la
historia saharaui. España en ningún momento ha reconocido su
responsabilidad en estos hechos, como recuerda la campaña ¿Qué fue de
Bassiri?, lanzada hace unos días.
Y su caso no es el único. La jurisdicción directa de España sobre el
Sáhara Occidental se mantuvo hasta noviembre de 1975, cuando, en el
mismo día de la muerte de Franco, el BOE publicó la ley de
descolonización. Constaba de un solo artículo y, lejos de ser el alegre
comienzo de un camino de independencia, lo que hacía era desentenderse
de la que hasta ese momento había sido una de sus provincias, dejando a
quienes la habitaban en manos de las columnas de ocupación marroquíes
que entraban en la llamada Marcha Verde. Las últimas tropas españolas
salieron del territorio en febrero de 1976, para cuando decenas de miles
de personas ya estaban en el exilio en los campamentos de refugiados de
Tinduf, en Argelia, en los que continúan, con sus descendientes, 45
años más tarde.
En el tiempo que media entre la masacre de Zemla y la culminación de
ese abandono, decenas de saharauis desaparecieron o fueron asesinados,
fuera directamente por las autoridades españolas, o bajo su
acquiescencia. Cuando el Tribunal Supremo niega la vinculación con ese
tiempo y ese espacio, también es de esa responsabilidad de lo que está
renegando. Pero cuando se excava en el desierto, se encuentran fosas
comunes tan parecidas a las que se han venido abriendo en la península
en la última década que es imposible no entender que se trata de dos
caras de un mismo proceso, con el mismo enemigo enfrente.
Por lo demás, quien intenta investigar se encuentra muchos cajones
vacíos. Aunque 50 años parecería un plazo más que razonable para la
desclasificación de archivos, esta historia sigue blindada en gran
medida por una Ley de Secretos Oficiales que continúa apuntalando muchos
de los pactos de silencio que hemos heredado.
Como sobre tantas cosas en este país, sobre la historia colonial
reciente pesa un manto de silencio, mentiras y tergiversaciones.
Mantenemos una versión edulcorada que ensalza la convivencia, un mito de
colonización amable que no nos permite ver todo lo que hay que
reparar. Bajo la idea de que la colonización española era amable se
oculta que Guinea Ecuatorial se arrasó con políticas de segregación
racial y luego se dejó en manos de una dictadura. Bajo la idea de que la
colonización española era amable se oculta que en el norte de Marruecos
sigue habiendo cánceres que se deben a los bombardeos químicos de la
guerra del Rif. Bajo la idea de que la colonización española era amable, el Sáhara Occidental nunca se llegó a descolonizar.
Es fácil pedir perdón de manera simbólica por el expolio y la violencia cometidas en la mal llamada conquista
de América. Lo que es más difícil es arremangarse para trabajar en las
reparaciones necesarias a quienes sufrieron la colonización española en
el siglo XX y aún viven sus consecuencias. Señalar con nombres y
apellidos a quienes se beneficiaron de ello, que son –poca sorpresa– los
mismos que se beneficiaron de todo en aquellos años en este país.
Entender que el imperialismo fue una herramienta discursiva y política
fundamental para el golpe de Estado y para la dictadura; y que olvidarlo
fue uno de los precios a pagar por la tranquilidad aparente de nuestra transición a la democracia.
En estos días se cumplen 50 años de una masacre perpetrada por el
franquismo contra una manifestación ciudadana, 50 años de la
desaparición de un líder político que se oponía al régimen, 50 años de
olvido.
No porque se llamara Mohamed y viviera en El Aaiún esta historia es
menos nuestra historia que cualquier otra de las que reivindicamos.
Aunque el Tribunal Supremo insista en decirnos lo contrario.
Fuente → resumenlatinoamericano.org
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